Política
Política
Empresa
Empresa
Investigación y Análisis
Investigación y Análisis
Internacional
Internacional
Opinión
Opinión
Inmobiliaria
Inmobiliaria
Agenda Empresarial
Agenda Empresarial

Cómplices de la violencia

Redacción
08 de abril, 2014

Días atrás, después de un día normal de trabajo, me encontraba en mi vehículo esperando a que el semáforo diera verde y poder avanzar. Durante esos segundos pude observar como un grupo de jóvenes, de no más de 18 años, intentaban asaltar el vehículo que estaba enfrente de mi. No portaban armas, pero si un gran repertorio de insultos para el automovilista. Mi reacción inmediata fue miedo, pero la emoción que más me dominó fue la rabia, la rabia conmigo misma de no poder hacer nada, no pude tocar la bocina para tratar de ahuyentarlos, ni pude tomarles una foto para hacer la denuncia respectiva. Parecía que mi cuerpo no respondía, estaba impotente. 

Ustedes pensarán que fue el miedo que me dominó y no me dejó reaccionar debidamente, pero créanme, después de haber sido víctima de más de diez asaltos –en los últimos tres años-, el miedo va disminuyendo y le abre paso al enojo, y al final lo que te inmoviliza es la costumbre. Esa costumbre de saber que no pasa nada, que la denuncia no solucionada nada y que el victimario podrá salir impune de su delito. 
No pude quitarme ese sentimiento toda la noche; estuve pensando en todas las posibles políticas de seguridad y de prevención que podrían funcionar si se llevarán a cabo eficazmente. Pensé en que debería haber más policías para disuadir al delincuente, pero después rápidamente recordé que en Guatemala los policías se gradúan como si estuvieran en un curso rápido de inglés, salís medio masticando el idioma y ya te venden la idea de que podrías ser hasta traductor jurado. Pues algo así es con los policías, les enseñan a portar el arma y luego los lanzan a la realidad, sin tener una suficiente información y doctrina para entender la relevancia de su labor. 
Después recordé unas charlas que habíamos tenido con funcionarios de las alcaldías de Santa Tecla y de San Salvador, y como estaban poniendo en marcha una política de prevención que consistía en generar espacios abiertos para los jóvenes y promover la comunidad interna. La política me pareció, y me parece, bastante buena, y a pesar que soy un tanto escéptica, creo que una política como esa podría generar cambios sustanciales en las zonas marginales de la ciudad. 
Pero esa noche nada me convencía, constantemente venía a mi mente esas imágenes de los jóvenes corriendo con una sonrisa tras haber cometido un delito, como si se tratase de un juego. Horas más tarde por fin entendí, no sólo era la falta de policías, ni tampoco era únicamente la impunidad de nuestro Sistema de Justicia –en la actualidad solo un 20% de los casos terminan en condena- lo que permitía que se siguieran dando más de cien asaltos diarios en la ciudad, éramos nosotros, era yo. Era esa costumbre, de la cuál les hable un poco antes, la que me hacía cómplice de la violencia. 
No fui yo quien cometió el delito, pero yo fui quién siguió alimentando esa cultura de violencia que está impregnándose en nuestra idiosincrasia. Nuestro silencio y nuestro “Es Guate, algún día te tenía que tocar” es lo que sigue permitiendo que las personas sigan actuando de manera impune y sin miedo a la justicia. Nuestra costumbre a callar, a no cuestionar y nuestra tolerancia ante dichos actos ha convertido la delincuencia en un negocio rentable. 
Así que, estimado lector, si alguna vez se encuentra en una situación similar a la mía, lo invito a gritar, a denunciar, pero no calle, no permita que nos convirtamos en cómplices de los delincuentes.

Cómplices de la violencia

Redacción
08 de abril, 2014

Días atrás, después de un día normal de trabajo, me encontraba en mi vehículo esperando a que el semáforo diera verde y poder avanzar. Durante esos segundos pude observar como un grupo de jóvenes, de no más de 18 años, intentaban asaltar el vehículo que estaba enfrente de mi. No portaban armas, pero si un gran repertorio de insultos para el automovilista. Mi reacción inmediata fue miedo, pero la emoción que más me dominó fue la rabia, la rabia conmigo misma de no poder hacer nada, no pude tocar la bocina para tratar de ahuyentarlos, ni pude tomarles una foto para hacer la denuncia respectiva. Parecía que mi cuerpo no respondía, estaba impotente. 

Ustedes pensarán que fue el miedo que me dominó y no me dejó reaccionar debidamente, pero créanme, después de haber sido víctima de más de diez asaltos –en los últimos tres años-, el miedo va disminuyendo y le abre paso al enojo, y al final lo que te inmoviliza es la costumbre. Esa costumbre de saber que no pasa nada, que la denuncia no solucionada nada y que el victimario podrá salir impune de su delito. 
No pude quitarme ese sentimiento toda la noche; estuve pensando en todas las posibles políticas de seguridad y de prevención que podrían funcionar si se llevarán a cabo eficazmente. Pensé en que debería haber más policías para disuadir al delincuente, pero después rápidamente recordé que en Guatemala los policías se gradúan como si estuvieran en un curso rápido de inglés, salís medio masticando el idioma y ya te venden la idea de que podrías ser hasta traductor jurado. Pues algo así es con los policías, les enseñan a portar el arma y luego los lanzan a la realidad, sin tener una suficiente información y doctrina para entender la relevancia de su labor. 
Después recordé unas charlas que habíamos tenido con funcionarios de las alcaldías de Santa Tecla y de San Salvador, y como estaban poniendo en marcha una política de prevención que consistía en generar espacios abiertos para los jóvenes y promover la comunidad interna. La política me pareció, y me parece, bastante buena, y a pesar que soy un tanto escéptica, creo que una política como esa podría generar cambios sustanciales en las zonas marginales de la ciudad. 
Pero esa noche nada me convencía, constantemente venía a mi mente esas imágenes de los jóvenes corriendo con una sonrisa tras haber cometido un delito, como si se tratase de un juego. Horas más tarde por fin entendí, no sólo era la falta de policías, ni tampoco era únicamente la impunidad de nuestro Sistema de Justicia –en la actualidad solo un 20% de los casos terminan en condena- lo que permitía que se siguieran dando más de cien asaltos diarios en la ciudad, éramos nosotros, era yo. Era esa costumbre, de la cuál les hable un poco antes, la que me hacía cómplice de la violencia. 
No fui yo quien cometió el delito, pero yo fui quién siguió alimentando esa cultura de violencia que está impregnándose en nuestra idiosincrasia. Nuestro silencio y nuestro “Es Guate, algún día te tenía que tocar” es lo que sigue permitiendo que las personas sigan actuando de manera impune y sin miedo a la justicia. Nuestra costumbre a callar, a no cuestionar y nuestra tolerancia ante dichos actos ha convertido la delincuencia en un negocio rentable. 
Así que, estimado lector, si alguna vez se encuentra en una situación similar a la mía, lo invito a gritar, a denunciar, pero no calle, no permita que nos convirtamos en cómplices de los delincuentes.