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El otro racismo

Redacción
04 de diciembre, 2014

El machismo es aquella creencia que considera que una mujer es incapaz de lograr las cotas intelectuales, profesionales, políticas o culturales que alcanza un hombre por el hecho de tener vagina en lugar de pene, como si las neuronas se albergaran en la ingle y no el cerebro.

Es cierto que hay muchas personas que parecen pensar con la ingle y no con el cerebro, pero incluso en esos casos, las ideas, por monotemáticas que sean, siguen produciéndose en la cabeza y no en la entrepierna.

Lo peligroso del machismo no es que haya muchos hombres que lo crean, sino que también hay muchas mujeres que lo siguen, mujeres machistas incapaces de reconocer su propia habilidad como persona más allá de su género.

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Es más, es muy posible que el machismo desapareciese el día que no hubiera mujeres machistas, es decir, el día que cada mujer se viese así misma como una persona intelectualmente válida y no como un parte difusa de un grupo con inevitables carencias mentales.

Lo mismo ocurre con el racismo. Racista es aquel que considera que colores de piel diferentes al blanco hacen que las personas con esa tonalidad sean más incapaces intelectual, profesional, política o culturalmente, como si, de nuevo, las neuronas se escondiesen en la epidermis y no en el cerebro.

Lo curioso es que como en el caso del machismo, el racismo se da entre los que en principio marginan al de piel morena (o amarilla, o aceituna, o negra…), pero también entre los que tienen esa piel morena.

En las semanas previas, un artículo de la Hora, claramente racista, fue ampliamente replicado desde las perspectivas más variopintas. Entre ellas, las de aquellos que se han erigido en portavoces de ¿los indígenas?, ¿los mayas? Aquellos que como en el caso de las mujeres machistas, no ven personas con ciertas características físicas comunes a otras personas, pero con una individualidad claramente definida. Sino que sólo ven grupos amorfos donde sólo llama la atención su color de piel. Ellos también son racistas.

Quizás no marginen, igual que la mujer machista no se pega a sí misma, ni a sus compañeras. Pero discriminan: hablan del nosotros y del ellos. Un nosotros con un único elemento en común: el color de la piel. Después hablarán de características culturales o tradiciones (los ancestros, el vínculo con la tierra), para enmascarar el racismo. Pero también el otro racista, el blanco, apelará a esas características culturales y tradiciones (holgazanes, sucios) para no parecer tan simple de discriminar tan sólo por un tono bronceado de piel.

Como en el caso de las mujeres machistas, para acabar con el racismo habría que empezar por darse cuenta de que todos aquellos que elevan su voz defendiendo al grupo, a la masa marginada por su color de piel, y no a cada persona, a cada individuo, también es un racista. Y sólo cuando deje de serlo, desde esa postura aparentemente salvífica del marginado, el racismo podrá retroceder.

El otro racismo

Redacción
04 de diciembre, 2014

El machismo es aquella creencia que considera que una mujer es incapaz de lograr las cotas intelectuales, profesionales, políticas o culturales que alcanza un hombre por el hecho de tener vagina en lugar de pene, como si las neuronas se albergaran en la ingle y no el cerebro.

Es cierto que hay muchas personas que parecen pensar con la ingle y no con el cerebro, pero incluso en esos casos, las ideas, por monotemáticas que sean, siguen produciéndose en la cabeza y no en la entrepierna.

Lo peligroso del machismo no es que haya muchos hombres que lo crean, sino que también hay muchas mujeres que lo siguen, mujeres machistas incapaces de reconocer su propia habilidad como persona más allá de su género.

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Es más, es muy posible que el machismo desapareciese el día que no hubiera mujeres machistas, es decir, el día que cada mujer se viese así misma como una persona intelectualmente válida y no como un parte difusa de un grupo con inevitables carencias mentales.

Lo mismo ocurre con el racismo. Racista es aquel que considera que colores de piel diferentes al blanco hacen que las personas con esa tonalidad sean más incapaces intelectual, profesional, política o culturalmente, como si, de nuevo, las neuronas se escondiesen en la epidermis y no en el cerebro.

Lo curioso es que como en el caso del machismo, el racismo se da entre los que en principio marginan al de piel morena (o amarilla, o aceituna, o negra…), pero también entre los que tienen esa piel morena.

En las semanas previas, un artículo de la Hora, claramente racista, fue ampliamente replicado desde las perspectivas más variopintas. Entre ellas, las de aquellos que se han erigido en portavoces de ¿los indígenas?, ¿los mayas? Aquellos que como en el caso de las mujeres machistas, no ven personas con ciertas características físicas comunes a otras personas, pero con una individualidad claramente definida. Sino que sólo ven grupos amorfos donde sólo llama la atención su color de piel. Ellos también son racistas.

Quizás no marginen, igual que la mujer machista no se pega a sí misma, ni a sus compañeras. Pero discriminan: hablan del nosotros y del ellos. Un nosotros con un único elemento en común: el color de la piel. Después hablarán de características culturales o tradiciones (los ancestros, el vínculo con la tierra), para enmascarar el racismo. Pero también el otro racista, el blanco, apelará a esas características culturales y tradiciones (holgazanes, sucios) para no parecer tan simple de discriminar tan sólo por un tono bronceado de piel.

Como en el caso de las mujeres machistas, para acabar con el racismo habría que empezar por darse cuenta de que todos aquellos que elevan su voz defendiendo al grupo, a la masa marginada por su color de piel, y no a cada persona, a cada individuo, también es un racista. Y sólo cuando deje de serlo, desde esa postura aparentemente salvífica del marginado, el racismo podrá retroceder.