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El futuro de los libros

Redacción
31 de diciembre, 2014

Difícilmente habría imaginado Gutenberg la revolución que su curioso invento pondría en marcha. Luego de asegurar los tipos gráficos a una plancha, comenzó a imprimir sobre el papel series de letras, que podrían reproducirse una y otra vez. Con ello dio pié al libro impreso, que por su poder de reproducción y distribución llegaría a generar toda una serie de cambios sociales y políticos absolutamente impensados para ese momento. Es muy fácil, por ejemplo, trazar una línea directa desde el invento de la imprenta hasta la reforma protestante en Europa, al cerco político a las monarquías debido a la enorme difusión de las ideas revolucionarias y a los cambios filosóficos operados en la intelectualidad de la época, que llevarían a la humanidad a dirigirse a una cultura antropocéntrica.

Desde entonces el libro impreso ha jugado una parte clave en la historia de la humanidad. Fuente de referencia indispensable de artistas, políticos, hombres de ciencia, entre otros, el saber y la cultura comenzaron a gravitar en torno a estos repositorios de libros que han sido las grandes bibliotecas, y por qué no, también en torno a los recintos de los más connotados libreros. La forma de enseñar incluso cambió con la aparición del libro. Toda aquella cultura oral sobre la que descansaba la enseñanza escolástica, se transformó de pronto en la búsqueda y acumulación de los mejores textos. Finalmente, del reino de la caligrafía se pasó al imperio de la impresión, democratizando de un solo golpe, las ideas que circulaban.

Comento el tema porque estamos asistiendo a una época de grandes transformaciones. Me atrevo a decir que así como Gutenberg marcó a la humanidad con el libro impreso, hoy la aparición del libro digital lleva a la humanidad por un nuevo camino que no me atrevo a predecir. Es interesante pero estos cambios todavía no los hemos terminado de dimensionar. Es como si estuviéramos sumergidos en la “Bandeja de Petri” de un microscopio social sin llegar a percibir que hay todo un mundo afuera. Sin embargo empezamos a percibir sus primeros oleajes. Para muestra dos botones. La desaparición paulatina de las grandes cadenas de librerías, (Waldenbooks, Books a Million) y otros que luchan contra la caída en ventas y asistencia (Barnes and noble, Chapters) es una muestra palpable de que la revolución digital está cobrando caro peaje a estos centros tradicionales de cultura. Por otro lado, la transformación de la cadena típica de obras impresas, que involucraba antes y de manera muy lineal a revisores, editores, impresores, distribuidores y vendedores, hoy está en franca transformación. Muchos de ellos han desaparecido o han tenido que cambiar sus métodos. Esto no sucedía en 500 años.

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La revolución digital ha cambiado para siempre al mundo que conocíamos. Hay todo un debate entre digitales y “papiristas” sobre las ventajas de uno u otro formato. Los primeros sostienen como argumentos la comodidad en el almacenamiento, la facilidad de compra, las herramientas que facilitan la lectura, etc. Yo me inscribo todavía en la trinchera de los segundos. Podrá parecer decimonónico el argumento pero creo que el libro impreso tiene un encanto insustituible. La personalidad del libro impreso, con su forma, peso, olor, tipografía distintiva, tiene un valor que no puede ofrecerlo el estéril y nada distintivo formato digital. Salir al encuentro de un libro buscado en una librería cualquiera tiene un gusto mucho más sofisticado, por decirlo de alguna manera, que los listados Orwellianos de una cadena digital de ventas de libros. Además la flexibilidad de lectura del libro impreso en distintas condiciones y medios, no ha sido superada aún por el formato digital, que depende del uso exclusivo de su medio de soporte y de la energía entre otros factores para poderse leer.

Estoy seguro que no saldré bien librado del debate técnico. Hoy la comodidad es la reina y frente a ella no hay sustituto para los atractivos que ofrece lo digital. Yo mismo, para decir verdad, he aprovechado estas condiciones. Pero no quiero dejarme vencer. Pretendo introducir un último argumento, más emotivo que racional, para presentar mi caso. Así como hemos perdido el encanto de ver en familia los viejos álbumes de fotos, en los que solíamos ver retratados nuestros momentos felices en formato de celulosa ya amarillenta, así también podríamos perder el encanto que representaban nuestras orgullosas bibliotecas. Perdidos en el maremágnum de datos de un ordenador cualquiera, los libros perderán su visibilidad. Y con ellos, el saber que ofrecen, y que hasta hoy ha estado al alcance de nuestras manos. Me atrevo a asegurar también, a riesgo de generalizar mi propio caso, que es más fácil abandonar la lectura de un libro digital –frente a la presión de los nuevos que se adquieren-, que la de un libro impreso. Ello también va en perjuicio de nuestro propio saber.

Hoy las obras manuscritas de los monjes medievales se llaman incunables y cotizan muy bien. Aunque no se produjeron más, tampoco fueron al pasto de las llamas de quienes abogaban en aquél momento por el nuevo medio. Yo por mi parte, preservaré en lo que más pueda, mis propios incunables de hoy, los libros impresos que me han acompañado, sabiendo que mañana allí estarán también, aguardado ser abiertos por las próximas generaciones. Esa será mi pequeña retribución a esos viejos amigos, como yo llamo a los libros impresos, que tantas horas de tangible disfrute me han proporcionado.

El futuro de los libros

Redacción
31 de diciembre, 2014

Difícilmente habría imaginado Gutenberg la revolución que su curioso invento pondría en marcha. Luego de asegurar los tipos gráficos a una plancha, comenzó a imprimir sobre el papel series de letras, que podrían reproducirse una y otra vez. Con ello dio pié al libro impreso, que por su poder de reproducción y distribución llegaría a generar toda una serie de cambios sociales y políticos absolutamente impensados para ese momento. Es muy fácil, por ejemplo, trazar una línea directa desde el invento de la imprenta hasta la reforma protestante en Europa, al cerco político a las monarquías debido a la enorme difusión de las ideas revolucionarias y a los cambios filosóficos operados en la intelectualidad de la época, que llevarían a la humanidad a dirigirse a una cultura antropocéntrica.

Desde entonces el libro impreso ha jugado una parte clave en la historia de la humanidad. Fuente de referencia indispensable de artistas, políticos, hombres de ciencia, entre otros, el saber y la cultura comenzaron a gravitar en torno a estos repositorios de libros que han sido las grandes bibliotecas, y por qué no, también en torno a los recintos de los más connotados libreros. La forma de enseñar incluso cambió con la aparición del libro. Toda aquella cultura oral sobre la que descansaba la enseñanza escolástica, se transformó de pronto en la búsqueda y acumulación de los mejores textos. Finalmente, del reino de la caligrafía se pasó al imperio de la impresión, democratizando de un solo golpe, las ideas que circulaban.

Comento el tema porque estamos asistiendo a una época de grandes transformaciones. Me atrevo a decir que así como Gutenberg marcó a la humanidad con el libro impreso, hoy la aparición del libro digital lleva a la humanidad por un nuevo camino que no me atrevo a predecir. Es interesante pero estos cambios todavía no los hemos terminado de dimensionar. Es como si estuviéramos sumergidos en la “Bandeja de Petri” de un microscopio social sin llegar a percibir que hay todo un mundo afuera. Sin embargo empezamos a percibir sus primeros oleajes. Para muestra dos botones. La desaparición paulatina de las grandes cadenas de librerías, (Waldenbooks, Books a Million) y otros que luchan contra la caída en ventas y asistencia (Barnes and noble, Chapters) es una muestra palpable de que la revolución digital está cobrando caro peaje a estos centros tradicionales de cultura. Por otro lado, la transformación de la cadena típica de obras impresas, que involucraba antes y de manera muy lineal a revisores, editores, impresores, distribuidores y vendedores, hoy está en franca transformación. Muchos de ellos han desaparecido o han tenido que cambiar sus métodos. Esto no sucedía en 500 años.

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Estoy seguro que no saldré bien librado del debate técnico. Hoy la comodidad es la reina y frente a ella no hay sustituto para los atractivos que ofrece lo digital. Yo mismo, para decir verdad, he aprovechado estas condiciones. Pero no quiero dejarme vencer. Pretendo introducir un último argumento, más emotivo que racional, para presentar mi caso. Así como hemos perdido el encanto de ver en familia los viejos álbumes de fotos, en los que solíamos ver retratados nuestros momentos felices en formato de celulosa ya amarillenta, así también podríamos perder el encanto que representaban nuestras orgullosas bibliotecas. Perdidos en el maremágnum de datos de un ordenador cualquiera, los libros perderán su visibilidad. Y con ellos, el saber que ofrecen, y que hasta hoy ha estado al alcance de nuestras manos. Me atrevo a asegurar también, a riesgo de generalizar mi propio caso, que es más fácil abandonar la lectura de un libro digital –frente a la presión de los nuevos que se adquieren-, que la de un libro impreso. Ello también va en perjuicio de nuestro propio saber.

Hoy las obras manuscritas de los monjes medievales se llaman incunables y cotizan muy bien. Aunque no se produjeron más, tampoco fueron al pasto de las llamas de quienes abogaban en aquél momento por el nuevo medio. Yo por mi parte, preservaré en lo que más pueda, mis propios incunables de hoy, los libros impresos que me han acompañado, sabiendo que mañana allí estarán también, aguardado ser abiertos por las próximas generaciones. Esa será mi pequeña retribución a esos viejos amigos, como yo llamo a los libros impresos, que tantas horas de tangible disfrute me han proporcionado.