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CHARLIE HEBDO.

Redacción
14 de enero, 2015

Lo sucedido en París realmente ha conmovido al mundo. Las imágenes de los terroristas disparando a mansalva en calles y oficinas de la capital francesa no pueden dejar a nadie inmóvil. Y así ha sido. Una reacción planetaria para condenar el terrorismo y solidarizarse con las víctimas, comenzó a producirse desde las primeras horas de haber ocurrido el atentado, y al poco tiempo la consigna “Je suis Charlie” había sido adoptada por políticos, periodistas y por personas del mundo de la cultura, el deporte y la sociedad.

No obstante este sentimiento de solidaridad global, no puedo dejar de percibir que en este tema, hay algunos aspectos que están pasando relativamente desapercibidos o que están siendo abordados muy a la ligera. Hoy quiero dejar de lado temas como la migración y su impacto en la cultura europea, las facciones islámicas, o incluso los métodos policiales -que dicho sea de paso, en aquellas latitudes parecerían estar por encima de las normas que sí se les exigen a las raquíticas policías de los países latinoamericanos-, sino más bien centrar la mirada en las cuestiones relativas a la libertad de expresión. Separando de momento la tragedia ocurrida, no podemos menos que sentirnos también abrumados cuando nos detenemos a hojear el trabajo de publicaciones, como la de Charlie Hebdo, cuya política editorial ha estado destinada precisamente a la provocación, el insulto y el irrespeto de ciertas creencias. Y ello en nombre de la libertad de expresión. Es allí donde quiero centrar el debate.

Primeramente estoy en desacuerdo con aquellos que sostienen que lo que no gusta simplemente no se compre. Bajo ese argumento pronto se llega a justificar cualquier contenido en las calles, como es el caso de aquellos que lucran con la pornografía infantil y la dignidad de las personas. Estoy también en contra de medir las cosas con distintas reglas morales. Por ejemplo, denostar y acusar de irrespetuoso el discurso del Papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona -simplemente por haber hecho una aislada, pero muy documentada alusión a una conversación entre personajes históricos-, pero por el otro lado hacer “ojo pache” a los dibujos y caricaturas irreverentes de algún pasquín de calle me parece un ejercicio sumergido en el más abyecto cinismo. Por último, creer que hay unos odios que son más “simpáticos y tolerables” que otros, es la receta que seguramente siguieron los alemanes cuando acogieron a principios de los años 30, publicaciones vomitivas como “Der Angriff” o “Der Sturmer”, en las que los nazis dieron rienda suelta a su locura, por cierto haciendo uso de las caricaturas para enfatizar su mensaje.

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Creo que hace falta en todo esto una dosis de sentido de responsabilidad. Esta palabra no puede nunca desasociarse del ejercicio de un derecho, en este caso, tan importante como el de la libertad de expresión. Creo firmemente que hay ciertos límites que toda sociedad debe marcar, sino quiere hundirse en una espiral de degradaciones y justificaciones. No siempre es fácil poner esos límites sin llegar a convertirse en el gran inquisidor de las ideas. Por ello creo que la reflexión debe comenzar en casa, es decir, desde el propio ambiente de los comunicadores, quienes tienen que ser la primera frontera en esa discusión.

Esta conversación, la del ejercicio responsable de la libertad de expresión, no corresponde únicamente a países de otras culturas, ni al ámbito de los semanarios satíricos. Es muy oportuno para nuestra realidad y para los tiempos que corren. Salvando las distancias, pero partiendo del mismo principio, no quiero ver que se multipliquen a nuestro alrededor, aquellas publicaciones que en nombre de la libertad de expresión, comienzan a aporrear públicamente a personas simplemente por lo que dicen o piensan. Es allí donde comenzamos a ver exactamente los mismos síntomas de lo ocurrido en París, que si la sociedad los permite o los tolera, siempre terminarán en desgracia.

El desafío es pues que defendamos la libertad de expresión, como corresponde a una sociedad que se precia de ser republicana, pero teniendo siempre presente que su mejor defensa es saberla encuadrar en su ejercicio responsable.

CHARLIE HEBDO.

Redacción
14 de enero, 2015

Lo sucedido en París realmente ha conmovido al mundo. Las imágenes de los terroristas disparando a mansalva en calles y oficinas de la capital francesa no pueden dejar a nadie inmóvil. Y así ha sido. Una reacción planetaria para condenar el terrorismo y solidarizarse con las víctimas, comenzó a producirse desde las primeras horas de haber ocurrido el atentado, y al poco tiempo la consigna “Je suis Charlie” había sido adoptada por políticos, periodistas y por personas del mundo de la cultura, el deporte y la sociedad.

No obstante este sentimiento de solidaridad global, no puedo dejar de percibir que en este tema, hay algunos aspectos que están pasando relativamente desapercibidos o que están siendo abordados muy a la ligera. Hoy quiero dejar de lado temas como la migración y su impacto en la cultura europea, las facciones islámicas, o incluso los métodos policiales -que dicho sea de paso, en aquellas latitudes parecerían estar por encima de las normas que sí se les exigen a las raquíticas policías de los países latinoamericanos-, sino más bien centrar la mirada en las cuestiones relativas a la libertad de expresión. Separando de momento la tragedia ocurrida, no podemos menos que sentirnos también abrumados cuando nos detenemos a hojear el trabajo de publicaciones, como la de Charlie Hebdo, cuya política editorial ha estado destinada precisamente a la provocación, el insulto y el irrespeto de ciertas creencias. Y ello en nombre de la libertad de expresión. Es allí donde quiero centrar el debate.

Primeramente estoy en desacuerdo con aquellos que sostienen que lo que no gusta simplemente no se compre. Bajo ese argumento pronto se llega a justificar cualquier contenido en las calles, como es el caso de aquellos que lucran con la pornografía infantil y la dignidad de las personas. Estoy también en contra de medir las cosas con distintas reglas morales. Por ejemplo, denostar y acusar de irrespetuoso el discurso del Papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona -simplemente por haber hecho una aislada, pero muy documentada alusión a una conversación entre personajes históricos-, pero por el otro lado hacer “ojo pache” a los dibujos y caricaturas irreverentes de algún pasquín de calle me parece un ejercicio sumergido en el más abyecto cinismo. Por último, creer que hay unos odios que son más “simpáticos y tolerables” que otros, es la receta que seguramente siguieron los alemanes cuando acogieron a principios de los años 30, publicaciones vomitivas como “Der Angriff” o “Der Sturmer”, en las que los nazis dieron rienda suelta a su locura, por cierto haciendo uso de las caricaturas para enfatizar su mensaje.

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Creo que hace falta en todo esto una dosis de sentido de responsabilidad. Esta palabra no puede nunca desasociarse del ejercicio de un derecho, en este caso, tan importante como el de la libertad de expresión. Creo firmemente que hay ciertos límites que toda sociedad debe marcar, sino quiere hundirse en una espiral de degradaciones y justificaciones. No siempre es fácil poner esos límites sin llegar a convertirse en el gran inquisidor de las ideas. Por ello creo que la reflexión debe comenzar en casa, es decir, desde el propio ambiente de los comunicadores, quienes tienen que ser la primera frontera en esa discusión.

Esta conversación, la del ejercicio responsable de la libertad de expresión, no corresponde únicamente a países de otras culturas, ni al ámbito de los semanarios satíricos. Es muy oportuno para nuestra realidad y para los tiempos que corren. Salvando las distancias, pero partiendo del mismo principio, no quiero ver que se multipliquen a nuestro alrededor, aquellas publicaciones que en nombre de la libertad de expresión, comienzan a aporrear públicamente a personas simplemente por lo que dicen o piensan. Es allí donde comenzamos a ver exactamente los mismos síntomas de lo ocurrido en París, que si la sociedad los permite o los tolera, siempre terminarán en desgracia.

El desafío es pues que defendamos la libertad de expresión, como corresponde a una sociedad que se precia de ser republicana, pero teniendo siempre presente que su mejor defensa es saberla encuadrar en su ejercicio responsable.