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La fábula del frutero mentiroso

Redacción
26 de marzo, 2015

Hace algunos meses, llegó a casa, en la Antigua, un frutero con su picop lleno de producto. Nos ofreció a probar y la fruta estaba realmente exquisita, de modo que hicimos una gran compra. Pero al meter todo en casa, mi esposa quiso verificar el peso en la báscula de la cocina y descubrió que sistemáticamente nos había robado un poco de peso en cada tipo de fruta que compramos.

A los pocos días, el frutero regresó y le dijimos que no queríamos comprar nada. Lo hicimos de forma educada, tratando de no molestar, como si el engañado hubiera sido él y no nosotros. Pocos días después, el tipo regresó y entonces sí le expliqué que no quería volver a comprarle porque me sentí estafado la primera vez.

El hombre no se inmutó. Cuando le expliqué que había comprobado el peso, se limitó a despedirse sin alterar un músculo, sin un esbozo de disculpa o un gesto de avergonzarse. Desde entonces, ha vuelto varias veces más. Llama a la puerta, le abrimos, y nos ofrece la fruta como si jamás nos hubiera visto y espera cazar a unos nuevos cándidos.

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Pensé que era un tipo caradura, pero, en realidad, me he dado cuenta que, sencillamente, no ha almacenado en su memoria quiénes somos y por qué no le compramos. Su sistema de venta es sencillo. Recorre la Antigua buscando clientes. Algunos caen. Vende. Consigue un cierto beneficio con su recorte en el peso y sigue. No espera fidelizar el mercado, ni atraer compradores. No aspira a establecer una relación de confianza y cercanía. Le preocupa la ganancia inmediata y le importa un comino la actitud de sus clientes.

Quizás, un día, ya nadie le compré porque ya nadie se dejé engañar. Entonces pensará que a la gente le ha dejado de gustar la fruta, o que algún enemigo suyo vende más barato (algún empresario de la fruta canalla), o que han abierto la frontera hondureña o la chiapaneca y los catrachos o los coletos le comieron el mercado. Nunca se dirá que no ha sido un vendedor honesto, que no ha trabajado pensando en el futuro. Nunca se dirá que hay otra forma de relacionarse con su mercado, no en base a hoy gano y mañana da igual.

Lo curioso es que, de momento, sigue vendiendo (le veo a menudo cuando camino por la calle). Es decir, encuentra que su método funciona, a pesar de todo, y él es el más pilas.

Porque nos hemos acostumbrado a que nos engañen. A que la persona que ofrece sus servicios, sea irresponsable. A que es un mal menor que merece la pena porque el resultado se alcanza. En este caso, que la fruta está rica. Porque una falsa cortesía nos lleva a no incomodar al otro con una crítica, con un enojo, con una reprimenda.

En definitiva, aceptamos vivir con fruteros mentirosos (o electricistas, o fontaneros, o mecánicos… o políticos) y no dejamos de elegirlos porque no hay de otra.

¿No hay de otra?

La fábula del frutero mentiroso

Redacción
26 de marzo, 2015

Hace algunos meses, llegó a casa, en la Antigua, un frutero con su picop lleno de producto. Nos ofreció a probar y la fruta estaba realmente exquisita, de modo que hicimos una gran compra. Pero al meter todo en casa, mi esposa quiso verificar el peso en la báscula de la cocina y descubrió que sistemáticamente nos había robado un poco de peso en cada tipo de fruta que compramos.

A los pocos días, el frutero regresó y le dijimos que no queríamos comprar nada. Lo hicimos de forma educada, tratando de no molestar, como si el engañado hubiera sido él y no nosotros. Pocos días después, el tipo regresó y entonces sí le expliqué que no quería volver a comprarle porque me sentí estafado la primera vez.

El hombre no se inmutó. Cuando le expliqué que había comprobado el peso, se limitó a despedirse sin alterar un músculo, sin un esbozo de disculpa o un gesto de avergonzarse. Desde entonces, ha vuelto varias veces más. Llama a la puerta, le abrimos, y nos ofrece la fruta como si jamás nos hubiera visto y espera cazar a unos nuevos cándidos.

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Pensé que era un tipo caradura, pero, en realidad, me he dado cuenta que, sencillamente, no ha almacenado en su memoria quiénes somos y por qué no le compramos. Su sistema de venta es sencillo. Recorre la Antigua buscando clientes. Algunos caen. Vende. Consigue un cierto beneficio con su recorte en el peso y sigue. No espera fidelizar el mercado, ni atraer compradores. No aspira a establecer una relación de confianza y cercanía. Le preocupa la ganancia inmediata y le importa un comino la actitud de sus clientes.

Quizás, un día, ya nadie le compré porque ya nadie se dejé engañar. Entonces pensará que a la gente le ha dejado de gustar la fruta, o que algún enemigo suyo vende más barato (algún empresario de la fruta canalla), o que han abierto la frontera hondureña o la chiapaneca y los catrachos o los coletos le comieron el mercado. Nunca se dirá que no ha sido un vendedor honesto, que no ha trabajado pensando en el futuro. Nunca se dirá que hay otra forma de relacionarse con su mercado, no en base a hoy gano y mañana da igual.

Lo curioso es que, de momento, sigue vendiendo (le veo a menudo cuando camino por la calle). Es decir, encuentra que su método funciona, a pesar de todo, y él es el más pilas.

Porque nos hemos acostumbrado a que nos engañen. A que la persona que ofrece sus servicios, sea irresponsable. A que es un mal menor que merece la pena porque el resultado se alcanza. En este caso, que la fruta está rica. Porque una falsa cortesía nos lleva a no incomodar al otro con una crítica, con un enojo, con una reprimenda.

En definitiva, aceptamos vivir con fruteros mentirosos (o electricistas, o fontaneros, o mecánicos… o políticos) y no dejamos de elegirlos porque no hay de otra.

¿No hay de otra?