Qué lejos están los tiempos en que las convocatorias a manifestar se hacían por medio de Bandos públicos en la plaza o por los medios de comunicación tradicionales. Hoy con unos pocos toques de tecla, se llega a universos verdaderamente insospechados, logrando que cualquier mensaje, por extraño que sea, llegue a miles de personas en cuestión de segundos. Ese es el poder de la redes.
La democratización de la información que ahora se ha alcanzado con estos nuevos medios ha transformado para siempre la vida en sociedad: hoy hay muchas personas que tienen una voz, allí donde antes no la tenían; la inmediatez es ahora la norma –ya no existen ediciones matutinas o vespertinas en el tránsito de la información; los “filtros” convencionales que cuadriculaban la información se han ido desapareciendo y la posibilidad de ejercer un contraste en los contenidos noticiosos es obviamente mayor. Es toda una revolución de empoderamiento ciudadano.
Pero por otro lado, esta explosión de voces en la red ha tenido su lado negativo. Un cierto anonimato que ofrecen las redes ha permitido desatar las fuerzas más oscuras del actuar humano: la posibilidad de insultar y desinformar, sin responsabilidad alguna, ha convertido a las redes en una especie de paredes virtuales de baño público, donde los patanes escriben, sin mostrar su identidad, sus peores insultos y bajezas. Las redes también han eliminado de golpe ese tamiz social que permitía dar una jerarquía y una prioridad a las ideas, al otorgar ahora un plano de igualdad a cualquier concepto o motivación. Finalmente, las redes han aprovechado la confianza que un lector suele otorgar a la información que recibe por medios públicos, haciéndole creer todo lo que lee y peor aún, creándole una cierta necesidad de compartirlo, multiplicando con ello el efecto disociador.
No creo en las censuras ni en los “Big Brothers” que pretenden controlar el pensamiento humano. Pero sí creo en la autorregulación y en el juicio crítico. Pero ello no llega por casualidad. Hay que educar para tener discernimiento cuando se hace uso de las redes. Por ejemplo, cómo identificar una información visiblemente sesgada, insistir en la responsabilidad que hay en compartir una información, el cuestionar permanente a las fuentes, alertar cuando hay mensajes redundantes, desechar la basura informática y dar una clasificación a las ideas, son disciplinas que se deben enseñar desde niño y practicarlas permanentemente. Es hora de que nuestras nuevas generaciones se formen en esa ciudadanía digital. Los buenos hábitos, -como decir los buenos días-, se aprenden y se refuerzan con la práctica. Toca pues enseñar y practicar la urbanidad digital. Eso nos hará construir una mejor sociedad.
Qué lejos están los tiempos en que las convocatorias a manifestar se hacían por medio de Bandos públicos en la plaza o por los medios de comunicación tradicionales. Hoy con unos pocos toques de tecla, se llega a universos verdaderamente insospechados, logrando que cualquier mensaje, por extraño que sea, llegue a miles de personas en cuestión de segundos. Ese es el poder de la redes.
La democratización de la información que ahora se ha alcanzado con estos nuevos medios ha transformado para siempre la vida en sociedad: hoy hay muchas personas que tienen una voz, allí donde antes no la tenían; la inmediatez es ahora la norma –ya no existen ediciones matutinas o vespertinas en el tránsito de la información; los “filtros” convencionales que cuadriculaban la información se han ido desapareciendo y la posibilidad de ejercer un contraste en los contenidos noticiosos es obviamente mayor. Es toda una revolución de empoderamiento ciudadano.
Pero por otro lado, esta explosión de voces en la red ha tenido su lado negativo. Un cierto anonimato que ofrecen las redes ha permitido desatar las fuerzas más oscuras del actuar humano: la posibilidad de insultar y desinformar, sin responsabilidad alguna, ha convertido a las redes en una especie de paredes virtuales de baño público, donde los patanes escriben, sin mostrar su identidad, sus peores insultos y bajezas. Las redes también han eliminado de golpe ese tamiz social que permitía dar una jerarquía y una prioridad a las ideas, al otorgar ahora un plano de igualdad a cualquier concepto o motivación. Finalmente, las redes han aprovechado la confianza que un lector suele otorgar a la información que recibe por medios públicos, haciéndole creer todo lo que lee y peor aún, creándole una cierta necesidad de compartirlo, multiplicando con ello el efecto disociador.
No creo en las censuras ni en los “Big Brothers” que pretenden controlar el pensamiento humano. Pero sí creo en la autorregulación y en el juicio crítico. Pero ello no llega por casualidad. Hay que educar para tener discernimiento cuando se hace uso de las redes. Por ejemplo, cómo identificar una información visiblemente sesgada, insistir en la responsabilidad que hay en compartir una información, el cuestionar permanente a las fuentes, alertar cuando hay mensajes redundantes, desechar la basura informática y dar una clasificación a las ideas, son disciplinas que se deben enseñar desde niño y practicarlas permanentemente. Es hora de que nuestras nuevas generaciones se formen en esa ciudadanía digital. Los buenos hábitos, -como decir los buenos días-, se aprenden y se refuerzan con la práctica. Toca pues enseñar y practicar la urbanidad digital. Eso nos hará construir una mejor sociedad.