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Epidemia: delirios de creer saber

Redacción
03 de mayo, 2016

Existe una enfermedad que nos aqueja a todos los hombres, en mayor o menor medida. Es difícil descubrirla pues muchas veces se manifiesta de manera similar a la conversación fácil o al interés en los asuntos públicos. Sus síntomas incluyen el alzado en el volumen de la voz y el uso de frases tales como: “según escuché”, “según me contaron”. Efectos secundarios: disminución del cociente intelectual y aumento del flujo de “humos en la cabeza”. Puede manifestarse en los momentos más inoportunos, incluso en aquellos con las mejores con las mejores defensas, y en los últimos años ha ocurrido un brote epidémico en los ámbitos digitales de interacción social, mejor conocidos como “las redes”.

Se trata de la “opinionitis”, peligrosa amenaza para la construcción de sociedades inteligentes y riesgo directo para el buen funcionamiento de una democracia. Es aún más peligrosa cuando se da en su versión política: la “declaracionitis”. Ojo, es difícil evitar el contagio. Por mucho que una esté decidida a no comentar de nada de lo que no sepa, en cuanto se entra un poco en el juego y me preguntan de mecánica cuántica podría soltar una disertación acerca de la inestabilidad de los átomos. Así a ojo.

No me malinterpreten, el mundo está para que lo juzguemos (en el sentido epistemológico de la palabra), para emitir juicios en sentido positivo, para valorar la realidad, para sopesarla y así intentar mejorarla. Sin embargo, tenemos que reconocer nuestros límites y saber que no podemos opinar de todo, que todas esas tonterías de que “todos tenemos algo que decir” respecto de cualquier tema y de que “nuestra opinión es sagrada” no son más que eso: tonterías. A veces, y más en nuestro siglo XXI, confundimos el tener un espacio para expresarnos con una necesidad irrefrenable de expresarlo todo. Esta actitud, además de ser agotadora, crea un ruido que dificulta encontrar las opiniones formadas e inteligentes, dificulta la tarea de discernir quién tiene la autoridad para opinar con conocimiento de un tema o de otro.

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Ya lo dicen todos los que saben de algo en el mundo: para ser sabio hay que callar mucho y hablar poco, solo de aquello de lo que sabemos, solo cuando nuestras opiniones aportan valor. Es el antiquísimo “conócete a tí mismo”, o en cristiano: reconoce tu propia ignorancia. Supongo que este consejo vale para el espacio público, no para la cena en sus casas donde no me atrevo a meterme ni a dar consejos de convivencia familiar. Pero cuando se trata de espacio públicos es mejor reprimir esa necesidad cavernícola de siempre querer decir algo sobre cualquier tema, ya sea la última decisión de X ministerio o lo que hizo la selección de fútbol la semana pasada. Esto para así evitar crear un murmullo confuso que acapare ese espacio mental que necesitamos ansiosamente para cosas importantes y en las que realmente podemos aportar algo.

Este peligro de nuestra sociedad de la información no es un enemigo nuevo, ya nos lo anunciaron cuando Twitter y también con Wikipedia: grandes herramientas pero que dependen de la mesura y de sus usuarios (y de que estos sepan reconocer sus límites) para realmente poder cumplir con su objetivo de informar. Lo mismo ocurre en cualquier otra red social.

Antes de internet la gente tenía toda clase de opiniones tontas, pero estas se limitaban a expresarse en el limitado espacio de su actuación diaria: escuela, trabajo, casa y quizás el mercado. Estas opiniones no se basaban en ningún hecho o conocimiento fundamentado, sino más bien en el deseo de tener vela en todos los entierros. Esto sigue siendo así: es un milagro reconocido por el Vaticano el encontrar a un usuario de Facebook que comente sobre un tema con más información que un titular: ¿para qué leer el artículo entero? Y ya no digamos un libro o dos (y si estos no están en pdf, ni se diga). La necedad siempre ha existido, pero hoy en día se exacerba y además se esparce, se comparte, se retuitea y se likea, creando una especie de des-opinión general que es peligrosa, porque ahora encima resulta que las empresas y hasta los gobiernos se lo toman más enserio que a cualquier experto en el tema. La clave está en darse cuenta de que ni Facebook, ni Twitter, ni el internet en general son la mesa de tu casa, son espacios públicos en los que los comentarios tienen repercusión pública.

Me gusta cómo lo dice Chesterton: “un buen hombre debe amar el sinsentido, pero también debe ver el sinsentido: ver que no tiene sentido”. Básicamente, todos tenemos opiniones súbitas y tomamos postura frente a lo que ocurre a nuestro alrededor, cosa buena y loable, pero tenemos que saber reconocer que frente a cualquier tema del que no hayamos estudiado o no tengamos experiencia, nuestras opiniones no son más que reacciones súbitas y sin fundamento, y materia prima perfecta para confundirnos a nosotros mismos y a los demás si nos empeñamos en tomárnoslas en serio. Está bien jugar con una idea, tener hipótesis y divertirse con ellas, pero mantenernos alertas para no dejar que la idea juegue con nosotros.

Epidemia: delirios de creer saber

Redacción
03 de mayo, 2016

Existe una enfermedad que nos aqueja a todos los hombres, en mayor o menor medida. Es difícil descubrirla pues muchas veces se manifiesta de manera similar a la conversación fácil o al interés en los asuntos públicos. Sus síntomas incluyen el alzado en el volumen de la voz y el uso de frases tales como: “según escuché”, “según me contaron”. Efectos secundarios: disminución del cociente intelectual y aumento del flujo de “humos en la cabeza”. Puede manifestarse en los momentos más inoportunos, incluso en aquellos con las mejores con las mejores defensas, y en los últimos años ha ocurrido un brote epidémico en los ámbitos digitales de interacción social, mejor conocidos como “las redes”.

Se trata de la “opinionitis”, peligrosa amenaza para la construcción de sociedades inteligentes y riesgo directo para el buen funcionamiento de una democracia. Es aún más peligrosa cuando se da en su versión política: la “declaracionitis”. Ojo, es difícil evitar el contagio. Por mucho que una esté decidida a no comentar de nada de lo que no sepa, en cuanto se entra un poco en el juego y me preguntan de mecánica cuántica podría soltar una disertación acerca de la inestabilidad de los átomos. Así a ojo.

No me malinterpreten, el mundo está para que lo juzguemos (en el sentido epistemológico de la palabra), para emitir juicios en sentido positivo, para valorar la realidad, para sopesarla y así intentar mejorarla. Sin embargo, tenemos que reconocer nuestros límites y saber que no podemos opinar de todo, que todas esas tonterías de que “todos tenemos algo que decir” respecto de cualquier tema y de que “nuestra opinión es sagrada” no son más que eso: tonterías. A veces, y más en nuestro siglo XXI, confundimos el tener un espacio para expresarnos con una necesidad irrefrenable de expresarlo todo. Esta actitud, además de ser agotadora, crea un ruido que dificulta encontrar las opiniones formadas e inteligentes, dificulta la tarea de discernir quién tiene la autoridad para opinar con conocimiento de un tema o de otro.

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Ya lo dicen todos los que saben de algo en el mundo: para ser sabio hay que callar mucho y hablar poco, solo de aquello de lo que sabemos, solo cuando nuestras opiniones aportan valor. Es el antiquísimo “conócete a tí mismo”, o en cristiano: reconoce tu propia ignorancia. Supongo que este consejo vale para el espacio público, no para la cena en sus casas donde no me atrevo a meterme ni a dar consejos de convivencia familiar. Pero cuando se trata de espacio públicos es mejor reprimir esa necesidad cavernícola de siempre querer decir algo sobre cualquier tema, ya sea la última decisión de X ministerio o lo que hizo la selección de fútbol la semana pasada. Esto para así evitar crear un murmullo confuso que acapare ese espacio mental que necesitamos ansiosamente para cosas importantes y en las que realmente podemos aportar algo.

Este peligro de nuestra sociedad de la información no es un enemigo nuevo, ya nos lo anunciaron cuando Twitter y también con Wikipedia: grandes herramientas pero que dependen de la mesura y de sus usuarios (y de que estos sepan reconocer sus límites) para realmente poder cumplir con su objetivo de informar. Lo mismo ocurre en cualquier otra red social.

Antes de internet la gente tenía toda clase de opiniones tontas, pero estas se limitaban a expresarse en el limitado espacio de su actuación diaria: escuela, trabajo, casa y quizás el mercado. Estas opiniones no se basaban en ningún hecho o conocimiento fundamentado, sino más bien en el deseo de tener vela en todos los entierros. Esto sigue siendo así: es un milagro reconocido por el Vaticano el encontrar a un usuario de Facebook que comente sobre un tema con más información que un titular: ¿para qué leer el artículo entero? Y ya no digamos un libro o dos (y si estos no están en pdf, ni se diga). La necedad siempre ha existido, pero hoy en día se exacerba y además se esparce, se comparte, se retuitea y se likea, creando una especie de des-opinión general que es peligrosa, porque ahora encima resulta que las empresas y hasta los gobiernos se lo toman más enserio que a cualquier experto en el tema. La clave está en darse cuenta de que ni Facebook, ni Twitter, ni el internet en general son la mesa de tu casa, son espacios públicos en los que los comentarios tienen repercusión pública.

Me gusta cómo lo dice Chesterton: “un buen hombre debe amar el sinsentido, pero también debe ver el sinsentido: ver que no tiene sentido”. Básicamente, todos tenemos opiniones súbitas y tomamos postura frente a lo que ocurre a nuestro alrededor, cosa buena y loable, pero tenemos que saber reconocer que frente a cualquier tema del que no hayamos estudiado o no tengamos experiencia, nuestras opiniones no son más que reacciones súbitas y sin fundamento, y materia prima perfecta para confundirnos a nosotros mismos y a los demás si nos empeñamos en tomárnoslas en serio. Está bien jugar con una idea, tener hipótesis y divertirse con ellas, pero mantenernos alertas para no dejar que la idea juegue con nosotros.