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La limosnera de la 20 calle

Redacción
15 de julio, 2016

Vagando por las fantasmales líneas divisorias de los carriles, entre la 19 y la 20 calle de la zona 10, como alma en pena, se encuentra una mujer (una anciana, por su condición física) con “traje típico” que lleva un guacal celeste, desteñido y viejo, entre sus manos. Nadie sabe su nombre. Nadie sabe su historia. Lo único que se sabe es que lleva tantos años en esa cuadra que junto con las vallas publicitarias, las señales de tránsito y los desdichados árboles, ya forma parte del paisaje de una de las calles de la ciudad.
Cada carro que se acerca y frena en la señal de “alto” representa una oportunidad para llenar con algunos centavos su desdichado guacal. Se acerca siempre a paso lento pero decidido, con la misma cara de desdicha. Hace la misma actuación, que luego de practicarla por tantos años se ha convertido en rutina. Toca, asustada y esperanzada, la ventana del carro. Al pasajero y a la anciana los divide una puerta, que a la vez representa esa gran barrera social que se ha ido creando en una sociedad que margina. Con una mueca la señora pide dinero. Acto seguido, el pasajero elige una opción: decirle que no tiene nada para darle, hacerse el loco y subirle el volumen al radio, o acelerar para evitar que le pidan limosna. Todos hemos estado en la misma situación y todos hemos elegido alguna de las tres opciones.
Así pasan los carros. Pasan las horas. Pasan los días y pasan los años. Nadie sabe cuántas monedas han caído en aquel guacal, ni cuantas lágrimas ha derramado la pobre anciana, que para la desdicha de este país, no es ni será la única limosnera de la ciudad.
Un día, saliendo del trabajo, le hago honor a la rutina y paso por esa calle. Freno y me giro para ver si viene algún carro sobre la 20 calle y si es prudente atravesarme. De pronto veo a la anciana parada en la banqueta como de costumbre. Se acerca a pedirme un poco de limosna y no le doy nada (ayer le di las últimas monedas que quedaban en el carro). Se da una vuelta y comienza a caminar hacia el otro carro. Pero una duda me atormenta. Saco la cabeza por la ventana y le pregunto: “Disculpe seño, ¿cuál es su nombre?”. Se gira y se me queda viendo. Me dice algo, pero el auto de atrás me bocina para que me apure y no la escucho. “¿Cómo dijo?” le vuelvo a preguntar, pero la anciana ya se ha alejado bastante y el carro de atrás tiene prisa, así que acelero y me voy.
Al día siguiente paso por la misma calle, a la misma hora, decidido a preguntarle su nombre otra vez. Necesito saber cómo se llama. A lo mejor me cuenta su historia. Llego a la esquina y me asombro. Hay un agente de la PDH (lo reconozco por su imperdible chaleco azul) conversando con ella. Es la primera vez que la veo entablar una conversación. Decido no interrumpir y pienso “mañana será”. Acelero y me voy.
Pero el tercer día me vuelvo a sorprender. Paso por la cuadra y no la veo. Giro mi cabeza por todas partes, pero no hay rastro de ella. Lo mismo sucede el cuarto y el quinto día. La duda me consume. “¿Dónde está la señora?”, le pregunto al vendedor de rosas que pasa por ahí. “No sé vos, ya no la he visto”, me responde. Me quedo pensando por un momento, extrañado: “¿Qué le pasó a la anciana?”. Esa cuadra ha perdido parte de su paisaje. Siguen los árboles, siguen las vallas, siguen los carros y los comercios. Pero ya no está la anciana. Nunca supe su nombre, ni su historia. De pronto me bocinan. Acelero y me voy.

La limosnera de la 20 calle

Redacción
15 de julio, 2016

Vagando por las fantasmales líneas divisorias de los carriles, entre la 19 y la 20 calle de la zona 10, como alma en pena, se encuentra una mujer (una anciana, por su condición física) con “traje típico” que lleva un guacal celeste, desteñido y viejo, entre sus manos. Nadie sabe su nombre. Nadie sabe su historia. Lo único que se sabe es que lleva tantos años en esa cuadra que junto con las vallas publicitarias, las señales de tránsito y los desdichados árboles, ya forma parte del paisaje de una de las calles de la ciudad.
Cada carro que se acerca y frena en la señal de “alto” representa una oportunidad para llenar con algunos centavos su desdichado guacal. Se acerca siempre a paso lento pero decidido, con la misma cara de desdicha. Hace la misma actuación, que luego de practicarla por tantos años se ha convertido en rutina. Toca, asustada y esperanzada, la ventana del carro. Al pasajero y a la anciana los divide una puerta, que a la vez representa esa gran barrera social que se ha ido creando en una sociedad que margina. Con una mueca la señora pide dinero. Acto seguido, el pasajero elige una opción: decirle que no tiene nada para darle, hacerse el loco y subirle el volumen al radio, o acelerar para evitar que le pidan limosna. Todos hemos estado en la misma situación y todos hemos elegido alguna de las tres opciones.
Así pasan los carros. Pasan las horas. Pasan los días y pasan los años. Nadie sabe cuántas monedas han caído en aquel guacal, ni cuantas lágrimas ha derramado la pobre anciana, que para la desdicha de este país, no es ni será la única limosnera de la ciudad.
Un día, saliendo del trabajo, le hago honor a la rutina y paso por esa calle. Freno y me giro para ver si viene algún carro sobre la 20 calle y si es prudente atravesarme. De pronto veo a la anciana parada en la banqueta como de costumbre. Se acerca a pedirme un poco de limosna y no le doy nada (ayer le di las últimas monedas que quedaban en el carro). Se da una vuelta y comienza a caminar hacia el otro carro. Pero una duda me atormenta. Saco la cabeza por la ventana y le pregunto: “Disculpe seño, ¿cuál es su nombre?”. Se gira y se me queda viendo. Me dice algo, pero el auto de atrás me bocina para que me apure y no la escucho. “¿Cómo dijo?” le vuelvo a preguntar, pero la anciana ya se ha alejado bastante y el carro de atrás tiene prisa, así que acelero y me voy.
Al día siguiente paso por la misma calle, a la misma hora, decidido a preguntarle su nombre otra vez. Necesito saber cómo se llama. A lo mejor me cuenta su historia. Llego a la esquina y me asombro. Hay un agente de la PDH (lo reconozco por su imperdible chaleco azul) conversando con ella. Es la primera vez que la veo entablar una conversación. Decido no interrumpir y pienso “mañana será”. Acelero y me voy.
Pero el tercer día me vuelvo a sorprender. Paso por la cuadra y no la veo. Giro mi cabeza por todas partes, pero no hay rastro de ella. Lo mismo sucede el cuarto y el quinto día. La duda me consume. “¿Dónde está la señora?”, le pregunto al vendedor de rosas que pasa por ahí. “No sé vos, ya no la he visto”, me responde. Me quedo pensando por un momento, extrañado: “¿Qué le pasó a la anciana?”. Esa cuadra ha perdido parte de su paisaje. Siguen los árboles, siguen las vallas, siguen los carros y los comercios. Pero ya no está la anciana. Nunca supe su nombre, ni su historia. De pronto me bocinan. Acelero y me voy.