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Una de chapines, guanacos y catrachos

Redacción
20 de septiembre, 2016

Por Luis Garran

La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un congreso universitario junto a estudiantes salvadoreños, hondureños y, cómo no, guatemaltecos. Entre charlas magistrales y partidos de fútbol convivimos con nuestros hermanos centroamericanos, pero más allá de las horas transcurridas en el salón principal, y de los goles en lo que para muchos parecía un partido de Champions League, me quedo con los relatos de jóvenes como yo que, aunque están más allá de nuestras fronteras, tienen las mismas esperanzas, preocupaciones y aspiraciones, porque nuestros países no son tan diferentes.
La violencia, la pobreza y la corrupción frecuentan las portadas de los periódicos locales, pero no solo aquí, no, también lo hacen en Honduras y El Salvador. Aunque esa tripleta parezca más letal que la MSN barcelonista (perdón por la comparación tan fuera de escala) hay un problema que se sobrepone a todos ellos: que nos hemos centrado en números de efímera estancia en nuestra mente y nos olvidamos de la gente que hay detrás de ellos (¿o será mejor decir “sobre ellos”? Cuestión de prioridades…).
Uno de los conferencistas en ese congreso dijo que el principal producto de exportación de Centroamérica es su gente. ¿Es esto malo? No debería serlo, porque la calidad de una nación se puede medir perfectamente en la calidad de su gente. Cuando un europeo visita Guatemala suele quedarse, como principal recuerdo del viaje, con la amabilidad y calidez con las que la gente le trata. Si la razón de tener a nuestra gente como producto de exportación fuera la de mejorar la calidad de vida de los habitantes de otros países, seríamos una potencia mundial envidiada por el resto de naciones. Pero ese no es el caso.
Un millón 250 mil salvadoreños, 900 mil guatemaltecos y otro número bastante elevado de hondureños viven actualmente en Estados Unidos. Es verdad, nuestros países los enviaron para allá, pero no por la puerta grande y de la mano, sino a empujones y por la puerta vieja del jardín trasero. Nuestro principal producto de exportación llega a la potencia norteamericana, pero no para hacer un poquito mejor la vida de esas personas, sino para evitar que la suya sea bastante peor.
Mis compañeros del congreso jamás se han planteado hacer ilegalmente el viaje hacia el norte; posiblemente ya hayan visitado EE.UU., solo que a través de aerolíneas mexicanas o colombianas y hospedándose en buenos hoteles. Todos ellos están en la universidad y viven en buenos barrios de San Salvador, Tegucigalpa o Ciudad de Guatemala. El pan de cada día (o la tortilla, para que suene más autóctono) jamás les ha sido negado. ¿Eso les hace menos sensibles ante los problemas reales de este que llaman Triángulo Norte? Si así es, habrán fallado, no, HABREMOS fallado.
Intercambiar experiencias, opiniones y visiones hizo que me diera cuenta de que nuestra generación tiene claros los problemas, vislumbra las soluciones pero no acierta a dar con la tecla correcta. Si fallamos en lo mismo, ¿no nos acercaríamos más a la solución jugando juntos?
Rencores fronterizos y envidias vecinales no han hecho sino achiquitar aquellos números efímeros de los que hablaba antes, y el rostro humano, ese que pude ser de un chapín diciendo “fíjese que…”, de un guanaco gritando “¡ah puuuuuya!” o de un catracho que cambia las eses por jotas se diluye en gotas de tinta que caen sobre papel periódico.
El pasado político nos une, pero también las fiestas, algunas costumbres, la gastronomía y la calidad de la gente, esa que es nuestro principal producto de exportación. No nos olvidemos de que tenderle una mano a un viejo amigo puede servir de impulso para que demos el siguiente paso de forma acertada.
Recientemente se ha hablado bastante del “Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte” como un nuevo punto de unión, pero ese es un tema aparte…

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo

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La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un congreso universitario junto a estudiantes salvadoreños, hondureños y, cómo no, guatemaltecos. Entre charlas magistrales y partidos de fútbol convivimos con nuestros hermanos centroamericanos, pero más allá de las horas transcurridas en el salón principal, y de los goles en lo que para muchos parecía un partido de Champions League, me quedo con los relatos de jóvenes como yo que, aunque están más allá de nuestras fronteras, tienen las mismas esperanzas, preocupaciones y aspiraciones, porque nuestros países no son tan diferentes.
La violencia, la pobreza y la corrupción frecuentan las portadas de los periódicos locales, pero no solo aquí, no, también lo hacen en Honduras y El Salvador. Aunque esa tripleta parezca más letal que la MSN barcelonista (perdón por la comparación tan fuera de escala) hay un problema que se sobrepone a todos ellos: que nos hemos centrado en números de efímera estancia en nuestra mente y nos olvidamos de la gente que hay detrás de ellos (¿o será mejor decir “sobre ellos”? Cuestión de prioridades…).
Uno de los conferencistas en ese congreso dijo que el principal producto de exportación de Centroamérica es su gente. ¿Es esto malo? No debería serlo, porque la calidad de una nación se puede medir perfectamente en la calidad de su gente. Cuando un europeo visita Guatemala suele quedarse, como principal recuerdo del viaje, con la amabilidad y calidez con las que la gente le trata. Si la razón de tener a nuestra gente como producto de exportación fuera la de mejorar la calidad de vida de los habitantes de otros países, seríamos una potencia mundial envidiada por el resto de naciones. Pero ese no es el caso.
Un millón 250 mil salvadoreños, 900 mil guatemaltecos y otro número bastante elevado de hondureños viven actualmente en Estados Unidos. Es verdad, nuestros países los enviaron para allá, pero no por la puerta grande y de la mano, sino a empujones y por la puerta vieja del jardín trasero. Nuestro principal producto de exportación llega a la potencia norteamericana, pero no para hacer un poquito mejor la vida de esas personas, sino para evitar que la suya sea bastante peor.
Mis compañeros del congreso jamás se han planteado hacer ilegalmente el viaje hacia el norte; posiblemente ya hayan visitado EE.UU., solo que a través de aerolíneas mexicanas o colombianas y hospedándose en buenos hoteles. Todos ellos están en la universidad y viven en buenos barrios de San Salvador, Tegucigalpa o Ciudad de Guatemala. El pan de cada día (o la tortilla, para que suene más autóctono) jamás les ha sido negado. ¿Eso les hace menos sensibles ante los problemas reales de este que llaman Triángulo Norte? Si así es, habrán fallado, no, HABREMOS fallado.
Intercambiar experiencias, opiniones y visiones hizo que me diera cuenta de que nuestra generación tiene claros los problemas, vislumbra las soluciones pero no acierta a dar con la tecla correcta. Si fallamos en lo mismo, ¿no nos acercaríamos más a la solución jugando juntos?
Rencores fronterizos y envidias vecinales no han hecho sino achiquitar aquellos números efímeros de los que hablaba antes, y el rostro humano, ese que pude ser de un chapín diciendo “fíjese que…”, de un guanaco gritando “¡ah puuuuuya!” o de un catracho que cambia las eses por jotas se diluye en gotas de tinta que caen sobre papel periódico.
El pasado político nos une, pero también las fiestas, algunas costumbres, la gastronomía y la calidad de la gente, esa que es nuestro principal producto de exportación. No nos olvidemos de que tenderle una mano a un viejo amigo puede servir de impulso para que demos el siguiente paso de forma acertada.
Recientemente se ha hablado bastante del “Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte” como un nuevo punto de unión, pero ese es un tema aparte…

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