Política
Política
Empresa
Empresa
Investigación y Análisis
Investigación y Análisis
Internacional
Internacional
Opinión
Opinión
Inmobiliaria
Inmobiliaria
Agenda Empresarial
Agenda Empresarial

Los niños bacheros de Chiquimulilla

Redacción
29 de octubre, 2016

Voy camino a Chiquimulilla. Extasiado por los paisajes (que parece que nunca cambiaran en el país de la eterna primavera) y envuelto en una plática muy interesante con los demás pasajeros del pickup. De pronto, comenzamos a recorrer la peor calle (si es que se le puede llamar así) que he visto. Y para mi sorpresa de los lados salen como fantasmas o almas en pena, todo tipo de niños cubiertos de tierra. Sucios y tristes. “Son los niños bacheros”, me dice el piloto con toda tranquilidad.
No es primera vez que los veo. Recuerdo que la mayoría de veces que he ido a Atitlán, los he visto. Pero nunca los había observado. Esta vez, camino a Chiquimullia, los estaba viendo detenidamente y memorizando cada aspecto, cada rasgo y cada característica de aquellos seres. Son personas. Son guatemaltecos. Son niños. Pero tienen un aspecto terrorífico (y lo digo con todo respeto). Están cubiertos de tierra de pies a cabeza. Tienen un rostro que mezcla tristeza, cansancio y desesperación. Los hay de todas edades. Desde niños de unos tres años hasta adolescentes. Todos al lado y en medio de la calle principal con altas probabilidades de ser atropellados, secuestrados, golpeados y quien sabe que más.
Los niños están muy sucios puesto que se dedican a rellenar la infinidad de hoyos que tiene la “carretera” que conduce a Chiquimulilla. Su trabajo es hacer lo que la Municipalidad corrupta no quiere. Y llevan años haciéndolo. Nadie les ha pedido que lo hagan. Nadie les paga tampoco. Ellos mismos piden limosna a todos los carros que pasan. No pierden ni una oportunidad. Cuando se aproxima cualquier automóvil, todos levantan sus manitas al mismo tiempo, haciendo una seña con sus manos y pidiendo dinero a gritos. En la otra mano sostienen sus materiales de bacheo: una pala, una piocha o un machete. Así es, niños de 7 años con una pala que mide lo mismo que ellos, rellenando con tierra los agujeros de una calle que es el monumento a la pobreza, miseria e indiferencia que prevalece en este país.
“Yo nunca les doy dinero”, me dice el conductor de repente. “¿Y por qué?”, le pregunto sin dejarlos de ver. “No es por ser malo”, me responde, “pero considero que al darles dinero contribuyo con ese trabajo infantil y con seguirlos exponiendo a los peligros de estar allí”. No lo había pensado así, pero le doy toda la razón. Es cierto. Lamentable, pero cierto.
Llegamos a Chiquimulilla, hacemos lo que tenemos que hacer y vamos de regreso. En el camino de vuelta procuro fijarme más en los niños bacheros. Pasamos por el camino repleto de hoyos y de pronto comenzamos a ver que algunos de los que tenían tierra, están vacíos. Ya no hay niños bacheros alrededor. “¿Y los hoyos? ¿Por qué están sin tierra?”, pregunto ingenuamente. El conductor se ríe y me mira: “¿Y que creías? ¿Qué los iban a dejar así? Esos hoyos los vacían los mismos niños al final del día. De lo contrario, mañana no hay trabajo ni monedas”.
Y así, nuevamente, me golpea la realidad de mi país. La realidad de esa eterna primavera que esconde entre sus preciosas montañas verdes una calle destrozada, que es la fuente de ingresos para unos niños que dependen de su destrucción para construir, como diablos puedan, sus vidas.

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo

Los niños bacheros de Chiquimulilla

Redacción
29 de octubre, 2016

Voy camino a Chiquimulilla. Extasiado por los paisajes (que parece que nunca cambiaran en el país de la eterna primavera) y envuelto en una plática muy interesante con los demás pasajeros del pickup. De pronto, comenzamos a recorrer la peor calle (si es que se le puede llamar así) que he visto. Y para mi sorpresa de los lados salen como fantasmas o almas en pena, todo tipo de niños cubiertos de tierra. Sucios y tristes. “Son los niños bacheros”, me dice el piloto con toda tranquilidad.
No es primera vez que los veo. Recuerdo que la mayoría de veces que he ido a Atitlán, los he visto. Pero nunca los había observado. Esta vez, camino a Chiquimullia, los estaba viendo detenidamente y memorizando cada aspecto, cada rasgo y cada característica de aquellos seres. Son personas. Son guatemaltecos. Son niños. Pero tienen un aspecto terrorífico (y lo digo con todo respeto). Están cubiertos de tierra de pies a cabeza. Tienen un rostro que mezcla tristeza, cansancio y desesperación. Los hay de todas edades. Desde niños de unos tres años hasta adolescentes. Todos al lado y en medio de la calle principal con altas probabilidades de ser atropellados, secuestrados, golpeados y quien sabe que más.
Los niños están muy sucios puesto que se dedican a rellenar la infinidad de hoyos que tiene la “carretera” que conduce a Chiquimulilla. Su trabajo es hacer lo que la Municipalidad corrupta no quiere. Y llevan años haciéndolo. Nadie les ha pedido que lo hagan. Nadie les paga tampoco. Ellos mismos piden limosna a todos los carros que pasan. No pierden ni una oportunidad. Cuando se aproxima cualquier automóvil, todos levantan sus manitas al mismo tiempo, haciendo una seña con sus manos y pidiendo dinero a gritos. En la otra mano sostienen sus materiales de bacheo: una pala, una piocha o un machete. Así es, niños de 7 años con una pala que mide lo mismo que ellos, rellenando con tierra los agujeros de una calle que es el monumento a la pobreza, miseria e indiferencia que prevalece en este país.
“Yo nunca les doy dinero”, me dice el conductor de repente. “¿Y por qué?”, le pregunto sin dejarlos de ver. “No es por ser malo”, me responde, “pero considero que al darles dinero contribuyo con ese trabajo infantil y con seguirlos exponiendo a los peligros de estar allí”. No lo había pensado así, pero le doy toda la razón. Es cierto. Lamentable, pero cierto.
Llegamos a Chiquimulilla, hacemos lo que tenemos que hacer y vamos de regreso. En el camino de vuelta procuro fijarme más en los niños bacheros. Pasamos por el camino repleto de hoyos y de pronto comenzamos a ver que algunos de los que tenían tierra, están vacíos. Ya no hay niños bacheros alrededor. “¿Y los hoyos? ¿Por qué están sin tierra?”, pregunto ingenuamente. El conductor se ríe y me mira: “¿Y que creías? ¿Qué los iban a dejar así? Esos hoyos los vacían los mismos niños al final del día. De lo contrario, mañana no hay trabajo ni monedas”.
Y así, nuevamente, me golpea la realidad de mi país. La realidad de esa eterna primavera que esconde entre sus preciosas montañas verdes una calle destrozada, que es la fuente de ingresos para unos niños que dependen de su destrucción para construir, como diablos puedan, sus vidas.

República.gt es ajena a la opinión expresada en este artículo