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Crónicas de Roma (segunda parte)

Redacción
03 de diciembre, 2016

Las plazas, los mercados, las ruinas, los museos, las vías, el ambiente, las Iglesias, la gente, la historia…y el metro. Dedicaré esta columna a esa pieza clave de Roma…y del mundo.

REFLEXIONES DE METRO
El metro, esa caja de metal que transporta a miles de personas día tras día, es para algunos solamente un medio de transporte. El metro de Roma puede parecerse al de cualquier mega ciudad. Está infestado de personas, lleno de grafiti y suciedad. Es oscuro, frío y hasta cierto punto tenebroso. Jamás ha olido ni olerá bien. Por eso el metro, para algunos, es solo un lugar de paso.
Pero para otros, como para mi, el metro es mucho más. Es una novedad, porque en Guatemala no hay ni habrá por muchos años. Es una señal de desarrollo y progreso, y es (para quienes nos creemos escritores) una inmensa biblioteca de historias, tan diversas como interesantes. Sus paredes han visto delincuentes, artistas, enamorados y han sido testigos de novelas basadas en la vida real.
Pero más que un cuenta cuentos, el metro también es un maestro. Y es que en las semanas que he vivido en la ciudad eterna, este no ha hecho más que enseñarme una infinidad de cosas.
Paso en el metro un aproximado de 80 minutos diarios. Vivo al sur, en el rincón más alejado de la ciudad y trabajo al norte. Muy lejos, incluso hasta en otro “país” (si, en el Vaticano). 80 minutos diarios por cinco días a la semana (de lunes a viernes) es un total de 400 minutos semanales. Todos los días paso por 17 estaciones que podría recitar de memoria. No soy un experto, pero me atrevería a decir que he visto y experimentado mucho en esa caja de metal. Y nunca me he aburrido y hasta me he encariñado con ella.
El metro es el espacio en donde conviven negros y blancos, musulmanes y cristianos, vagabundos y millonarios, niños y ancianos, turistas y residentes, idiotas y cultos, homosexuales y heterosexuales, sacerdotes y ateos, feministas y machistas, liberales y conservadores, socialistas y capitalistas. Esta caja los mezcla a todos, sin distinción alguna. Y nadie se queja. Es más, hay quienes ni cuenta se han dado de la diversidad que alberga un solo vagón. Y es que el metro, más que un transporte, es el símbolo de la unidad humana. ¿Por qué? Porque en ese momento en que vas apretado, de pie, sin espacio personal e incómodo, lo que menos te importa es la postura económica del obeso que está aplastándote. Jamás te pones a pensar en la religión que profesa la señora que está sentada en la esquina. Y el color de piel del de al lado te vale. Lo único que quieres es llegar a tu destino. Nada más. No importa con quienes llegues, lo importante es llegar. Y esa es la lección del metro: no hay frontera (racial, ideológica, social, religiosa, política o económica) que resista una meta común. El sacerdote y el ateo llegarán juntos a la siguiente estación, porque eso es lo que quieren los dos.
Por eso ojalá y fuésemos por la vida como cuando vamos por el metro. Ojalá no nos importara tanto la raza, el sexo, tendencias, ideologías y religiones. Estando en el metro nos damos cuenta que lo que en realidad importa es tener claro hacia dónde queremos ir. Las ideas, prácticas y posturas que tengamos nos competen a nosotros, y quizá a un circulo muy cercano. Pero a nadie más. Lo que tenemos dentro es nuestro y gastar tiempo y recursos en querer cambiar a la fuerza el interior de alguien más, es una tarea inútil. Somos libres (hablo de libertad y no libertinaje, que quede claro) y lo que tenemos son los sentidos y la inteligencia para cuestionarnos, y el ejemplo para darnos a conocer. Pero también somos únicos, porque eso que nos hace únicos es aquello que nos hace distintos y esa (la diversidad) es la belleza que jamás debería esconder el ser humano.
Todo se resume a ese momento; esos minutos en los que estamos encapsulados en una caja de metal. Ahí esta la humanidad, en un rectángulo que encierra una realidad utópica. Nos dura unos minutos, no más…pero vaya que nos da una lección. Y es que, al fin y al cabo, todo lo que queremos es llegar; llegar a la siguiente estación, o llegar a nuestro destino final.

Republicagt es ajena a la opinión expresada en este artículo

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03 de diciembre, 2016

Las plazas, los mercados, las ruinas, los museos, las vías, el ambiente, las Iglesias, la gente, la historia…y el metro. Dedicaré esta columna a esa pieza clave de Roma…y del mundo.

REFLEXIONES DE METRO
El metro, esa caja de metal que transporta a miles de personas día tras día, es para algunos solamente un medio de transporte. El metro de Roma puede parecerse al de cualquier mega ciudad. Está infestado de personas, lleno de grafiti y suciedad. Es oscuro, frío y hasta cierto punto tenebroso. Jamás ha olido ni olerá bien. Por eso el metro, para algunos, es solo un lugar de paso.
Pero para otros, como para mi, el metro es mucho más. Es una novedad, porque en Guatemala no hay ni habrá por muchos años. Es una señal de desarrollo y progreso, y es (para quienes nos creemos escritores) una inmensa biblioteca de historias, tan diversas como interesantes. Sus paredes han visto delincuentes, artistas, enamorados y han sido testigos de novelas basadas en la vida real.
Pero más que un cuenta cuentos, el metro también es un maestro. Y es que en las semanas que he vivido en la ciudad eterna, este no ha hecho más que enseñarme una infinidad de cosas.
Paso en el metro un aproximado de 80 minutos diarios. Vivo al sur, en el rincón más alejado de la ciudad y trabajo al norte. Muy lejos, incluso hasta en otro “país” (si, en el Vaticano). 80 minutos diarios por cinco días a la semana (de lunes a viernes) es un total de 400 minutos semanales. Todos los días paso por 17 estaciones que podría recitar de memoria. No soy un experto, pero me atrevería a decir que he visto y experimentado mucho en esa caja de metal. Y nunca me he aburrido y hasta me he encariñado con ella.
El metro es el espacio en donde conviven negros y blancos, musulmanes y cristianos, vagabundos y millonarios, niños y ancianos, turistas y residentes, idiotas y cultos, homosexuales y heterosexuales, sacerdotes y ateos, feministas y machistas, liberales y conservadores, socialistas y capitalistas. Esta caja los mezcla a todos, sin distinción alguna. Y nadie se queja. Es más, hay quienes ni cuenta se han dado de la diversidad que alberga un solo vagón. Y es que el metro, más que un transporte, es el símbolo de la unidad humana. ¿Por qué? Porque en ese momento en que vas apretado, de pie, sin espacio personal e incómodo, lo que menos te importa es la postura económica del obeso que está aplastándote. Jamás te pones a pensar en la religión que profesa la señora que está sentada en la esquina. Y el color de piel del de al lado te vale. Lo único que quieres es llegar a tu destino. Nada más. No importa con quienes llegues, lo importante es llegar. Y esa es la lección del metro: no hay frontera (racial, ideológica, social, religiosa, política o económica) que resista una meta común. El sacerdote y el ateo llegarán juntos a la siguiente estación, porque eso es lo que quieren los dos.
Por eso ojalá y fuésemos por la vida como cuando vamos por el metro. Ojalá no nos importara tanto la raza, el sexo, tendencias, ideologías y religiones. Estando en el metro nos damos cuenta que lo que en realidad importa es tener claro hacia dónde queremos ir. Las ideas, prácticas y posturas que tengamos nos competen a nosotros, y quizá a un circulo muy cercano. Pero a nadie más. Lo que tenemos dentro es nuestro y gastar tiempo y recursos en querer cambiar a la fuerza el interior de alguien más, es una tarea inútil. Somos libres (hablo de libertad y no libertinaje, que quede claro) y lo que tenemos son los sentidos y la inteligencia para cuestionarnos, y el ejemplo para darnos a conocer. Pero también somos únicos, porque eso que nos hace únicos es aquello que nos hace distintos y esa (la diversidad) es la belleza que jamás debería esconder el ser humano.
Todo se resume a ese momento; esos minutos en los que estamos encapsulados en una caja de metal. Ahí esta la humanidad, en un rectángulo que encierra una realidad utópica. Nos dura unos minutos, no más…pero vaya que nos da una lección. Y es que, al fin y al cabo, todo lo que queremos es llegar; llegar a la siguiente estación, o llegar a nuestro destino final.

Republicagt es ajena a la opinión expresada en este artículo

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