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Soledad fecunda

Carmen Camey
07 de marzo, 2017

Se puede vivir de dos maneras. Una de las maneras es fácil y ligera, implica vivir la vida por encima, sobrevolándola, sin hacerse demasiadas preguntas, planeando sobre los interiores y los misterios, echándose el pelo hacia atrás y sonriendo con indiferencia ante lo que no es posible comprender. La otra manera implica sumergirse en la vida, no con los ojos cerrados como en el mar, sino con los ojos bien abiertos para querer ver más, para intentar comprender algo de lo que ocurre en este mundo que se nos ha dado. Implica hacerse preguntas, muchas de ellas sin respuesta, implica buscar las respuestas por encima de todo, aun cuando no vayamos a encontrarlas, implica ahondar a pesar del cansancio. Ninguna asegura la felicidad,  normalmente uno se pregunta si debo vivir de este modo o de otro porque quiero saber cuál me hará más feliz. Pero no en esta disyuntiva, las alternativa no tienen que ver con la felicidad sino con la profundidad. Se puede ser feliz viviendo superficialmente o profundamente, se puede estar bien de las dos maneras, y aún así parece que la encrucijada se nos presenta clara por razones incomprensibles, no podemos decir que no a la verdad.

Esta segunda manera de vivir, en caso de que decidamos elegirla, viene con un buen párrafo en letra pequeña. No es más fácil, de hecho en ocasiones puede complicarnos la existencia. La alternativa por la vida profunda lleva consigo la necesidad de ver más que los demás, de captar más, de entender mejor, y también de comprenderse mejor, de entenderse mejor. Eso solo puede hacerse a través del choque con uno mismo, del enfrentamiento con nuestro yo profundo, y eso solo puede hacerse en soledad.

Si queremos conocer el verdadero amor, la amistad, la felicidad profunda y a nuestro yo íntimo, tenemos que ser capaces de ver de frente hacia nuestra propia alma. Tenemos que ser capaces de cerrar los oídos al ruido de los demás, al ruido agradable y reconfortante de la compañía y adentrarnos en los momentos de soledad para encontrarnos con nosotros mismos. Esto no es fácil, y por lo general da miedo, pero es la única manera de encontrarnos con nuestra propia compañía y de descubrir que la soledad puede ser una fuente fértil e inagotable, de donde obtengamos la fuerza para luego volver a los demás. Dice Hannah Arendt que “la experiencia fundamental del yo pensante está contenida en las líneas de Catón el Viejo dice que  cuando no hago nada es cuando más activo estoy; y cuando estoy enteramente a solas conmigo mismo es cuando menos solo estoy”. La soledad nos obliga a buscar dentro de nosotros, a ignorar los quédiranes y los likes, y a darnos a la tarea de conocer a la única persona de la que no podremos librarnos durante toda nuestra vida: nosotros mismos.

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Aprender a apreciar la soledad, la soledad que no aísla sino que se vuelve fecunda, es absolutamente necesario para el hombre que quiere vivir la vida del espíritu, para el hombre que quiere comprender.  Lo expresan muy bien las palabras de Rilke al joven poeta: “Por eso, querido señor, ame su soledad, soporte el dolor que le ocasiona; y que el son de su queja sea bello. Pues los que están cerca de usted están lejos, dice; y esto demuestra que se forma un ámbito en torno de usted. Y si su cercanía es lejana, entonces su ámbito ya linda con las estrellas y es casi infinito; regocíjese de su adelanto, en el cual, claro es, no puede llevar consigo a nadie, y sea bueno con los que se rezagan, y esté seguro usted y tranquilo ante ellos, y no los atormente con sus dudas y no los intimide con su confianza o su gozo que no podrían comprender. Procure cierto modo de comunión sencilla y leal con ellos, comunión que no debe cambiar necesariamente aun cuando usted mismo experimente sucesivas transformaciones; ame en ellos la vida bajo una forma extraña y sea indulgente con los hombres que envejecen, pues temen la soledad en que usted confía. (…)

Pero su soledad, aun en medio de muy inusitadas condiciones, le será sostén y hogar; y desde ella encontrará usted todos sus caminos”.

Al final de la vida (y al principio y en el medio) estamos solos, acompañados por otras almas, pero solos con nosotros mismos. Lo dice bien este soneto de Unamuno:

La vida es soledad, sola naciste

y sola morirás, sola so tierra

sentirás sobre ti la queja triste de otra alma

que en el yermo sola yerra,

que al valle del dolor sola viniste

a recabar tu soledad con guerra

Esto no es motivo de miedo sino de oportunidad, de aprender a aprovechar esos escasos momentos en los que podemos encontrarnos con nosotros mismos y examinar si estamos viviendo como queremos vivir, de conocer quiénes somos en realidad y de moldear esa identidad en una persona a la que no nos dé miedo mirar a la cara.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Soledad fecunda

Carmen Camey
07 de marzo, 2017

Se puede vivir de dos maneras. Una de las maneras es fácil y ligera, implica vivir la vida por encima, sobrevolándola, sin hacerse demasiadas preguntas, planeando sobre los interiores y los misterios, echándose el pelo hacia atrás y sonriendo con indiferencia ante lo que no es posible comprender. La otra manera implica sumergirse en la vida, no con los ojos cerrados como en el mar, sino con los ojos bien abiertos para querer ver más, para intentar comprender algo de lo que ocurre en este mundo que se nos ha dado. Implica hacerse preguntas, muchas de ellas sin respuesta, implica buscar las respuestas por encima de todo, aun cuando no vayamos a encontrarlas, implica ahondar a pesar del cansancio. Ninguna asegura la felicidad,  normalmente uno se pregunta si debo vivir de este modo o de otro porque quiero saber cuál me hará más feliz. Pero no en esta disyuntiva, las alternativa no tienen que ver con la felicidad sino con la profundidad. Se puede ser feliz viviendo superficialmente o profundamente, se puede estar bien de las dos maneras, y aún así parece que la encrucijada se nos presenta clara por razones incomprensibles, no podemos decir que no a la verdad.

Esta segunda manera de vivir, en caso de que decidamos elegirla, viene con un buen párrafo en letra pequeña. No es más fácil, de hecho en ocasiones puede complicarnos la existencia. La alternativa por la vida profunda lleva consigo la necesidad de ver más que los demás, de captar más, de entender mejor, y también de comprenderse mejor, de entenderse mejor. Eso solo puede hacerse a través del choque con uno mismo, del enfrentamiento con nuestro yo profundo, y eso solo puede hacerse en soledad.

Si queremos conocer el verdadero amor, la amistad, la felicidad profunda y a nuestro yo íntimo, tenemos que ser capaces de ver de frente hacia nuestra propia alma. Tenemos que ser capaces de cerrar los oídos al ruido de los demás, al ruido agradable y reconfortante de la compañía y adentrarnos en los momentos de soledad para encontrarnos con nosotros mismos. Esto no es fácil, y por lo general da miedo, pero es la única manera de encontrarnos con nuestra propia compañía y de descubrir que la soledad puede ser una fuente fértil e inagotable, de donde obtengamos la fuerza para luego volver a los demás. Dice Hannah Arendt que “la experiencia fundamental del yo pensante está contenida en las líneas de Catón el Viejo dice que  cuando no hago nada es cuando más activo estoy; y cuando estoy enteramente a solas conmigo mismo es cuando menos solo estoy”. La soledad nos obliga a buscar dentro de nosotros, a ignorar los quédiranes y los likes, y a darnos a la tarea de conocer a la única persona de la que no podremos librarnos durante toda nuestra vida: nosotros mismos.

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Aprender a apreciar la soledad, la soledad que no aísla sino que se vuelve fecunda, es absolutamente necesario para el hombre que quiere vivir la vida del espíritu, para el hombre que quiere comprender.  Lo expresan muy bien las palabras de Rilke al joven poeta: “Por eso, querido señor, ame su soledad, soporte el dolor que le ocasiona; y que el son de su queja sea bello. Pues los que están cerca de usted están lejos, dice; y esto demuestra que se forma un ámbito en torno de usted. Y si su cercanía es lejana, entonces su ámbito ya linda con las estrellas y es casi infinito; regocíjese de su adelanto, en el cual, claro es, no puede llevar consigo a nadie, y sea bueno con los que se rezagan, y esté seguro usted y tranquilo ante ellos, y no los atormente con sus dudas y no los intimide con su confianza o su gozo que no podrían comprender. Procure cierto modo de comunión sencilla y leal con ellos, comunión que no debe cambiar necesariamente aun cuando usted mismo experimente sucesivas transformaciones; ame en ellos la vida bajo una forma extraña y sea indulgente con los hombres que envejecen, pues temen la soledad en que usted confía. (…)

Pero su soledad, aun en medio de muy inusitadas condiciones, le será sostén y hogar; y desde ella encontrará usted todos sus caminos”.

Al final de la vida (y al principio y en el medio) estamos solos, acompañados por otras almas, pero solos con nosotros mismos. Lo dice bien este soneto de Unamuno:

La vida es soledad, sola naciste

y sola morirás, sola so tierra

sentirás sobre ti la queja triste de otra alma

que en el yermo sola yerra,

que al valle del dolor sola viniste

a recabar tu soledad con guerra

Esto no es motivo de miedo sino de oportunidad, de aprender a aprovechar esos escasos momentos en los que podemos encontrarnos con nosotros mismos y examinar si estamos viviendo como queremos vivir, de conocer quiénes somos en realidad y de moldear esa identidad en una persona a la que no nos dé miedo mirar a la cara.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo