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Crónica de un CA-4: volumen 2

Luis Felipe Garrán
21 de abril, 2017

Quizá Dios nos amparó, pero los agentes de Aduana y Migración son de otro pueblo. Hace una semana comenzaba la narración (https://republica.gt/2017/04/cronica-de-un-ca-4-volumen-1/) de mi odisea personal cruzando por tierra los países miembros del CA-4. Aunque los caminos guatemaltecos sean como una luna de la que el toro de Joselito no se enamoraría, cruzando la frontera está, a juzgar por la temperatura, la mismísima región de Mordor. Haría falta un “billete de dólar para gobernarlos a todos”.

Highway to hell

Cruzar a El Salvador es sencillo; a diferencia del resto de fronteras, el sistema entre Valle Nuevo y Las Chinamas está unificado. Te bajas solo una vez del carro, aprovechando que por una vez en la vida no hace calor en el país vecino (claro, no son ni las 8 de la mañana).

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Los amortiguadores vuelven a disfrutar, pero aunque el asfalto está considerablemente bien, resulta ser un claro reflejo de qué ha sido de la política salvadoreña en los últimos años. Hacia el inicio de la década circular por las autopistas guanacas (sí, autopistas, no carreteras) era un lujo total para cualquier centroamericano. La inversión en infraestructura vial era impresionante, y su quintaesencia era la circunvalación de San Salvador, con la que puedes cruzar el país de punta a punta sin pisar la atascada capital. Los parches y desniveles dejan ver que el trabajo de los médicos fue hecho por maquillistas, y que ahora necesitan a un cirujano plástico.

Pero más allá de todo eso, El Salvador es alegría pura (no “Pura vida”, que eso es más del sur). Encontrar un pedazo de tierra sin una persona sobre él es casi tan complicado como divisar a Wally, o Waldo, dentro de una multitud de hinchas del Atlético de Madrid.

La pobreza se respira en todas partes, y se escucha al compás del crujido de la lámina bajo el sol. Los postes aún conservan pintadas de partidos políticos; pintadas que (como bien se ha encargado mi hermana de recordarme en otras ocasiones al ir contando cada uno de los postes que veía) no son, ni de cerca, de los comicios de 2015. Dos de sus expresidentes se enfrentan a la ley; uno por “SACAr” dinero de la contabilidad pública, el otro por un “FUNESto” manejo de transacciones personales mezcladas con estatales. Aún con todo eso, y con que son uno de los países más peligrosos del mundo, la sonrisa de la gente refleja una realidad bien distinta.

La curva de esas sonrisas se fue diluyendo a medida que las curvas de la carretera incrementaban al son de los australianos AC/DC y su “Highway to Hell” (carretera al infierno). Al frente, alguno de los círculos de Dante, o quizá una mezcla de todos ellos, bajo una sombra de cielo falso. Con un “Hey, Satan, Payin’ my dues” (Hola, Satán, estoy pagando mis deudas) le pedimos al de Migración que revisara nuestros pasaportes antes de meter a su oficina, por una módica mordida, a otro viajero que se creía rey en esa tierra de pecados protegida por una legión de tramitadores ilegales, muchos de ellos a tope de goma. En este pueblo, el “antisistema” es el que carga con la media hora de fila a treinta y tantos grados centígrados para conseguir un sello que luego no será revisado.

Mis huellas dactilares volvieron a quedar registradas a mi entrada en Honduras. La foto ya no me hicieron repetirla, como en alguna ocasión anterior. El rótulo de El Amatillo pasó del parabrisas al retrovisor, y lo que teníamos enfrente no se llama Arizona solo porque ese nombre ya había sido tomado por los españoles que conquistaron Norteamérica.

El casete de mi mente cambió de Bon Scott a Ennio Morricone, los anuncios de precios en dólares a lempiras y el sueño del madrugón se transformó en hambre. Aún faltaban dos países.

República es ajena a la opinión expresada en este articulo

Crónica de un CA-4: volumen 2

Luis Felipe Garrán
21 de abril, 2017

Quizá Dios nos amparó, pero los agentes de Aduana y Migración son de otro pueblo. Hace una semana comenzaba la narración (https://republica.gt/2017/04/cronica-de-un-ca-4-volumen-1/) de mi odisea personal cruzando por tierra los países miembros del CA-4. Aunque los caminos guatemaltecos sean como una luna de la que el toro de Joselito no se enamoraría, cruzando la frontera está, a juzgar por la temperatura, la mismísima región de Mordor. Haría falta un “billete de dólar para gobernarlos a todos”.

Highway to hell

Cruzar a El Salvador es sencillo; a diferencia del resto de fronteras, el sistema entre Valle Nuevo y Las Chinamas está unificado. Te bajas solo una vez del carro, aprovechando que por una vez en la vida no hace calor en el país vecino (claro, no son ni las 8 de la mañana).

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Los amortiguadores vuelven a disfrutar, pero aunque el asfalto está considerablemente bien, resulta ser un claro reflejo de qué ha sido de la política salvadoreña en los últimos años. Hacia el inicio de la década circular por las autopistas guanacas (sí, autopistas, no carreteras) era un lujo total para cualquier centroamericano. La inversión en infraestructura vial era impresionante, y su quintaesencia era la circunvalación de San Salvador, con la que puedes cruzar el país de punta a punta sin pisar la atascada capital. Los parches y desniveles dejan ver que el trabajo de los médicos fue hecho por maquillistas, y que ahora necesitan a un cirujano plástico.

Pero más allá de todo eso, El Salvador es alegría pura (no “Pura vida”, que eso es más del sur). Encontrar un pedazo de tierra sin una persona sobre él es casi tan complicado como divisar a Wally, o Waldo, dentro de una multitud de hinchas del Atlético de Madrid.

La pobreza se respira en todas partes, y se escucha al compás del crujido de la lámina bajo el sol. Los postes aún conservan pintadas de partidos políticos; pintadas que (como bien se ha encargado mi hermana de recordarme en otras ocasiones al ir contando cada uno de los postes que veía) no son, ni de cerca, de los comicios de 2015. Dos de sus expresidentes se enfrentan a la ley; uno por “SACAr” dinero de la contabilidad pública, el otro por un “FUNESto” manejo de transacciones personales mezcladas con estatales. Aún con todo eso, y con que son uno de los países más peligrosos del mundo, la sonrisa de la gente refleja una realidad bien distinta.

La curva de esas sonrisas se fue diluyendo a medida que las curvas de la carretera incrementaban al son de los australianos AC/DC y su “Highway to Hell” (carretera al infierno). Al frente, alguno de los círculos de Dante, o quizá una mezcla de todos ellos, bajo una sombra de cielo falso. Con un “Hey, Satan, Payin’ my dues” (Hola, Satán, estoy pagando mis deudas) le pedimos al de Migración que revisara nuestros pasaportes antes de meter a su oficina, por una módica mordida, a otro viajero que se creía rey en esa tierra de pecados protegida por una legión de tramitadores ilegales, muchos de ellos a tope de goma. En este pueblo, el “antisistema” es el que carga con la media hora de fila a treinta y tantos grados centígrados para conseguir un sello que luego no será revisado.

Mis huellas dactilares volvieron a quedar registradas a mi entrada en Honduras. La foto ya no me hicieron repetirla, como en alguna ocasión anterior. El rótulo de El Amatillo pasó del parabrisas al retrovisor, y lo que teníamos enfrente no se llama Arizona solo porque ese nombre ya había sido tomado por los españoles que conquistaron Norteamérica.

El casete de mi mente cambió de Bon Scott a Ennio Morricone, los anuncios de precios en dólares a lempiras y el sueño del madrugón se transformó en hambre. Aún faltaban dos países.

República es ajena a la opinión expresada en este articulo