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Crónica de un CA-4: volumen 3

Luis Felipe Garrán
26 de abril, 2017

Morricone se fue desvaneciendo en los espejismos que se creaban en el suelo de la calurosa Honduras. Aunque hacía ya un buen rato que pasamos cerca del municipio de Turín (El Salvador), mi cabeza estaba en otra Turín, la del Piamonte italiano. Pedí a mi papá que encendiera la radio, pero pasando el dial solo dábamos con emisoras de música tropical o estaciones evangélicas. Tocó sacrificar los datos móviles por la causa y oírlo en línea.

En la primera parte de la crónica hablé del paupérrimo estado de las carreteras guatemaltecas. Siempre pensé que si algún país podía hacerle competencia en ese “deporte” sería Honduras, cuya táctica no pasaba por permitir una gran cantidad de hoyos, sino por hacerlos muy grandes y en puntos estratégicos. Sin embargo, parece que se han retirado de la contienda.

Volteé mi mirada a la derecha y pude ver la playa; ahí estaba el Pacífico con sus olas, que pueden transmitir cualquier cosa menos serenidad. Si ese océano fuese una persona, parece que la carretera paralela a él intentaba imitar al hombre, y ahora ha optado por hacerlo con el nombre. Por primera vez en mis 19 años de recorrer la región he visto a tipos uniformados con chalecos naranja y cascos en la cabeza (especifico porque hay muchos motoristas que creen que se lleva en el codo) arreglar el asfalto catracho.

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Como cosa rara, no nos habían detenido en ningún control policial, de estos que montan en Semana Santa. Como cosa no tan rara esta temporada, a un delantero rival no lo detuvo ningún defensa del Barҫa. En 22 minutos Dybala ya había vencido dos veces a Ter Stegen; en 22 minutos ya me había fundido 100 megas de mi plan.

Una ayudita para el hermano

Poco más tengo para contar de Honduras, salvo que la cantidad de aldeas y pueblos con nombre de santos contrasta con la cantidad de emisoras evangélicas que se cogen en la radio.

Se acabó el partido junto con mis ganas de seguir sentado en mitad de un desierto que llaman trópico seco. El “pasillo” hacia la frontera nos lo hicieron un grupo de casas pequeñas en cuyos garajes dormían carros japoneses de doble tracción con piezas e insignias que brillaban más que el Sol del Golfo. El descenso concluyó en un edificio amarillo llamado La Fraternidad.

Muy acertado el nombre, he de decir, porque ese valor, la fraternidad, es el más practicado por los empleados de la frontera. No ofrezcas ni des mordidas se leía en una calcomanía pegada en una ventana del recinto, pero lo único que mordió a los trabajadores fue el bicho de la amistad. La fila para quedar registrado (otra vez con las huellas dactilares) era larga, a menos que fueras amigo del agente de turno. Pase, mi hermano, y todo quedaba resuelto para el conductor de un todoterreno alemán, cuya bermuda a cuadros resentía en la zona de la cintura lo que significa darse “una buena vida”.

Se fue la luz y el sistema se cayó. Nunca una carencia me había alegrado tanto, y es que el dominio de las computadoras que esos agentes tenían es equivalente a mi facilidad para desenvolverme en húngaro. Pero así como yo tengo a mi amigo Javier para traducirme frases de la lengua magiar, ellos tenían una caja de bolígrafos negros, un taco de papeles reciclados y un tipo de sesenta y tantos que llevaba muchos años esperando retornar al sistema manual.

Al fin, cruzamos… más o menos

Desinflados por un espino

“Solo” hacía falta registrar nuestra entrada en Nicaragua. Pero antes, había que pasar por la prueba de que el “agua mágica” no fue un invento de Roxana Baldetti. No. Los nicas la inventaron antes y la llamaron “fumigador” o “control de plagas”. Un poco de agua y jabón por fuera, y algo de humo de cigarrillo electrónico por dentro y ¡listo! Ni chikungunya ni dengue se atreverían con nosotros.

Ya en El Espino (que es como se llama la frontera) los brazos y las piernas se dan cuenta de que llevan más de 10 horas en “modo avión”. El ánimo se desinfla, y la burocracia de la Aduana pinolera no ayuda.

Entre el vendedor de seguros que no se cree que sea posible tener una cobertura internacional expedida en Guatemala y la enorme tarea de dictarle a la chica de Migración la dirección a la que nos dirigíamos (de tal sitio, tantas cuadras al este y tantas al norte) el reloj sigue corriendo y el aguante bajando. Desapareció el Lempira para dar paso a su amigo el Córdoba, que iba de la mano de nuestro viejo conocido el Dólar. Las tiendas de barrio se convirtieron en pulperías y las líneas continuas en palabra de Dios. Los niños se hicieron pipes, los jóvenes chavalos y la carretera extranjera volvió a ubicarse en mi casa.

¿Lo bueno? Solo nos quedaban unos 40 minutos hasta nuestro destino. ¿Lo malo? En cinco días nos tocaba hacer el trayecto en dirección contraria. Claro que lo malo en realidad era la despedida, porque el camino es ya un compañero más.

Crónica de un CA-4: volumen 3

Luis Felipe Garrán
26 de abril, 2017

Morricone se fue desvaneciendo en los espejismos que se creaban en el suelo de la calurosa Honduras. Aunque hacía ya un buen rato que pasamos cerca del municipio de Turín (El Salvador), mi cabeza estaba en otra Turín, la del Piamonte italiano. Pedí a mi papá que encendiera la radio, pero pasando el dial solo dábamos con emisoras de música tropical o estaciones evangélicas. Tocó sacrificar los datos móviles por la causa y oírlo en línea.

En la primera parte de la crónica hablé del paupérrimo estado de las carreteras guatemaltecas. Siempre pensé que si algún país podía hacerle competencia en ese “deporte” sería Honduras, cuya táctica no pasaba por permitir una gran cantidad de hoyos, sino por hacerlos muy grandes y en puntos estratégicos. Sin embargo, parece que se han retirado de la contienda.

Volteé mi mirada a la derecha y pude ver la playa; ahí estaba el Pacífico con sus olas, que pueden transmitir cualquier cosa menos serenidad. Si ese océano fuese una persona, parece que la carretera paralela a él intentaba imitar al hombre, y ahora ha optado por hacerlo con el nombre. Por primera vez en mis 19 años de recorrer la región he visto a tipos uniformados con chalecos naranja y cascos en la cabeza (especifico porque hay muchos motoristas que creen que se lleva en el codo) arreglar el asfalto catracho.

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Como cosa rara, no nos habían detenido en ningún control policial, de estos que montan en Semana Santa. Como cosa no tan rara esta temporada, a un delantero rival no lo detuvo ningún defensa del Barҫa. En 22 minutos Dybala ya había vencido dos veces a Ter Stegen; en 22 minutos ya me había fundido 100 megas de mi plan.

Una ayudita para el hermano

Poco más tengo para contar de Honduras, salvo que la cantidad de aldeas y pueblos con nombre de santos contrasta con la cantidad de emisoras evangélicas que se cogen en la radio.

Se acabó el partido junto con mis ganas de seguir sentado en mitad de un desierto que llaman trópico seco. El “pasillo” hacia la frontera nos lo hicieron un grupo de casas pequeñas en cuyos garajes dormían carros japoneses de doble tracción con piezas e insignias que brillaban más que el Sol del Golfo. El descenso concluyó en un edificio amarillo llamado La Fraternidad.

Muy acertado el nombre, he de decir, porque ese valor, la fraternidad, es el más practicado por los empleados de la frontera. No ofrezcas ni des mordidas se leía en una calcomanía pegada en una ventana del recinto, pero lo único que mordió a los trabajadores fue el bicho de la amistad. La fila para quedar registrado (otra vez con las huellas dactilares) era larga, a menos que fueras amigo del agente de turno. Pase, mi hermano, y todo quedaba resuelto para el conductor de un todoterreno alemán, cuya bermuda a cuadros resentía en la zona de la cintura lo que significa darse “una buena vida”.

Se fue la luz y el sistema se cayó. Nunca una carencia me había alegrado tanto, y es que el dominio de las computadoras que esos agentes tenían es equivalente a mi facilidad para desenvolverme en húngaro. Pero así como yo tengo a mi amigo Javier para traducirme frases de la lengua magiar, ellos tenían una caja de bolígrafos negros, un taco de papeles reciclados y un tipo de sesenta y tantos que llevaba muchos años esperando retornar al sistema manual.

Al fin, cruzamos… más o menos

Desinflados por un espino

“Solo” hacía falta registrar nuestra entrada en Nicaragua. Pero antes, había que pasar por la prueba de que el “agua mágica” no fue un invento de Roxana Baldetti. No. Los nicas la inventaron antes y la llamaron “fumigador” o “control de plagas”. Un poco de agua y jabón por fuera, y algo de humo de cigarrillo electrónico por dentro y ¡listo! Ni chikungunya ni dengue se atreverían con nosotros.

Ya en El Espino (que es como se llama la frontera) los brazos y las piernas se dan cuenta de que llevan más de 10 horas en “modo avión”. El ánimo se desinfla, y la burocracia de la Aduana pinolera no ayuda.

Entre el vendedor de seguros que no se cree que sea posible tener una cobertura internacional expedida en Guatemala y la enorme tarea de dictarle a la chica de Migración la dirección a la que nos dirigíamos (de tal sitio, tantas cuadras al este y tantas al norte) el reloj sigue corriendo y el aguante bajando. Desapareció el Lempira para dar paso a su amigo el Córdoba, que iba de la mano de nuestro viejo conocido el Dólar. Las tiendas de barrio se convirtieron en pulperías y las líneas continuas en palabra de Dios. Los niños se hicieron pipes, los jóvenes chavalos y la carretera extranjera volvió a ubicarse en mi casa.

¿Lo bueno? Solo nos quedaban unos 40 minutos hasta nuestro destino. ¿Lo malo? En cinco días nos tocaba hacer el trayecto en dirección contraria. Claro que lo malo en realidad era la despedida, porque el camino es ya un compañero más.