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NECROTURISMO

Carmen Camey
03 de mayo, 2017

Era una tarde de finales de otoño en Oxford, Cristina y yo habíamos decidido salir en la búsqueda de la tumba del escritor C.S. Lewis. Nuestra referencia era corta: Holy Trinity Church, Headington, Oxford. Y así, sin más ni más nos dirigimos a lo que pensábamos que sería un rápido buscar y encontrar, rezar una Salve por su alma, leer el epitafio y volver a casa antes de la cena. Tomamos el autobús desde el centro de Oxford hasta Headington hacia las 4 de la tarde, pero para aquel poco iniciado, en Oxford y en noviembre esto es equivalente a oscuridad total. Habíamos pasado por el suburbio oxoniense alguna vez, por lo que pensamos que no sería difícil encontrar la iglesia. A medida que recorríamos calles y calles residenciales, todas idénticas, empezábamos a ponernos nerviosas. Como esto es el siglo XXI y somos mujeres modernas, sacamos el celular y decidimos guiarnos por Google Maps. Marston Road, Windmill Road, ninguna Trinity Road. La oscuridad se cernía sobre nuestras cabezas y la imaginación alebrestada por nuestras lecturas de novela negra dificultaban la tranquilidad. Finalmente, la calle destino: tan esperada, escondida entre mil callejuelas exactamente idénticas con la única diferencia de un cartelillo mal colocado en una esquina de la milla y media (para ser más british) de la calle.

Comenzamos a apresurar el paso, como el pueblo elegido a las puertas de Jericó no podíamos contener la emoción, ya no tanto por la tumba como por acabar con la bendita búsqueda. Veíamos el campanario a lo lejos. A pocos pasos del acceso a la iglesia, la naturaleza decidió manifestarse y cubrirnos de nieve. A pesar de todo, decidimos seguir. Sin los zapatos adecuados y con pocas ganas ya de visitar a nuestro amigo Lewis, nos adentramos por un camino oscuro que se suponía nos llevaría a la iglesia. Una única luz indicaba que existiera algo más allá del estrecho pasaje. Al final del callejón nos encontramos con un cementerio que rodeaba la iglesia. Cientos de tumbas, todas iguales y cubiertas de nieve. Un hombre nos miraba inquisitivamente desde la puerta de la iglesia. No voy a describirlo porque estoy segura de que quien lea esto se lo imagina tal cual era: del único modo que puede ser un hombre en una tarde fría en un cementerio de Oxford. Le preguntamos por la tumba de Lewis. No sabía nada, nos dijo. Comenzamos la trabajosa tarea de remover la nieve de las tumbas con las manos. He de decir que me molestaba poco, puesto que veía exacerbado mi espíritu romántico, pero al poco rato Cristina, en su afán práctico, me recordó que esto no llevaría a ningún lado y que en realidad, podíamos buscar en internet una foto del enterramiento. Un poco de mal modo, porque aquello le quitaba toda la gracia, hice lo que me pedía y no tardamos en encontrarla por las señas: al lado de un árbol grande, unos cuantos pasos a la derecha de la puerta del cementerio encontramos la lápida blanca con su nombre.

“Los hombres deben soportar su salida del mundo”, Clive Staples Lewis, dos fechas y poco más. Shakespeare, una cruz y eso era todo. Balbuceamos una oración y así de rápido nos fuimos. No sé cuánto valor experiencial puede haber tenido esto, pero esa tarde hice por un hombre lo que todos, en el fondo de nuestro ser, deseamos que alguien haga por nosotros: ser recordados. No caer en el olvido. Que, a pesar de nuestra salida del mundo, quede en él algo de nosotros.

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República es ajena a la opinión expresada en este artículo

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Era una tarde de finales de otoño en Oxford, Cristina y yo habíamos decidido salir en la búsqueda de la tumba del escritor C.S. Lewis. Nuestra referencia era corta: Holy Trinity Church, Headington, Oxford. Y así, sin más ni más nos dirigimos a lo que pensábamos que sería un rápido buscar y encontrar, rezar una Salve por su alma, leer el epitafio y volver a casa antes de la cena. Tomamos el autobús desde el centro de Oxford hasta Headington hacia las 4 de la tarde, pero para aquel poco iniciado, en Oxford y en noviembre esto es equivalente a oscuridad total. Habíamos pasado por el suburbio oxoniense alguna vez, por lo que pensamos que no sería difícil encontrar la iglesia. A medida que recorríamos calles y calles residenciales, todas idénticas, empezábamos a ponernos nerviosas. Como esto es el siglo XXI y somos mujeres modernas, sacamos el celular y decidimos guiarnos por Google Maps. Marston Road, Windmill Road, ninguna Trinity Road. La oscuridad se cernía sobre nuestras cabezas y la imaginación alebrestada por nuestras lecturas de novela negra dificultaban la tranquilidad. Finalmente, la calle destino: tan esperada, escondida entre mil callejuelas exactamente idénticas con la única diferencia de un cartelillo mal colocado en una esquina de la milla y media (para ser más british) de la calle.

Comenzamos a apresurar el paso, como el pueblo elegido a las puertas de Jericó no podíamos contener la emoción, ya no tanto por la tumba como por acabar con la bendita búsqueda. Veíamos el campanario a lo lejos. A pocos pasos del acceso a la iglesia, la naturaleza decidió manifestarse y cubrirnos de nieve. A pesar de todo, decidimos seguir. Sin los zapatos adecuados y con pocas ganas ya de visitar a nuestro amigo Lewis, nos adentramos por un camino oscuro que se suponía nos llevaría a la iglesia. Una única luz indicaba que existiera algo más allá del estrecho pasaje. Al final del callejón nos encontramos con un cementerio que rodeaba la iglesia. Cientos de tumbas, todas iguales y cubiertas de nieve. Un hombre nos miraba inquisitivamente desde la puerta de la iglesia. No voy a describirlo porque estoy segura de que quien lea esto se lo imagina tal cual era: del único modo que puede ser un hombre en una tarde fría en un cementerio de Oxford. Le preguntamos por la tumba de Lewis. No sabía nada, nos dijo. Comenzamos la trabajosa tarea de remover la nieve de las tumbas con las manos. He de decir que me molestaba poco, puesto que veía exacerbado mi espíritu romántico, pero al poco rato Cristina, en su afán práctico, me recordó que esto no llevaría a ningún lado y que en realidad, podíamos buscar en internet una foto del enterramiento. Un poco de mal modo, porque aquello le quitaba toda la gracia, hice lo que me pedía y no tardamos en encontrarla por las señas: al lado de un árbol grande, unos cuantos pasos a la derecha de la puerta del cementerio encontramos la lápida blanca con su nombre.

“Los hombres deben soportar su salida del mundo”, Clive Staples Lewis, dos fechas y poco más. Shakespeare, una cruz y eso era todo. Balbuceamos una oración y así de rápido nos fuimos. No sé cuánto valor experiencial puede haber tenido esto, pero esa tarde hice por un hombre lo que todos, en el fondo de nuestro ser, deseamos que alguien haga por nosotros: ser recordados. No caer en el olvido. Que, a pesar de nuestra salida del mundo, quede en él algo de nosotros.

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