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Nueve meses y un callejón

Luis Felipe Garrán
11 de mayo, 2017

En cuatro cuadras hay 11 centros clínicos, nueve funerarias, dos iglesias evangélicas, un patronato, un sindicato… y en el centro, el Hospital San Juan de Dios. Visto por fuera, cualquiera podría pensar que es una cárcel; visto por dentro, el trato inhumano hacia los pacientes y sus acompañantes hace que las sospechas crezcan.

Un área de visitas con únicamente 12 sillas. Cubos de basura atiborrados de cosas que van desde bolsas de Doritos hasta empaques de jeringas. Pacientes solos y acompañantes impacientes. Nadie puede entrar nada más que a dejar a un necesitado de servicios médicos; después de eso, un enfermero se encarga de indicarte dónde está una salida que ya conoces. Esto es especialmente delicado en el área de maternidad, en donde las embarazadas quedan a merced de los médicos, y sus familiares se desligan totalmente del proceso. Lo único que les queda es esperar noticias a través de una ventanilla.

Esa ventanilla no está dentro de un recibidor, ni en algún pabellón del centro. De un lado de la reja hay una habitación oscura en la que una enfermera tiene acceso a los datos de los partos; del otro, una fila larguísima de parientes de internadas, quienes a cambio de varias horas (como me lo confirmaron, desesperados, algunos de los que ahí aguardaban) de cola, reciben información del estado de su familiar. En su espera comparten con el humo de la Avenida Elena, carretones de shucos (que atraen moscas y otros bichos), mendigos que duermen a la sombra de los muros del hospital y mierda que, más que de perro, parece de alguien que fue a visitar a un paciente.

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La (aparentemente) infranqueable guardia de los portones, un grupo de hombres sin uniforme ni cuidados sanitarios, falla tanto como el resto del sistema. Nadie podía entrar, excepto una mujer embarazada con tres parientes… y yo, que me colé con ellos. Tal y como logré burlar la seguridad, cualquier otra persona, con intenciones menos nobles, podría lograrlo. Pude llegar hasta esa puerta en la que aparece el enfermero indicador. Mientras daba media vuelta para desandar lo recorrido, me dio tiempo a ver cómo en los basureros no había bolsa, un líquido que podría ser Coca-Cola (o no) dibujaba un charco en el suelo y una única silla hacía las de sala de espera; aunque viendo la permisividad de ingreso, me pareció demasiado.

Hablar con alguien de adentro es imposible, y las siete líneas telefónicas que tienen habilitadas al público están “en mantenimiento”. Mis voces intramuros fueron una enfermera que ahí trabaja y una estudiante de medicina que está haciendo sus prácticas. Ambas me explicaron que se impide el ingreso de acompañantes para evitar que los ambientes internos se contaminen, ya que ninguna zona es impermeable respecto al resto. Sin embargo, cuando les pregunté si creían que realmente el objetivo se estaba logrando, una sonrío, la otra resopló y giró los ojos. No hay cómo ignorar el problema.
Volví a salir a la luz de la calle. Saludé a un par de personas en la fila con quienes había hablado antes. Habrían avanzado tres metros en casi media hora. No sé cómo irán las cosas en el quirófano, cosa normal, pero ellos tampoco, y eso es lo deplorable. La fila que le quedaba a muchos era larga y las condiciones muy duras. La calle se llama Callejón de la Huérfana.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Nueve meses y un callejón

Luis Felipe Garrán
11 de mayo, 2017

En cuatro cuadras hay 11 centros clínicos, nueve funerarias, dos iglesias evangélicas, un patronato, un sindicato… y en el centro, el Hospital San Juan de Dios. Visto por fuera, cualquiera podría pensar que es una cárcel; visto por dentro, el trato inhumano hacia los pacientes y sus acompañantes hace que las sospechas crezcan.

Un área de visitas con únicamente 12 sillas. Cubos de basura atiborrados de cosas que van desde bolsas de Doritos hasta empaques de jeringas. Pacientes solos y acompañantes impacientes. Nadie puede entrar nada más que a dejar a un necesitado de servicios médicos; después de eso, un enfermero se encarga de indicarte dónde está una salida que ya conoces. Esto es especialmente delicado en el área de maternidad, en donde las embarazadas quedan a merced de los médicos, y sus familiares se desligan totalmente del proceso. Lo único que les queda es esperar noticias a través de una ventanilla.

Esa ventanilla no está dentro de un recibidor, ni en algún pabellón del centro. De un lado de la reja hay una habitación oscura en la que una enfermera tiene acceso a los datos de los partos; del otro, una fila larguísima de parientes de internadas, quienes a cambio de varias horas (como me lo confirmaron, desesperados, algunos de los que ahí aguardaban) de cola, reciben información del estado de su familiar. En su espera comparten con el humo de la Avenida Elena, carretones de shucos (que atraen moscas y otros bichos), mendigos que duermen a la sombra de los muros del hospital y mierda que, más que de perro, parece de alguien que fue a visitar a un paciente.

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La (aparentemente) infranqueable guardia de los portones, un grupo de hombres sin uniforme ni cuidados sanitarios, falla tanto como el resto del sistema. Nadie podía entrar, excepto una mujer embarazada con tres parientes… y yo, que me colé con ellos. Tal y como logré burlar la seguridad, cualquier otra persona, con intenciones menos nobles, podría lograrlo. Pude llegar hasta esa puerta en la que aparece el enfermero indicador. Mientras daba media vuelta para desandar lo recorrido, me dio tiempo a ver cómo en los basureros no había bolsa, un líquido que podría ser Coca-Cola (o no) dibujaba un charco en el suelo y una única silla hacía las de sala de espera; aunque viendo la permisividad de ingreso, me pareció demasiado.

Hablar con alguien de adentro es imposible, y las siete líneas telefónicas que tienen habilitadas al público están “en mantenimiento”. Mis voces intramuros fueron una enfermera que ahí trabaja y una estudiante de medicina que está haciendo sus prácticas. Ambas me explicaron que se impide el ingreso de acompañantes para evitar que los ambientes internos se contaminen, ya que ninguna zona es impermeable respecto al resto. Sin embargo, cuando les pregunté si creían que realmente el objetivo se estaba logrando, una sonrío, la otra resopló y giró los ojos. No hay cómo ignorar el problema.
Volví a salir a la luz de la calle. Saludé a un par de personas en la fila con quienes había hablado antes. Habrían avanzado tres metros en casi media hora. No sé cómo irán las cosas en el quirófano, cosa normal, pero ellos tampoco, y eso es lo deplorable. La fila que le quedaba a muchos era larga y las condiciones muy duras. La calle se llama Callejón de la Huérfana.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo