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Gatos negros al volante

Luis Felipe Garrán
01 de junio, 2017

El camión de la basura pasa todos los días por mi casa. En muchos países desarrollados envidiarían un servicio tan recurrente como ese, aunque las condiciones laborales de quienes lo hacen posible son un pero que pocos querrían incluir en su oración. El problema con el que me he topado esta semana es que a los recolectores se les adelanta una criatura que no hace más que desastres con la gran bolsa plástica llena de desechos: un gato negro.

El gato, a sus anchas, se acerca a la bolsa cuando cree que no es visto y comienza a rasgarla en busca de un bocado para llevarse al estómago. Debe ser en un arrebato de su instinto, porque es doméstico, y seguramente en su casa le sirven comida especial de esa que venden en el súper (en un pasillo que huele extraño). Lo mismo le puede salir una cáscara de naranja que una botella de cerveza, así que sigue hurgando hasta encontrar un hueso. De repente, salgo a su paso, sin tono amenazante, aunque sí acusativo. El gato negro lo entiende, sus ojos verdes se clavan en los míos y se aleja… por un rato.

Cierro la puerta, pero sigo atento a través de la ventana. Tan solo han pasado un par de segundos y el gato ya ha vuelto. De nuevo salgo para ahuyentarlo, y efectivamente se alejó, aunque no tanto como en la primera ocasión. Me tocó repetir la operación otro par de veces pero, en la última y para mi sorpresa, ¡el gato ya no se movió! Cuando comprendió que en realidad yo no representaba ninguna amenaza para él, se supo en libertad para seguir desparramando lo que sobraba en su banquete. Lo que hacía no era correcto, de lo contrario, no habría huido las primeras tres veces.

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El tráfico, tópico cuando se acaban los temas de conversación, está lleno de gatos negros. La Ley de Tránsito y su Reglamento es la bolsa plástica en la que encontramos artículos injusta e injustificadamente desechados como las líneas continuas, los altos, los límites de velocidad, los semáforos y, por encima de todos, el sentido común. Es verdad que, excepto el último, la colocación de estos elementos carece de toda lógica en muchos casos. La ingeniería con que se diseñaron se quedó sin ingenio. Pero el mismísimo Caos se retuerce al ver el desorden que provocan los gatos negros.

No es extraño ir conduciendo cerca de un paso a desnivel y ver a un cafre, un gato negro, en su auto, que puede ser un deportivo alemán del año o una cafetera japonesa de hace tres décadas, incorporarse al carril auxiliar de forma ilegal, sin tomar la vía de acceso. Tampoco es extraño que, ante tal maniobra, se genere un pequeño atasco, porque ni él ni quien iba haciendo las cosas bien pueden seguir avanzando. Y como este es un mundo lleno de normalidades, ver a  un oficial de tránsito echar la vista hacia otro lado tampoco habría de ser extraño.

Seguramente ese gato negro repita la acción; a fin de cuentas, es más fácil ganar metros por el carril fluido que hacer fila desde el inicio en el auxiliar. Es probable que en más de la mitad de sus entradas ilegales habrá al menos un poli, guardián de la Ley, observándole pasmado como se salta, sin sobresaltos, lo escrito en el reglamento. A lo mejor en sus primeros intentos sí se asusta al ver el chaleco fluorescente y la placa dorada, pero la impasividad lo llenará de confianza para seguir haciéndolo. Él no representa una amenaza que le impida encontrar el hueso, o sea el hueco, que tanto desea.

En algunos sitios han comprendido este fenómeno hasta darse cuenta de que la única solución es colocar muros; si hay una valla de concreto de medio metro de alto, por ahí no se puede pasar, de lo contrario, las líneas o lo límites no son más que una bolsa fácil de rasgar sin consecuencias por hacerlo.

Como la piedra se parece al cemento, decidí utilizarla como solución a mi problema con el gato. Creo que esto no se acostumbrará.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Gatos negros al volante

Luis Felipe Garrán
01 de junio, 2017

El camión de la basura pasa todos los días por mi casa. En muchos países desarrollados envidiarían un servicio tan recurrente como ese, aunque las condiciones laborales de quienes lo hacen posible son un pero que pocos querrían incluir en su oración. El problema con el que me he topado esta semana es que a los recolectores se les adelanta una criatura que no hace más que desastres con la gran bolsa plástica llena de desechos: un gato negro.

El gato, a sus anchas, se acerca a la bolsa cuando cree que no es visto y comienza a rasgarla en busca de un bocado para llevarse al estómago. Debe ser en un arrebato de su instinto, porque es doméstico, y seguramente en su casa le sirven comida especial de esa que venden en el súper (en un pasillo que huele extraño). Lo mismo le puede salir una cáscara de naranja que una botella de cerveza, así que sigue hurgando hasta encontrar un hueso. De repente, salgo a su paso, sin tono amenazante, aunque sí acusativo. El gato negro lo entiende, sus ojos verdes se clavan en los míos y se aleja… por un rato.

Cierro la puerta, pero sigo atento a través de la ventana. Tan solo han pasado un par de segundos y el gato ya ha vuelto. De nuevo salgo para ahuyentarlo, y efectivamente se alejó, aunque no tanto como en la primera ocasión. Me tocó repetir la operación otro par de veces pero, en la última y para mi sorpresa, ¡el gato ya no se movió! Cuando comprendió que en realidad yo no representaba ninguna amenaza para él, se supo en libertad para seguir desparramando lo que sobraba en su banquete. Lo que hacía no era correcto, de lo contrario, no habría huido las primeras tres veces.

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El tráfico, tópico cuando se acaban los temas de conversación, está lleno de gatos negros. La Ley de Tránsito y su Reglamento es la bolsa plástica en la que encontramos artículos injusta e injustificadamente desechados como las líneas continuas, los altos, los límites de velocidad, los semáforos y, por encima de todos, el sentido común. Es verdad que, excepto el último, la colocación de estos elementos carece de toda lógica en muchos casos. La ingeniería con que se diseñaron se quedó sin ingenio. Pero el mismísimo Caos se retuerce al ver el desorden que provocan los gatos negros.

No es extraño ir conduciendo cerca de un paso a desnivel y ver a un cafre, un gato negro, en su auto, que puede ser un deportivo alemán del año o una cafetera japonesa de hace tres décadas, incorporarse al carril auxiliar de forma ilegal, sin tomar la vía de acceso. Tampoco es extraño que, ante tal maniobra, se genere un pequeño atasco, porque ni él ni quien iba haciendo las cosas bien pueden seguir avanzando. Y como este es un mundo lleno de normalidades, ver a  un oficial de tránsito echar la vista hacia otro lado tampoco habría de ser extraño.

Seguramente ese gato negro repita la acción; a fin de cuentas, es más fácil ganar metros por el carril fluido que hacer fila desde el inicio en el auxiliar. Es probable que en más de la mitad de sus entradas ilegales habrá al menos un poli, guardián de la Ley, observándole pasmado como se salta, sin sobresaltos, lo escrito en el reglamento. A lo mejor en sus primeros intentos sí se asusta al ver el chaleco fluorescente y la placa dorada, pero la impasividad lo llenará de confianza para seguir haciéndolo. Él no representa una amenaza que le impida encontrar el hueso, o sea el hueco, que tanto desea.

En algunos sitios han comprendido este fenómeno hasta darse cuenta de que la única solución es colocar muros; si hay una valla de concreto de medio metro de alto, por ahí no se puede pasar, de lo contrario, las líneas o lo límites no son más que una bolsa fácil de rasgar sin consecuencias por hacerlo.

Como la piedra se parece al cemento, decidí utilizarla como solución a mi problema con el gato. Creo que esto no se acostumbrará.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo