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¿Quién soy yo y por qué me dedicaré a la crítica de costumbres?*

Redacción República
11 de junio, 2017

Vivo en una de las ciudades dormitorio que rodean la capital de Guatemala. Debo madrugar cinco veces a la semana para tomar el bus que me deja cerca del trabajo, lo más tarde, a las 4:30 am. Con que falle en dos minutos, me tocará hacer penitencia entre una hora u hora y media para librarme del tráfico. Como usuario del transporte público comparto las ansiedades y temores de la mayoría de pasajeros: he sobrevivido a dos asaltos y seguro me tocará sufrir algunos más. También hago acopio de paciencia para soportar el castigo sonoro que impone la mayoría de choferes bajo el pretexto de que necesitan el ruido para no dormirse sobre el volante y causar accidentes.

http://gph.is/29zW2K6

Paso las ocho horas reglamentarias frente a la pantalla de la computadora, gastándome la vista y perdiendo demasiado tiempo en las redes sociales. Ya saben, nos encanta enterarnos de las vidas y opiniones de los demás, damos el “me gusta”, “me divierte”, “me enoja” o “me entristece” según nos muevan sus publicaciones y nos entretenemos con las polémicas que se desatan entre los usuarios; me pregunto si razonarían con igual cordura si lo hicieran cara a cara, en persona, sin escudarse en sus perfiles. Bondades del anonimato.

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Al regreso a casa me toca torear las demasiadas motocicletas que utilizan las calles y avenidas como su particular pista de carreras. Entiendo la necesidad –funesta palabra, la necesidad, pues justifica la dedicación a menesteres inhumanos con tal de sobrevivir– de contar con un medio de transporte barato que les ahorre la fatiga de caminar largas distancias a pie, pero no capto por qué el ciudadano común y corriente se convierte en una fiera de atar apenas se instala frente al timón de su moto.

http://gph.is/1Vmo5Pq

Y durante esa rutina que se interrumpe los fines de semana surgen ideas, brotan observaciones y aparecen temas que espero compartir durante el tiempo que me sea concedido en este espacio. Quién más, quién menos, sufre las intromisiones de la fiesta a todo volumen del vecino; la invasión de talleres de reparación de carros que se apropian de banquetas y dejan sin lugar donde caminar al peatón; la cercanía de iglesias donde ofician cultos sin la menor piedad cristiana para el descanso del prójimo; la impertinencia del sobrino de la señora de enfrente que deja parqueado su automóvil frente al portón ajeno, y encima la señora niega conocer al dueño de ese carro más de tres veces. También debe lidiar con las ocurrencias de personajes ascendidos sin mérito alguno, cuida su trabajo sabiendo que los jefes recién contratados colocarán a sus recomendados tan pronto se asienten en el poder, y padece los disgustos que retuercen la cara al comprobar que el compañero asignado para rematar la faena salió a fumar de lo más despreocupado.

http://gph.is/2d7GUpX

Tales son las conductas prevalecientes en nuestro tiempo, testigo del retroceso del sentido común, los buenos modales y la “convivencia civilizada entre seres humanos” (el entrecomillado es intencional). Las  abordaré con humor para hacer reír  y, si fuera posible, hacer pensar al lector. No dudo de su inteligencia: sé que maneja cierta cultura general, no necesita que los escritos se les entreguen masticados y procesados por  mano ajena, da por bien aprovechada las lecturas que le aportan algún conocimiento.

Ya les declaré mis intenciones; espero verlos por acá la próxima semana.

*Por José Vicente Solórzano Aguilar

http://gph.is/1OT7ika

¿Quién soy yo y por qué me dedicaré a la crítica de costumbres?*

Redacción República
11 de junio, 2017

Vivo en una de las ciudades dormitorio que rodean la capital de Guatemala. Debo madrugar cinco veces a la semana para tomar el bus que me deja cerca del trabajo, lo más tarde, a las 4:30 am. Con que falle en dos minutos, me tocará hacer penitencia entre una hora u hora y media para librarme del tráfico. Como usuario del transporte público comparto las ansiedades y temores de la mayoría de pasajeros: he sobrevivido a dos asaltos y seguro me tocará sufrir algunos más. También hago acopio de paciencia para soportar el castigo sonoro que impone la mayoría de choferes bajo el pretexto de que necesitan el ruido para no dormirse sobre el volante y causar accidentes.

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Paso las ocho horas reglamentarias frente a la pantalla de la computadora, gastándome la vista y perdiendo demasiado tiempo en las redes sociales. Ya saben, nos encanta enterarnos de las vidas y opiniones de los demás, damos el “me gusta”, “me divierte”, “me enoja” o “me entristece” según nos muevan sus publicaciones y nos entretenemos con las polémicas que se desatan entre los usuarios; me pregunto si razonarían con igual cordura si lo hicieran cara a cara, en persona, sin escudarse en sus perfiles. Bondades del anonimato.

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Al regreso a casa me toca torear las demasiadas motocicletas que utilizan las calles y avenidas como su particular pista de carreras. Entiendo la necesidad –funesta palabra, la necesidad, pues justifica la dedicación a menesteres inhumanos con tal de sobrevivir– de contar con un medio de transporte barato que les ahorre la fatiga de caminar largas distancias a pie, pero no capto por qué el ciudadano común y corriente se convierte en una fiera de atar apenas se instala frente al timón de su moto.

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Y durante esa rutina que se interrumpe los fines de semana surgen ideas, brotan observaciones y aparecen temas que espero compartir durante el tiempo que me sea concedido en este espacio. Quién más, quién menos, sufre las intromisiones de la fiesta a todo volumen del vecino; la invasión de talleres de reparación de carros que se apropian de banquetas y dejan sin lugar donde caminar al peatón; la cercanía de iglesias donde ofician cultos sin la menor piedad cristiana para el descanso del prójimo; la impertinencia del sobrino de la señora de enfrente que deja parqueado su automóvil frente al portón ajeno, y encima la señora niega conocer al dueño de ese carro más de tres veces. También debe lidiar con las ocurrencias de personajes ascendidos sin mérito alguno, cuida su trabajo sabiendo que los jefes recién contratados colocarán a sus recomendados tan pronto se asienten en el poder, y padece los disgustos que retuercen la cara al comprobar que el compañero asignado para rematar la faena salió a fumar de lo más despreocupado.

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Tales son las conductas prevalecientes en nuestro tiempo, testigo del retroceso del sentido común, los buenos modales y la “convivencia civilizada entre seres humanos” (el entrecomillado es intencional). Las  abordaré con humor para hacer reír  y, si fuera posible, hacer pensar al lector. No dudo de su inteligencia: sé que maneja cierta cultura general, no necesita que los escritos se les entreguen masticados y procesados por  mano ajena, da por bien aprovechada las lecturas que le aportan algún conocimiento.

Ya les declaré mis intenciones; espero verlos por acá la próxima semana.

*Por José Vicente Solórzano Aguilar

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