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Opinar, ese acto tan peligroso

Redacción República
01 de julio, 2017

Una semana ha pasado ya desde el desfile del Orgullo Gay 2017 organizado por la Comunidad LGBT. Aún así, mi feed permanece todavía repleto de publicaciones en donde cada uno de mis amigos de Facebook, desde su muy propia perspectiva, exponen sus felicitaciones o desaprobaciones hacia la actividad. Y no sólo eso, las conversaciones siguen girando en torno a este tema y pareciera que estamos sensibles, a la defensiva, siempre listos para contradecir al otro. Dentro de mi círculo más cercano, las opiniones son varias. Y por esta razón, no quisiera extenderme en ésta columna para dar de mi opinión respecto al tema, sino para hablar en sí mismo del acto suicida que a veces representa “opinar”.

Mi vida cambió una vez que escuché a un catedrático decir: “Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos”. Me pareció un acto, en sí mismo, chocante. Porque desde que entré a la universidad y comencé a trabajar en mi pensamiento crítico me pareció que uno de mis más grandes ideales era convencer a todos los demás de creer en lo que yo creía. Entonces en mi discurso personal y feminista invertía tiempo diariamente para “convencer” al otro de mi posición, y a cualquiera que este fuera: papá, mamá, pareja, amigos.

“Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos”, fue la frase que se me repitió en la mente por aproximadamente tres meses. Hasta que cansada de escucharla, un día decidí ponerla en práctica y desde entonces no he podido dejar de hacerlo. Opinar, es un acto maravilloso. Tener la capacidad de decir lo que uno piensa, como lo piensa y porqué lo piensa es un acto liberador. De ahí, que todas las sociedades han valorado desde siempre la libertad de expresión. Pero me parece que en los últimos años y muy influenciados por las redes sociales, los seres humanos nos hemos convertido en personas intolerantes a la opinión ajena. Ubicando la nuestra como una opinión irrefutable e inamovible. Y con ésta última característica si me quedo, nuestra opinión no debería ser un nómada que se acomode cada día en una posición distinta. Hay una fuerza inigualable que se encuentra en las personas que tienen cimentados sus valores y opiniones en argumentos válidos. Y más que eso, que los han tenido así por mucho tiempo.

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Pero… ¿irrefutable? Me parece que nuestra opinión nunca es así. Por muy seguros que estemos de lo que creemos, por muchos argumentos que tengamos para creer en lo que creemos, siempre habrá alguien dispuesto a contradecir nuestras ideas e invalidarlas (aunque muy a su manera). El problema surge cuando nos obstinamos en creer que nuestra opinión es una norma única y obligatoria que todos los demás deberían de aprobar y adoptar. Entonces comenzamos ese cansado viaje de intentar convencer al otro. (Ojo que no estoy en contra de tener una opinión única, estoy en contra de que una persona quiera hacer de su norma única, una norma universal.)

Habría que entender que, en principio, el otro tiene derecho a tener una opinión distinta a la mía. Y también tendríamos que relajarnos, no es crucial que estemos todo el tiempo y todos juntos en sintonía ¿no les parece? Pero estamos realmente obsesionados con convencer al mundo de lo que pensamos y por lo mismo terminamos teniendo discusiones hasta en los videos de Youtube que fueron creados para ser chistosos y darnos alegría.

Respeto cada reacción que surgió del desfile gay que se realizó, pero me parece que muchas de las opiniones que se dieron se inspiraron en convencer al otro de una “irrefutable opinión” y esta actitud logra que pase lo que siempre pasa con todos los demás temas importantes en nuestro país: nada se arregla y todos se quedan inconformes. Me parece que el éxito de la opinión reside en entender realmente que no debemos cargar con el peso de convencer al otro, así que escribamos en donde sea que podamos verlo todos los días este lema: “Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos” Y comencemos a experimentar el gozo de opinar libremente, descargar una pena imaginaria y desarrollarnos en sociedad.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Opinar, ese acto tan peligroso

Redacción República
01 de julio, 2017

Una semana ha pasado ya desde el desfile del Orgullo Gay 2017 organizado por la Comunidad LGBT. Aún así, mi feed permanece todavía repleto de publicaciones en donde cada uno de mis amigos de Facebook, desde su muy propia perspectiva, exponen sus felicitaciones o desaprobaciones hacia la actividad. Y no sólo eso, las conversaciones siguen girando en torno a este tema y pareciera que estamos sensibles, a la defensiva, siempre listos para contradecir al otro. Dentro de mi círculo más cercano, las opiniones son varias. Y por esta razón, no quisiera extenderme en ésta columna para dar de mi opinión respecto al tema, sino para hablar en sí mismo del acto suicida que a veces representa “opinar”.

Mi vida cambió una vez que escuché a un catedrático decir: “Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos”. Me pareció un acto, en sí mismo, chocante. Porque desde que entré a la universidad y comencé a trabajar en mi pensamiento crítico me pareció que uno de mis más grandes ideales era convencer a todos los demás de creer en lo que yo creía. Entonces en mi discurso personal y feminista invertía tiempo diariamente para “convencer” al otro de mi posición, y a cualquiera que este fuera: papá, mamá, pareja, amigos.

“Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos”, fue la frase que se me repitió en la mente por aproximadamente tres meses. Hasta que cansada de escucharla, un día decidí ponerla en práctica y desde entonces no he podido dejar de hacerlo. Opinar, es un acto maravilloso. Tener la capacidad de decir lo que uno piensa, como lo piensa y porqué lo piensa es un acto liberador. De ahí, que todas las sociedades han valorado desde siempre la libertad de expresión. Pero me parece que en los últimos años y muy influenciados por las redes sociales, los seres humanos nos hemos convertido en personas intolerantes a la opinión ajena. Ubicando la nuestra como una opinión irrefutable e inamovible. Y con ésta última característica si me quedo, nuestra opinión no debería ser un nómada que se acomode cada día en una posición distinta. Hay una fuerza inigualable que se encuentra en las personas que tienen cimentados sus valores y opiniones en argumentos válidos. Y más que eso, que los han tenido así por mucho tiempo.

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Pero… ¿irrefutable? Me parece que nuestra opinión nunca es así. Por muy seguros que estemos de lo que creemos, por muchos argumentos que tengamos para creer en lo que creemos, siempre habrá alguien dispuesto a contradecir nuestras ideas e invalidarlas (aunque muy a su manera). El problema surge cuando nos obstinamos en creer que nuestra opinión es una norma única y obligatoria que todos los demás deberían de aprobar y adoptar. Entonces comenzamos ese cansado viaje de intentar convencer al otro. (Ojo que no estoy en contra de tener una opinión única, estoy en contra de que una persona quiera hacer de su norma única, una norma universal.)

Habría que entender que, en principio, el otro tiene derecho a tener una opinión distinta a la mía. Y también tendríamos que relajarnos, no es crucial que estemos todo el tiempo y todos juntos en sintonía ¿no les parece? Pero estamos realmente obsesionados con convencer al mundo de lo que pensamos y por lo mismo terminamos teniendo discusiones hasta en los videos de Youtube que fueron creados para ser chistosos y darnos alegría.

Respeto cada reacción que surgió del desfile gay que se realizó, pero me parece que muchas de las opiniones que se dieron se inspiraron en convencer al otro de una “irrefutable opinión” y esta actitud logra que pase lo que siempre pasa con todos los demás temas importantes en nuestro país: nada se arregla y todos se quedan inconformes. Me parece que el éxito de la opinión reside en entender realmente que no debemos cargar con el peso de convencer al otro, así que escribamos en donde sea que podamos verlo todos los días este lema: “Hay que entender que cada vez que hablamos, no tenemos que convencer al otro de lo que decimos” Y comencemos a experimentar el gozo de opinar libremente, descargar una pena imaginaria y desarrollarnos en sociedad.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo