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Blog de historias urbanas: De sustos, temblores y movidos recuerdos

Redacción República
02 de julio, 2017

En el blog de historias urbanas participa Lucy Ruíz y República lo publicará los domingos

Los temblores son, sin duda, una de las maneras más violentas que tiene la vida de recordarte que no tienes el control. Cuando la tierra bajo tus pies se sacude, no hay nada que te garantice que todo estará bien al terminar el movimiento. Los últimos dos sismos fuertes que sucedieron en Guatemala, realmente me asustaron. Sobre todo, porque tenía mucho tiempo de no percibir ningún movimiento telúrico.

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El de la madrugada del 14 de junio, me hizo levantarme de golpe. Y trajo consigo una gran desvelada, por la seguidilla de llamadas de verificación de estado, mensajes de aliento y memes que el celular hizo llegar a mis ojos y oídos, por medio de las redes sociales que no descansan.

Con el temblor del 22 de junio, me sucedieron un par de cosas entre extrañas y chistosas. Resulta que nos quedamos sin carro en la casa y tuve que volver a utilizar transporte público. Ya de por sí me asusta un poco el tener que subirme a algunas rutas de buses, y era la primera vez que abordaría una camioneta que de la calzada San Juan me debía conducir al centro de la ciudad, a través de El Naranjo. Cerca de mí había una pareja de novios, un muchacho que me dio un poco de desconfianza por su apariencia, y un señor que ofrece el servicio de moto-taxi.

Como muchas veces me ha pasado, sentí que el suelo se movía. Vi a la pareja, y la chica le señalaba a su enamorado cómo se balanceaban los alambres sobre nuestras cabezas. Caí en la cuenta de que eran precisamente esos cables uno de los principales peligros, así que busqué alejarme y me encontré casi de frente con el muchacho de apariencia sospechosa (al menos para mí). Su expresión de susto, acompañada por el comentario: “y yo que pensé que me había mareado”, me hizo reír. Apenas había terminado el temblor, llegó el bus y subí como loca, diciéndole a todos los extraños que acababa de temblar, por si no se habían dado cuenta.

Al llegar al trabajo, las anécdotas, de cómo la mayoría de mis compañeros habían despertado gracias al sismo, nos hicieron reír. Sin embargo, las consecuencias en las áreas afectadas no eran cuestión de risa.

Un movimiento al pasado

Solo un par de mis compañeros vivieron, como yo, el terremoto del 4 de febrero de 1976. Y los tres coincidimos en que nada ha sido comparable a ese tremendo desastre. Yo, como casi todos los niños de ocho años, tenía un sueño profundo. Y según recuerdo fueron los gritos de mi mamá los que nos despertaron a mi hermana y a mí. La pobre trataba de llegar a nuestro cuarto donde ambas dormíamos, pero no lograba entrar porque el sismo la hacía toparse contra las paredes.

via GIPHY

En ese tiempo, tardamos más de un día, en saber del estado de salud de mi abuelo y mis tíos que vivían en la zona 2. Nosotros ni siquiera contábamos con una línea normal de teléfono y mi papá solo tenía su moto.

Aunque en la colonia Primero de Julio, donde vivíamos no hubo grandes daños, las noticias que llegaban del centro de la ciudad y de la mayor parte del país, te hacían temer. Por lo tanto, pasamos casi un mes viviendo en una improvisada casa de campaña, armada con palos y sábanas, la cual compartíamos con mis seis vecinos, dos primos de mi mamá, su papá y un par de bebés recién nacidos.

Muchos fuimos los que no nos atrevimos a volver a habitar nuestras casas, hasta varias semanas después. Y de ahí surgieron amistades, con algunos de los vecinos, que antes ni siquiera nos hablaban.

Mi familia materna perdió prácticamente su casa, y las consecuencias de ese terremoto fueron devastadoras en todo el país. Creo que para quienes vivimos esa época, es inevitable que los movimientos telúricos nos remitan a esos recuerdos que nos hacen tomar conciencia de que nada está garantizado.

Lea también: Mis 15 años: Festeja la vida o muere en el intento

Lea también: Una ciudad de múltiples personalidades

 

 

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02 de julio, 2017

En el blog de historias urbanas participa Lucy Ruíz y República lo publicará los domingos

Los temblores son, sin duda, una de las maneras más violentas que tiene la vida de recordarte que no tienes el control. Cuando la tierra bajo tus pies se sacude, no hay nada que te garantice que todo estará bien al terminar el movimiento. Los últimos dos sismos fuertes que sucedieron en Guatemala, realmente me asustaron. Sobre todo, porque tenía mucho tiempo de no percibir ningún movimiento telúrico.

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El de la madrugada del 14 de junio, me hizo levantarme de golpe. Y trajo consigo una gran desvelada, por la seguidilla de llamadas de verificación de estado, mensajes de aliento y memes que el celular hizo llegar a mis ojos y oídos, por medio de las redes sociales que no descansan.

Con el temblor del 22 de junio, me sucedieron un par de cosas entre extrañas y chistosas. Resulta que nos quedamos sin carro en la casa y tuve que volver a utilizar transporte público. Ya de por sí me asusta un poco el tener que subirme a algunas rutas de buses, y era la primera vez que abordaría una camioneta que de la calzada San Juan me debía conducir al centro de la ciudad, a través de El Naranjo. Cerca de mí había una pareja de novios, un muchacho que me dio un poco de desconfianza por su apariencia, y un señor que ofrece el servicio de moto-taxi.

Como muchas veces me ha pasado, sentí que el suelo se movía. Vi a la pareja, y la chica le señalaba a su enamorado cómo se balanceaban los alambres sobre nuestras cabezas. Caí en la cuenta de que eran precisamente esos cables uno de los principales peligros, así que busqué alejarme y me encontré casi de frente con el muchacho de apariencia sospechosa (al menos para mí). Su expresión de susto, acompañada por el comentario: “y yo que pensé que me había mareado”, me hizo reír. Apenas había terminado el temblor, llegó el bus y subí como loca, diciéndole a todos los extraños que acababa de temblar, por si no se habían dado cuenta.

Al llegar al trabajo, las anécdotas, de cómo la mayoría de mis compañeros habían despertado gracias al sismo, nos hicieron reír. Sin embargo, las consecuencias en las áreas afectadas no eran cuestión de risa.

Un movimiento al pasado

Solo un par de mis compañeros vivieron, como yo, el terremoto del 4 de febrero de 1976. Y los tres coincidimos en que nada ha sido comparable a ese tremendo desastre. Yo, como casi todos los niños de ocho años, tenía un sueño profundo. Y según recuerdo fueron los gritos de mi mamá los que nos despertaron a mi hermana y a mí. La pobre trataba de llegar a nuestro cuarto donde ambas dormíamos, pero no lograba entrar porque el sismo la hacía toparse contra las paredes.

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En ese tiempo, tardamos más de un día, en saber del estado de salud de mi abuelo y mis tíos que vivían en la zona 2. Nosotros ni siquiera contábamos con una línea normal de teléfono y mi papá solo tenía su moto.

Aunque en la colonia Primero de Julio, donde vivíamos no hubo grandes daños, las noticias que llegaban del centro de la ciudad y de la mayor parte del país, te hacían temer. Por lo tanto, pasamos casi un mes viviendo en una improvisada casa de campaña, armada con palos y sábanas, la cual compartíamos con mis seis vecinos, dos primos de mi mamá, su papá y un par de bebés recién nacidos.

Muchos fuimos los que no nos atrevimos a volver a habitar nuestras casas, hasta varias semanas después. Y de ahí surgieron amistades, con algunos de los vecinos, que antes ni siquiera nos hablaban.

Mi familia materna perdió prácticamente su casa, y las consecuencias de ese terremoto fueron devastadoras en todo el país. Creo que para quienes vivimos esa época, es inevitable que los movimientos telúricos nos remitan a esos recuerdos que nos hacen tomar conciencia de que nada está garantizado.

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