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Florence y el guatemalteco que calla

Redacción
12 de agosto, 2017

Esta es la historia (que algunos encontrarán triste, otros cómica y pocos extraerán de ella una lección de vida) de la peor soprano del mundo y de la cantante más engañada del mundo. Es también una lección profunda para ese guatemalteco que calla, que nada dice, que todo lo deja pasar ya sea por maldad, miedo o una falsa bondad.

A principios del siglo 20, Nueva York fue uno de los escenarios de actuación de Florence Foster-Jenkins, quien con la herencia recibida tras la muerte de su padre, había decidido mudarse a la gran manzana y dedicarse al canto; arte que no dominaba y que jamás llegaría a dominar. Hay quienes ni aunque entrenen mejoran, pero esto nunca lo supo Florence.

Introducida en los círculos musicales neoyorquinos, la “cantante” comenzó a hacerse un nombre en la difícil industria musical pero por todas las razones contrarias: cantaba fatal. Es más, sus chillidos imitando notas lejos de cualquier escala ni siquiera se podían considerar como “canto”. Su carencia absoluta de ritmo, su fantasmagórica afinación y su inexistente técnica nunca faltaban en sus recitales. Pero ella, cada vez más a menudo, subía a ese escenario creyendo que los aplausos, risas y chiflidos del público eran generados por su talento y no por el ridículo que hacia al abrir la boca.
Florence Foster-Jenkins estaba más que convencida que era una gran cantante. Sin embargo, no era más que una mujer a quien todo el mundo le había mentido. Para todos era un show de comedia; un circo. Para ella, era una presentación magistral de niveles musicales exorbitantes.

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¿Por qué nadie le decía la verdad? ¿Hubiese sido tan difícil ayudarla? Quizás la “comedia” era tan exitosa y por fines económicos sus promotores decidieron guardarse la incómoda verdad. O puede ser que quienes se consideraban sus seres queridos la vieran tan feliz que preferían un público llorando de risa que una Florence partida en pedazos. ¿Fue por hipocresía o por una bondad cuestionable? Sea por la razón que fuere, pasaron muchos años de mentiras y sonrisas falsas hasta que lo inevitable llegó.

A sus 76 años, Florence accedió a dar un recital en el Carnegie Hall. Las entradas se agotaron (como ya era costumbre) y los curiosos y burlones ocuparon las butacas. Sin embargo, fue la primera vez que los críticos (de gran prestigio y trayectoria) acudieron a un recital suyo. Al día siguiente, la verdad salió a la luz. Los críticos la destrozaron. No tuvieron piedad. Pero, finalmente, dijeron la verdad.

Un mes después, Florence Foster-Jenkins había muerto. No faltaron las teorías de que la cruda verdad, dicha tan tarde, la había matado. Y a pesar que una sífilis fue la que, según los médicos, se la llevó a la tumba, muchos aseguran que fue la crítica que llegó con décadas de atraso.

Esta historia, parecida al cuento del rey que pasea desnudo, y nadie le dice la verdad porque no se atreven, nos deja una lección especial para el guatemalteco que a veces por ser tan “educado” o “hipócrita” no dice las cosas tal y como son. “La mentira tiene patas cortas, pero largas pueden ser las consecuencias” canta el dicho. Del ridículo uno puede reírse pero jamás volver. ¿De quiénes nos rodeamos? ¿Serán capaces de decirnos la verdad siempre? ¿Y nosotros, que clase de críticos somos?

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Florence y el guatemalteco que calla

Redacción
12 de agosto, 2017

Esta es la historia (que algunos encontrarán triste, otros cómica y pocos extraerán de ella una lección de vida) de la peor soprano del mundo y de la cantante más engañada del mundo. Es también una lección profunda para ese guatemalteco que calla, que nada dice, que todo lo deja pasar ya sea por maldad, miedo o una falsa bondad.

A principios del siglo 20, Nueva York fue uno de los escenarios de actuación de Florence Foster-Jenkins, quien con la herencia recibida tras la muerte de su padre, había decidido mudarse a la gran manzana y dedicarse al canto; arte que no dominaba y que jamás llegaría a dominar. Hay quienes ni aunque entrenen mejoran, pero esto nunca lo supo Florence.

Introducida en los círculos musicales neoyorquinos, la “cantante” comenzó a hacerse un nombre en la difícil industria musical pero por todas las razones contrarias: cantaba fatal. Es más, sus chillidos imitando notas lejos de cualquier escala ni siquiera se podían considerar como “canto”. Su carencia absoluta de ritmo, su fantasmagórica afinación y su inexistente técnica nunca faltaban en sus recitales. Pero ella, cada vez más a menudo, subía a ese escenario creyendo que los aplausos, risas y chiflidos del público eran generados por su talento y no por el ridículo que hacia al abrir la boca.
Florence Foster-Jenkins estaba más que convencida que era una gran cantante. Sin embargo, no era más que una mujer a quien todo el mundo le había mentido. Para todos era un show de comedia; un circo. Para ella, era una presentación magistral de niveles musicales exorbitantes.

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¿Por qué nadie le decía la verdad? ¿Hubiese sido tan difícil ayudarla? Quizás la “comedia” era tan exitosa y por fines económicos sus promotores decidieron guardarse la incómoda verdad. O puede ser que quienes se consideraban sus seres queridos la vieran tan feliz que preferían un público llorando de risa que una Florence partida en pedazos. ¿Fue por hipocresía o por una bondad cuestionable? Sea por la razón que fuere, pasaron muchos años de mentiras y sonrisas falsas hasta que lo inevitable llegó.

A sus 76 años, Florence accedió a dar un recital en el Carnegie Hall. Las entradas se agotaron (como ya era costumbre) y los curiosos y burlones ocuparon las butacas. Sin embargo, fue la primera vez que los críticos (de gran prestigio y trayectoria) acudieron a un recital suyo. Al día siguiente, la verdad salió a la luz. Los críticos la destrozaron. No tuvieron piedad. Pero, finalmente, dijeron la verdad.

Un mes después, Florence Foster-Jenkins había muerto. No faltaron las teorías de que la cruda verdad, dicha tan tarde, la había matado. Y a pesar que una sífilis fue la que, según los médicos, se la llevó a la tumba, muchos aseguran que fue la crítica que llegó con décadas de atraso.

Esta historia, parecida al cuento del rey que pasea desnudo, y nadie le dice la verdad porque no se atreven, nos deja una lección especial para el guatemalteco que a veces por ser tan “educado” o “hipócrita” no dice las cosas tal y como son. “La mentira tiene patas cortas, pero largas pueden ser las consecuencias” canta el dicho. Del ridículo uno puede reírse pero jamás volver. ¿De quiénes nos rodeamos? ¿Serán capaces de decirnos la verdad siempre? ¿Y nosotros, que clase de críticos somos?

República es ajena a la opinión expresada en este artículo