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Zapatos ajenos

Redacción República
13 de agosto, 2017

En el blog de historias urbanas es de José Vicente Solórzano Aguilar.

Es cierto, no hay que generalizar, pero me atrevo a declarar que todos tenemos un compañero de trabajo conflictivo, ponededo, atento detector de los errores ajenos y presto a informarlos ante el superior de turno. Come en su escritorio sin hacer caso de las circulares que ordenan hacerlo en el área de cafetería, y suele promover alborotos entre sus compañeros si ocurre algún atraso que le impida marcar tarjeta a las cinco de la tarde en punto.

Cuando visitaba a mi psicóloga –necesito tener un confesor laico para reparar esos círculos que permanecen abiertos– recibí el consejo de probar a meterme en los zapatos de los demás. De esa manera entendería el comportamiento que tuvieron hacia mi persona; podría abrir mi corazón para dirigirles palabras de despedida, perdonarlos y sacar toda la basura acumulada durante muchos años de resentimiento. Hice este ejercicio para comprender los motivos del ponededo en cuestión. Omito los calificativos que suelo dedicarle; quedemos en que es una criatura muy tóxica y cambio de la rumbo si la veo caminar en mi dirección.

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Para meterse en los zapatos ajenos hay que disponer de tiempo en casa, a solas, para imaginarse las circunstancias en que vive la parte opuesta. Ahora que lo pienso y lo tecleo, es como tomar posesión del cuerpo de otra persona. Cierro los ojos y respiro. Poco a poco me acomodo al nuevo molde. La barriga se me ensancha. Mis pulmones claman por su dosis diaria de alquitrán. La tos de fumador me raja la tráquea. De mis axilas brota el olor que deja el mucho sudor producto de una condición hereditaria que nunca me explicaron bien y mis compañeros, en vez de acercarse a preguntar, toman por falta de higiene. Mi nuevo calzado me aprieta; tanteo que será dos números menos. Pruebo a caminar.

Me veo en una casa pequeña. Muchos niños corretean, lloran, se avientan la pelota de un lado para otro. Señal de que me casé tarde y me apresuré a cubrir mi cuota reproductora para que mi apellido no se pierda. A falta de patio con árboles y suficiente viento, tengo que salir a la calle a fumar. Estoy enojado porque Comunicaciones no hay modo que gane un partido y todos los rojos de la empresa no paran de tirarme pedradas. Las pedradas que les tiraré de vuelta, pienso; no saben que los tengo bien controlados.

Madrugo para ayudar a mi mujer a juntar los baldes y palanganas donde colectamos toda el agua que podemos. Llega por una hora, a las tres de la mañana. Tengo que comprarle sus repuestos a la moto, hace días que le traquetea la cadena. Pero se me olvida y cuando llega el fin de semana prefiero no salir para no perderme los partidos de la liga española e italiana.

No me siento tranquilo cuando mi esposa se tarda en regresar de su grupo de la iglesia. Yo la llamo y la llamo a su celular hasta que me contesta. Se enoja y me dice que no me preocupe, como si no supiera cómo está la situación. El otro día pasaron baleando a los paisanos de la tienda de enfrente porque no pagan extorsión. Cinco minutos antes y encuentran a los patojos camino de la escuela. Eso me recuerda que le tengo que hablar a mi hermano para que vigile a mi sobrino, el grande. El otro día lo vi paseando en un Mitsubishi Lancer con sus amigos del car wash. Después me enteré que consiguen la llave, agarran los carros que más les gustan y se van a dar una su vuelta por ahí. Si los para la policía, los joden porque no tienen licencia y papeles. Si chocan, ahí se los llevó la gran diabla.

Me está costando respirar bien desde hace días. Pero ni ganas me dan de ver al doctor. Se gasta mucho para que uno quede dos que tres. Y ni pensar en dejar el cigarrillo. Yo sí me lo gozo. Y me lo disfruto más cuando la gente hace caras y se pone a alejar el humo. Tanta alharaca que hacen.

En ese momento detuve mi ejercicio. Creo entender a este señor. No es fácil lidiar con las penas, el deterioro corporal, la tensión. Eso me explica por qué siempre lo veo con la mirada ceñuda. Lo compadezco… pero siempre mantendré mi distancia.

Zapatos ajenos

Redacción República
13 de agosto, 2017

En el blog de historias urbanas es de José Vicente Solórzano Aguilar.

Es cierto, no hay que generalizar, pero me atrevo a declarar que todos tenemos un compañero de trabajo conflictivo, ponededo, atento detector de los errores ajenos y presto a informarlos ante el superior de turno. Come en su escritorio sin hacer caso de las circulares que ordenan hacerlo en el área de cafetería, y suele promover alborotos entre sus compañeros si ocurre algún atraso que le impida marcar tarjeta a las cinco de la tarde en punto.

Cuando visitaba a mi psicóloga –necesito tener un confesor laico para reparar esos círculos que permanecen abiertos– recibí el consejo de probar a meterme en los zapatos de los demás. De esa manera entendería el comportamiento que tuvieron hacia mi persona; podría abrir mi corazón para dirigirles palabras de despedida, perdonarlos y sacar toda la basura acumulada durante muchos años de resentimiento. Hice este ejercicio para comprender los motivos del ponededo en cuestión. Omito los calificativos que suelo dedicarle; quedemos en que es una criatura muy tóxica y cambio de la rumbo si la veo caminar en mi dirección.

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Para meterse en los zapatos ajenos hay que disponer de tiempo en casa, a solas, para imaginarse las circunstancias en que vive la parte opuesta. Ahora que lo pienso y lo tecleo, es como tomar posesión del cuerpo de otra persona. Cierro los ojos y respiro. Poco a poco me acomodo al nuevo molde. La barriga se me ensancha. Mis pulmones claman por su dosis diaria de alquitrán. La tos de fumador me raja la tráquea. De mis axilas brota el olor que deja el mucho sudor producto de una condición hereditaria que nunca me explicaron bien y mis compañeros, en vez de acercarse a preguntar, toman por falta de higiene. Mi nuevo calzado me aprieta; tanteo que será dos números menos. Pruebo a caminar.

Me veo en una casa pequeña. Muchos niños corretean, lloran, se avientan la pelota de un lado para otro. Señal de que me casé tarde y me apresuré a cubrir mi cuota reproductora para que mi apellido no se pierda. A falta de patio con árboles y suficiente viento, tengo que salir a la calle a fumar. Estoy enojado porque Comunicaciones no hay modo que gane un partido y todos los rojos de la empresa no paran de tirarme pedradas. Las pedradas que les tiraré de vuelta, pienso; no saben que los tengo bien controlados.

Madrugo para ayudar a mi mujer a juntar los baldes y palanganas donde colectamos toda el agua que podemos. Llega por una hora, a las tres de la mañana. Tengo que comprarle sus repuestos a la moto, hace días que le traquetea la cadena. Pero se me olvida y cuando llega el fin de semana prefiero no salir para no perderme los partidos de la liga española e italiana.

No me siento tranquilo cuando mi esposa se tarda en regresar de su grupo de la iglesia. Yo la llamo y la llamo a su celular hasta que me contesta. Se enoja y me dice que no me preocupe, como si no supiera cómo está la situación. El otro día pasaron baleando a los paisanos de la tienda de enfrente porque no pagan extorsión. Cinco minutos antes y encuentran a los patojos camino de la escuela. Eso me recuerda que le tengo que hablar a mi hermano para que vigile a mi sobrino, el grande. El otro día lo vi paseando en un Mitsubishi Lancer con sus amigos del car wash. Después me enteré que consiguen la llave, agarran los carros que más les gustan y se van a dar una su vuelta por ahí. Si los para la policía, los joden porque no tienen licencia y papeles. Si chocan, ahí se los llevó la gran diabla.

Me está costando respirar bien desde hace días. Pero ni ganas me dan de ver al doctor. Se gasta mucho para que uno quede dos que tres. Y ni pensar en dejar el cigarrillo. Yo sí me lo gozo. Y me lo disfruto más cuando la gente hace caras y se pone a alejar el humo. Tanta alharaca que hacen.

En ese momento detuve mi ejercicio. Creo entender a este señor. No es fácil lidiar con las penas, el deterioro corporal, la tensión. Eso me explica por qué siempre lo veo con la mirada ceñuda. Lo compadezco… pero siempre mantendré mi distancia.