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De libertad, tolerancia y límites.

Redacción
19 de agosto, 2017
¿Debemos tolerar al intolerante?
A la luz de los acontecimientos recientes en Estados Unidos (y más específicamente en Charlottesville), se presenta una oportunidad desafortunadamente precisa para volver la cabeza hacia algunos de los principios que deberían regir toda sociedad humana en pos de su misma naturaleza. Está, por ejemplo, la libertad, muy protegida en la Constitución americana.
Los enfrentamientos entre supremacistas blancos y antifascistas recuerda mucho a la lucha fascista-comunista en la que dos grandes grupos de izquierdas se asesinaban entre sí. Una serie de eventos verdaderamente horribles que nadie quisiera ver repetidos. Es por eso que muchos argumentan que debería existir cierta limitación a la libertad de expresión e incluso de locomoción cuando los fines con los que las mismas se usen puedan herir la susceptibilidad de otros grupos sociales.
No obstante, y soslayando el obvio límite de la no agresión ni cohibición del derecho ajeno en el ejercicio del mío (entiéndase, mi actuar no es libertad si atenta contra el suyo), la verdadera pregunta es si en ese marco, podemos tolerar al intolerante, al racista, al extremista.
Para tal efecto, es preciso reconocer que en un contexto de verdadera libertad, la libre expresión no debe tener un límite impuesto en el que por más irracional que resulte lo expresado, quien emite sus barbaridades sea censurado, mientras sus acciones no limiten los derechos de quien pudiese llegar a ser víctima.
Albert Espuglas refiere que “todo individuo tiene derecho a discriminar a quien quiera en el ámbito privado, o a proferir opiniones intolerantes o controvertidas. La libertad ampara cualquier expresión de desprecio u odio al prójimo, lo mismo que ampara la contestación, la humillación y el ostracismo de los intolerantes”.
Supone esto nada más que una discriminación no-jurídica, que respete la igualdad de derechos aún cuando va acompañada del improperio más desagradable contra un individuo. Lo que no supone en absoluto, es la promoción de una cultura de odio, puesto que tal situación se encuentra al completo arbitrio del conjunto de individuos. El respeto y aprecio mutuos no pueden ni deben ser forzados, sabiendo que tan naturales son las diferencias entre uno y otro como el rechazo que las mismas causen. Este, al final, puede siempre repelerse a través de una tolerancia voluntaria y convencida, y nunca de la censura y la obligación de no ofensa del otro.
En pocas palabras, si considera repugnante la discriminación, demuestre con una argumentación bien fundamentada y hechos irreprochables la debilidad moral de las acciones libres, sí, pero no por eso correctas.
República es ajena a la opinión expresada en este artículo

De libertad, tolerancia y límites.

Redacción
19 de agosto, 2017
¿Debemos tolerar al intolerante?
A la luz de los acontecimientos recientes en Estados Unidos (y más específicamente en Charlottesville), se presenta una oportunidad desafortunadamente precisa para volver la cabeza hacia algunos de los principios que deberían regir toda sociedad humana en pos de su misma naturaleza. Está, por ejemplo, la libertad, muy protegida en la Constitución americana.
Los enfrentamientos entre supremacistas blancos y antifascistas recuerda mucho a la lucha fascista-comunista en la que dos grandes grupos de izquierdas se asesinaban entre sí. Una serie de eventos verdaderamente horribles que nadie quisiera ver repetidos. Es por eso que muchos argumentan que debería existir cierta limitación a la libertad de expresión e incluso de locomoción cuando los fines con los que las mismas se usen puedan herir la susceptibilidad de otros grupos sociales.
No obstante, y soslayando el obvio límite de la no agresión ni cohibición del derecho ajeno en el ejercicio del mío (entiéndase, mi actuar no es libertad si atenta contra el suyo), la verdadera pregunta es si en ese marco, podemos tolerar al intolerante, al racista, al extremista.
Para tal efecto, es preciso reconocer que en un contexto de verdadera libertad, la libre expresión no debe tener un límite impuesto en el que por más irracional que resulte lo expresado, quien emite sus barbaridades sea censurado, mientras sus acciones no limiten los derechos de quien pudiese llegar a ser víctima.
Albert Espuglas refiere que “todo individuo tiene derecho a discriminar a quien quiera en el ámbito privado, o a proferir opiniones intolerantes o controvertidas. La libertad ampara cualquier expresión de desprecio u odio al prójimo, lo mismo que ampara la contestación, la humillación y el ostracismo de los intolerantes”.
Supone esto nada más que una discriminación no-jurídica, que respete la igualdad de derechos aún cuando va acompañada del improperio más desagradable contra un individuo. Lo que no supone en absoluto, es la promoción de una cultura de odio, puesto que tal situación se encuentra al completo arbitrio del conjunto de individuos. El respeto y aprecio mutuos no pueden ni deben ser forzados, sabiendo que tan naturales son las diferencias entre uno y otro como el rechazo que las mismas causen. Este, al final, puede siempre repelerse a través de una tolerancia voluntaria y convencida, y nunca de la censura y la obligación de no ofensa del otro.
En pocas palabras, si considera repugnante la discriminación, demuestre con una argumentación bien fundamentada y hechos irreprochables la debilidad moral de las acciones libres, sí, pero no por eso correctas.
República es ajena a la opinión expresada en este artículo