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Vigencia del “Informe de un suicidio”

Gabriel Arana Fuentes
20 de agosto, 2017

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

I

El escritor Carlos Paniagua tuvo presencia en las letras guatemaltecas de 1991 a 1994. Dueño de una fábrica de loza situada camino a San Juan Sacatepéquez, se reveló como narrador al ganar la segunda convocatoria del premio Carlos F. Novella de cuento con su relato “La primera vez” (1991). La descripción de la muerte de un borracho a manos de un grupo de jóvenes –apodados Cantil, el Sátiro y Calduebote, por ejemplo– en las Cinco Calles que bordean la plaza El Amate, confines de la zona 1 capitalina, se divulgó en la revista Crónica. Al año siguiente demostró conocimiento del cuento fantástico al triunfar en la tercera convocatoria del premio Novella con “El imperio de los espejos” (1992): manipuló al lector al confrontarlo con el párrafo final escrito con la tipografía al revés. Su construcción revelaba la asimilación atenta y cuidadosa de firmas como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. La foto de la premiación lo muestra en playera oscura y pantalón de lona, en contraste con las corbatas y el corte inglés de la casa patrocinadora del certamen.

Dos galardones seguidos, el patrocinio de Mario Monteforte Toledo (quien le abrió las puertas de su biblioteca), la crítica de Mario Alberto Carrera (consideró que “El imperio de los espejos” no se ajustaba a las reglas del cuento), comentarios de Lucrecia Méndez de Penedo y Francisco Albizúrez Palma (“discurso narrativo impecable, un vocabulario refinado y estratégicamente colocado, un manejo arbitrario del tiempo y de la imaginación”, elogió en el diario La Hora): había atención, polémica y expectativa: ya era hora que Paniagua publicara un libro. En abril de 1993, según reza el colofón, se imprimieron los mil ejemplares de Informe de un suicidio en los talleres de Impresos Industriales.

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Para gusto de los investigadores incluyó una versión aligerada de “La primera vez” y dejó fuera “El imperio de los espejos”. Los demás cuentos muestran, a cada relectura, que Paniagua recorrió toda Centroamérica, Belice incluido, y residió varios años en México: usó “chamacos”, “madrazos” y “canicas” en vez de “patojos”, “vergazos” y “cincos”. Simpatizó con la izquierda cuando aún se corría peligro ante la autoridad vestida de uniforme si el sospechoso revelaba cierta preferencia por el rojo como bandera. Sus tramas no son predecibles: el giro lo reservaba para el final sin que el lector mejor entrenado lo sospechara. La violencia irrumpe con todos sus aparatos de tortura en escena o es una amenaza velada, al acecho de personajes de toda condición, desde niños obligados a pedir dinero cerca de los semáforos a empresarios de alta costura. El tono sombrío del libro, que anticipaba la desintegración social de Guatemala, se aligera con el relato final, “El clarividente”, donde relata las proezas del adivino Mahatma Fulvio el Iluminado.

Paniagua publicó un relato fantástico más en el diario Siglo Veintiuno y de ahí vino el silencio. Se cuenta que sigue escribiendo, no quiere saber nada del medio literario local y continúa al frente de su fábrica de loza. Incluso hay dudas respecto a su año de nacimiento; yo me acordaba que era 1951; otras fuentes citan 1958 y colocan la cifra entre signos de interrogación.

II

El miércoles 16 de agosto de 2017 amaneció con la noticia de la tala masiva de jacarandas en el bulevar Juan Pablo II, a la salida del aeropuerto internacional La Aurora. La policía logró a capturar a nueve de los cortadores, quienes afirmaron que les pagaron cien quetzales a cada uno y no dieron información acerca de quien los contrató. El rumor asegura que dueños de vallas publicitarias querían que sus anuncios estuvieran a la vista del público y mandaron cortar los árboles. Los leñadores fueron liberados poco después y aceptaron reforestar el área dañada.


Horas más tarde, el área de maternidad del hospital Roosevelt cayó bajo el fuego de fusil disparado para liberar al pandillero Anderson Cabrera, llevado a recibir tratamiento médico por orden del juez Pablo Xitumul. Murieron tres pacientes, dos guardias de Presidios, un custodio del hospital y un niño de ocho años. Cinco de los pistoleros fueron copados; Cabrera logró escapar. El día cerró con la liberación sin cargos de Anahí Keller, ex secretaria de Protección a la Niñez procesada por responsabilidad en la muerte por el fuego de 41 niñas del hogar Virgen de la Asunción, ocurrida el 8 de marzo, y la clausura provisional del caso “Bufete de la impunidad”, que involucraba a la jueza Marta Sierra de Stalling y ocho personas más acusadas de idear “medidas sustitutivas” para evitar la prisión preventiva de varios acusados en el caso “La Línea”.

Tanta maldad y tanto sospechoso suelto en el mismo día me regresó a las páginas de “Informe de un suicidio”, cuento que da título al único libro publicado por Carlos Paniagua. Hace un rato mencioné que anticipaba la desintegración social del país. No me gusta resumir argumentos –prefiero que el lector se acerque al poema, cuento, novela o ensayo sin intermediarios–, pero es material que demanda reedición y cuesta encontrar.

Entonces acá les va: un investigador encuentra un “deteriorado documento” en el archivo de la Sección de Estudios Latinoamericanos de la Sorbona. Buscaba datos acerca de un país “cuya desaparición cruel y violenta a finales del siglo XX” serviría de apoyo a su tesis “sobre la naturaleza salvaje y sanguinaria de ese continente”.

El autor del documento, quien se declara ingeniero civil graduado en Harvard y contratista en temas de seguridad, comenzó su historia así: “De este suicidio fuimos nosotros los arquitectos: fue inconsciente y gradual; a nadie tomó por sorpresa, porque, sin aceptarlo, todos sabíamos el final”. Luego recuerda cómo se pasó de hurtos menores (“pordioseros que imploraban comida y desaparecían con el plato”) y travesuras de muchachos (“untaban caca en las manijas de los autos”) a idear “pirámides para enriquecimiento instantáneo” que dejaron sin sus ahorros a miles de incautos.

Esa situación es aprovechada por

organizaciones y sectas religiosas exóticas que inundaron las calles disfrazados de monjes, boy scouts, soldados de salvación, bomberos o enfermeras. Obsequiaban libretos y baratijas para lavar los pecados y luego exigían una colaboración diez veces mayor que el regalo. Evangelistas de televisión predicaban castidad, pobreza y humildad desde sus mansiones millonarias o sus jets atestados de putas.

mientras se utilizaban vehículos estatales en campañas políticas, los diputados eran comprados en subasta para imponer o derogar leyes, las plazas de médicos y maestros se vendían en el Congreso y la evasión de impuestos se negociaba en el palacio de Gobierno.

El agua mágica para eliminar la suciedad del lago de Amatitlán, ofrecida por el empresario israelí Uri Roitman y vendida al gobierno por Q137 millones en marzo de 2015, se anticipa en este párrafo:

De empresas fantasmas, los ministerios adquirían vehículos inservibles o inexistentes, medicinas experimentales o caducas, publicidad y asesorías ficticias, y sofisticados equipos para hospitales que nadie sabía cómo armar ni operar. Una vez contrataron a un ingeniero para ensamblar una, se tomó dos años; cobró mensualmente una fortuna y el ultramoderno autoclave resultó ser una antigua tostadora de palomitas de maíz repintada en Atlanta.

La situación del país empeora. A su regreso de Harvard, el ingeniero se encuentra con el auge del sicariato, el tráfico de drogas, el robo de carros, el contrabando de armas y el lavado de dólares. El pánico se apodera del ciudadano común, cazado a tiros cuando va a cobrar su salario por “pandillas de niños delincuentes” y sometido a la extorsión de agentes uniformados. Y cuando leo que

viajar en subterráneo o en autobús, era convertirse en testigo o víctima de un asalto a puñaladas. El tránsito al interior del país fue cancelado porque se volvió rutina que los ladrones desviaran trenes y buses para desnudar a los pasajeros, violar a las mujeres y masacrar a los que se resistieran

recuerdo las noticias de buses metidos en cañaverales de la costa sur por delincuentes armados para hurgarles hasta el alma a los pasajeros, o microbuses que son emboscados en caminos rurales que solo pueden ser atravesados por carros todoterreno.

El ingeniero y sus conocidos sacan provecho del terror imperante. Crean empresas que proveen seguridad a quienes puedan pagarla. “Prosperó el servicio de guardaespaldas y mercenarios importados, perros asesinos, sitios para la práctica de la defensa personal y tiro al blanco”, enumera. Venden accesorios que bloquean la ignición del carro, desinflan las llantas o lo hacen estallar con el ladrón adentro. Al empeorar la situación en la ciudad, la gente con medios y posibilidades se aísla en sus colonias. De nada les sirve:

La misma gente que armamos para nuestra protección se dio cuenta de nuestra riqueza y en un inusitado día, nos convertimos en objeto de su codicia y blanco de su persecución. Los técnicos que adiestramos para instalar alarmas, alambradas, puertas electrónicas y equipos de vigilancia se volvieron en contra de nosotros; hoy entran y saquean a voluntad nuestras casas, negocios y oficinas. Se unieron a los criminales y son los amos de la ciudad.

El desplome es total. Se suspenden los servicios de electricidad, agua potable y recolección de basura. Ya no se suministran combustibles. Escuelas, hospitales, aeropuertos y supermercados cierran por temor a saqueos. Los periódicos y estaciones de televisión dejan de operar. Ante la escasez de alimentos, el canibalismo cunde entre los supervivientes. Los que pueden sacan a sus familias del país. “Desde París, el presidente en funciones hizo oficial su ridícula dimisión cuando hacía meses que no existía Gobierno”, ironiza el ingeniero, sitiado en el albergue subterráneo que construyó, dotado de provisiones para un año. Y todavía alcanza a escribir

Yo, que dispuse de larguísimas horas de tedio para reflexionar y escribir este informe, debo excusar la prisa con que hoy trato de concluirlo. Con miedo, observo que la cámara que aún funciona a la entrada de mi refugio, registra a cuatro hombres de aspecto criminal que vienen a robar mis alimentos y matarm…

Tal fue el escenario previsto por Carlos Paniagua en 1993. Súmenle la totalidad de las carreteras del país roídas por los baches, puentes que se desploman con la primera inundación, temor ante el primer desconocido que se nos acerque en la calle. El país citado por Paniagua evitó la desaparición a finales del siglo XX para irse al garete a lo largo del XXI. Los que tienen los medios para hacerlo se van de aquí o se refugian en sus residenciales; los demás salimos a la calle con el deseo de regresar a casa al anochecer.

Bibliografía

PANIAGUA, Carlos, Informe de un suicidio, Impresos Industriales, Ciudad de Guatemala, 1993.

Vigencia del “Informe de un suicidio”

Gabriel Arana Fuentes
20 de agosto, 2017

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

I

El escritor Carlos Paniagua tuvo presencia en las letras guatemaltecas de 1991 a 1994. Dueño de una fábrica de loza situada camino a San Juan Sacatepéquez, se reveló como narrador al ganar la segunda convocatoria del premio Carlos F. Novella de cuento con su relato “La primera vez” (1991). La descripción de la muerte de un borracho a manos de un grupo de jóvenes –apodados Cantil, el Sátiro y Calduebote, por ejemplo– en las Cinco Calles que bordean la plaza El Amate, confines de la zona 1 capitalina, se divulgó en la revista Crónica. Al año siguiente demostró conocimiento del cuento fantástico al triunfar en la tercera convocatoria del premio Novella con “El imperio de los espejos” (1992): manipuló al lector al confrontarlo con el párrafo final escrito con la tipografía al revés. Su construcción revelaba la asimilación atenta y cuidadosa de firmas como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. La foto de la premiación lo muestra en playera oscura y pantalón de lona, en contraste con las corbatas y el corte inglés de la casa patrocinadora del certamen.

Dos galardones seguidos, el patrocinio de Mario Monteforte Toledo (quien le abrió las puertas de su biblioteca), la crítica de Mario Alberto Carrera (consideró que “El imperio de los espejos” no se ajustaba a las reglas del cuento), comentarios de Lucrecia Méndez de Penedo y Francisco Albizúrez Palma (“discurso narrativo impecable, un vocabulario refinado y estratégicamente colocado, un manejo arbitrario del tiempo y de la imaginación”, elogió en el diario La Hora): había atención, polémica y expectativa: ya era hora que Paniagua publicara un libro. En abril de 1993, según reza el colofón, se imprimieron los mil ejemplares de Informe de un suicidio en los talleres de Impresos Industriales.

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Para gusto de los investigadores incluyó una versión aligerada de “La primera vez” y dejó fuera “El imperio de los espejos”. Los demás cuentos muestran, a cada relectura, que Paniagua recorrió toda Centroamérica, Belice incluido, y residió varios años en México: usó “chamacos”, “madrazos” y “canicas” en vez de “patojos”, “vergazos” y “cincos”. Simpatizó con la izquierda cuando aún se corría peligro ante la autoridad vestida de uniforme si el sospechoso revelaba cierta preferencia por el rojo como bandera. Sus tramas no son predecibles: el giro lo reservaba para el final sin que el lector mejor entrenado lo sospechara. La violencia irrumpe con todos sus aparatos de tortura en escena o es una amenaza velada, al acecho de personajes de toda condición, desde niños obligados a pedir dinero cerca de los semáforos a empresarios de alta costura. El tono sombrío del libro, que anticipaba la desintegración social de Guatemala, se aligera con el relato final, “El clarividente”, donde relata las proezas del adivino Mahatma Fulvio el Iluminado.

Paniagua publicó un relato fantástico más en el diario Siglo Veintiuno y de ahí vino el silencio. Se cuenta que sigue escribiendo, no quiere saber nada del medio literario local y continúa al frente de su fábrica de loza. Incluso hay dudas respecto a su año de nacimiento; yo me acordaba que era 1951; otras fuentes citan 1958 y colocan la cifra entre signos de interrogación.

II

El miércoles 16 de agosto de 2017 amaneció con la noticia de la tala masiva de jacarandas en el bulevar Juan Pablo II, a la salida del aeropuerto internacional La Aurora. La policía logró a capturar a nueve de los cortadores, quienes afirmaron que les pagaron cien quetzales a cada uno y no dieron información acerca de quien los contrató. El rumor asegura que dueños de vallas publicitarias querían que sus anuncios estuvieran a la vista del público y mandaron cortar los árboles. Los leñadores fueron liberados poco después y aceptaron reforestar el área dañada.


Horas más tarde, el área de maternidad del hospital Roosevelt cayó bajo el fuego de fusil disparado para liberar al pandillero Anderson Cabrera, llevado a recibir tratamiento médico por orden del juez Pablo Xitumul. Murieron tres pacientes, dos guardias de Presidios, un custodio del hospital y un niño de ocho años. Cinco de los pistoleros fueron copados; Cabrera logró escapar. El día cerró con la liberación sin cargos de Anahí Keller, ex secretaria de Protección a la Niñez procesada por responsabilidad en la muerte por el fuego de 41 niñas del hogar Virgen de la Asunción, ocurrida el 8 de marzo, y la clausura provisional del caso “Bufete de la impunidad”, que involucraba a la jueza Marta Sierra de Stalling y ocho personas más acusadas de idear “medidas sustitutivas” para evitar la prisión preventiva de varios acusados en el caso “La Línea”.

Tanta maldad y tanto sospechoso suelto en el mismo día me regresó a las páginas de “Informe de un suicidio”, cuento que da título al único libro publicado por Carlos Paniagua. Hace un rato mencioné que anticipaba la desintegración social del país. No me gusta resumir argumentos –prefiero que el lector se acerque al poema, cuento, novela o ensayo sin intermediarios–, pero es material que demanda reedición y cuesta encontrar.

Entonces acá les va: un investigador encuentra un “deteriorado documento” en el archivo de la Sección de Estudios Latinoamericanos de la Sorbona. Buscaba datos acerca de un país “cuya desaparición cruel y violenta a finales del siglo XX” serviría de apoyo a su tesis “sobre la naturaleza salvaje y sanguinaria de ese continente”.

El autor del documento, quien se declara ingeniero civil graduado en Harvard y contratista en temas de seguridad, comenzó su historia así: “De este suicidio fuimos nosotros los arquitectos: fue inconsciente y gradual; a nadie tomó por sorpresa, porque, sin aceptarlo, todos sabíamos el final”. Luego recuerda cómo se pasó de hurtos menores (“pordioseros que imploraban comida y desaparecían con el plato”) y travesuras de muchachos (“untaban caca en las manijas de los autos”) a idear “pirámides para enriquecimiento instantáneo” que dejaron sin sus ahorros a miles de incautos.

Esa situación es aprovechada por

organizaciones y sectas religiosas exóticas que inundaron las calles disfrazados de monjes, boy scouts, soldados de salvación, bomberos o enfermeras. Obsequiaban libretos y baratijas para lavar los pecados y luego exigían una colaboración diez veces mayor que el regalo. Evangelistas de televisión predicaban castidad, pobreza y humildad desde sus mansiones millonarias o sus jets atestados de putas.

mientras se utilizaban vehículos estatales en campañas políticas, los diputados eran comprados en subasta para imponer o derogar leyes, las plazas de médicos y maestros se vendían en el Congreso y la evasión de impuestos se negociaba en el palacio de Gobierno.

El agua mágica para eliminar la suciedad del lago de Amatitlán, ofrecida por el empresario israelí Uri Roitman y vendida al gobierno por Q137 millones en marzo de 2015, se anticipa en este párrafo:

De empresas fantasmas, los ministerios adquirían vehículos inservibles o inexistentes, medicinas experimentales o caducas, publicidad y asesorías ficticias, y sofisticados equipos para hospitales que nadie sabía cómo armar ni operar. Una vez contrataron a un ingeniero para ensamblar una, se tomó dos años; cobró mensualmente una fortuna y el ultramoderno autoclave resultó ser una antigua tostadora de palomitas de maíz repintada en Atlanta.

La situación del país empeora. A su regreso de Harvard, el ingeniero se encuentra con el auge del sicariato, el tráfico de drogas, el robo de carros, el contrabando de armas y el lavado de dólares. El pánico se apodera del ciudadano común, cazado a tiros cuando va a cobrar su salario por “pandillas de niños delincuentes” y sometido a la extorsión de agentes uniformados. Y cuando leo que

viajar en subterráneo o en autobús, era convertirse en testigo o víctima de un asalto a puñaladas. El tránsito al interior del país fue cancelado porque se volvió rutina que los ladrones desviaran trenes y buses para desnudar a los pasajeros, violar a las mujeres y masacrar a los que se resistieran

recuerdo las noticias de buses metidos en cañaverales de la costa sur por delincuentes armados para hurgarles hasta el alma a los pasajeros, o microbuses que son emboscados en caminos rurales que solo pueden ser atravesados por carros todoterreno.

El ingeniero y sus conocidos sacan provecho del terror imperante. Crean empresas que proveen seguridad a quienes puedan pagarla. “Prosperó el servicio de guardaespaldas y mercenarios importados, perros asesinos, sitios para la práctica de la defensa personal y tiro al blanco”, enumera. Venden accesorios que bloquean la ignición del carro, desinflan las llantas o lo hacen estallar con el ladrón adentro. Al empeorar la situación en la ciudad, la gente con medios y posibilidades se aísla en sus colonias. De nada les sirve:

La misma gente que armamos para nuestra protección se dio cuenta de nuestra riqueza y en un inusitado día, nos convertimos en objeto de su codicia y blanco de su persecución. Los técnicos que adiestramos para instalar alarmas, alambradas, puertas electrónicas y equipos de vigilancia se volvieron en contra de nosotros; hoy entran y saquean a voluntad nuestras casas, negocios y oficinas. Se unieron a los criminales y son los amos de la ciudad.

El desplome es total. Se suspenden los servicios de electricidad, agua potable y recolección de basura. Ya no se suministran combustibles. Escuelas, hospitales, aeropuertos y supermercados cierran por temor a saqueos. Los periódicos y estaciones de televisión dejan de operar. Ante la escasez de alimentos, el canibalismo cunde entre los supervivientes. Los que pueden sacan a sus familias del país. “Desde París, el presidente en funciones hizo oficial su ridícula dimisión cuando hacía meses que no existía Gobierno”, ironiza el ingeniero, sitiado en el albergue subterráneo que construyó, dotado de provisiones para un año. Y todavía alcanza a escribir

Yo, que dispuse de larguísimas horas de tedio para reflexionar y escribir este informe, debo excusar la prisa con que hoy trato de concluirlo. Con miedo, observo que la cámara que aún funciona a la entrada de mi refugio, registra a cuatro hombres de aspecto criminal que vienen a robar mis alimentos y matarm…

Tal fue el escenario previsto por Carlos Paniagua en 1993. Súmenle la totalidad de las carreteras del país roídas por los baches, puentes que se desploman con la primera inundación, temor ante el primer desconocido que se nos acerque en la calle. El país citado por Paniagua evitó la desaparición a finales del siglo XX para irse al garete a lo largo del XXI. Los que tienen los medios para hacerlo se van de aquí o se refugian en sus residenciales; los demás salimos a la calle con el deseo de regresar a casa al anochecer.

Bibliografía

PANIAGUA, Carlos, Informe de un suicidio, Impresos Industriales, Ciudad de Guatemala, 1993.