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Las miserias de la felicidad

Gabriel Arana Fuentes
10 de diciembre, 2017

Fragmento del libro El arte de la vida, de Zygmunt Bauman (Paidós), © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El Financial Times, diario de lectura obligada para muchos miles de personas ricas y poderosas, así como para muchas más que sueñan con llegar a ser como ellas, publica con periodicidad mensual un lustroso suplemento titulado Cómo gastarlo. Este «lo», evidentemente, se refiere al dinero. O, mejor aún, al dinero que queda después de atender las inversiones que prometen más dinero, de pagar la hipoteca de una casa enorme con jardín y las facturas de mantenimiento del hogar, de cumplir con el sastre, transferir las pensiones a las ex parejas y satisfacer el plazo mensual del cochazo Bentley. En resumen, el margen de libre elección (a veces amplio pero que siempre se desea más amplio) que queda una vez satisfechas las necesidades en las que los ricos y poderosos se ven obligados a sucumbir. El «lo» para gastar es la recompensa esperada a cambio de la tortura diaria de tomar decisiones azarosas y de noches de insomnio acechadas por los horrores de los pasos en falso y las apuestas equivocadas; este «lo» es la alegría que compensa las penalidades sufridas. En síntesis, «lo» equivale a felicidad. O mejor, a la esperanza de alcanzar la felicidad que es la felicidad. O, como mínimo, que se cree, y se espera fervientemente que sea.

Ann Rippin se tomó la molestia de revisar ediciones sucesivas de Cómo gastarlo y se planteó la siguiente cuestión: «Qué es lo que se ofrece a un hombre joven y moderno que empieza su camino» como fuente/símbolo/prueba material de la felicidad alcanzada. Como cabía esperar, todos los caminos hacia la felicidad pasaban por tiendas, restaurantes, salones de masaje y otros lugares donde podía gastarse el dinero. Dinero en grande, por cierto: 30 libras esterlinas por una botella de brandy o 70 por una de vino que uno podrá colocar en compañía de otras para asombro (¿o tal vez para envidia, humillación, vergüenza o devastación?) de las amistades invitadas a ver y admirar. Pero además de los precios, que sin duda dejarán fuera, casi toda la raza humana, algunos establecimientos y restaurantes tienen algo extraordinario que ofrecer, algo que impedirá al resto de la especie siquiera cruzar las puertas: una dirección secreta, terriblemente difícil de conseguir, que confiere al círculo realmente reducido que la posee el sentimiento celestial de «haber sido elegido», de ser elevado a alturas que los mortales ordinarios ni siquiera se atreven a soñar. El tipo de sentimiento que tal vez antaño experimentaban los místicos cuando oían al mensajero celestial que les otorgaba la gracia divina, pero que en nuestra época sobria, materialista y realista de la «felicidad inmediata», rara vez se consigue si no es pasando por caja.

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Como manifiesta uno de los colaboradores habituales de Cómo gastarlo, lo que hace que algunos perfumes de precio exorbitante sean «tan seductores» es el hecho de que «se mantienen con envoltorio sólo para clientes fieles». Además de una fragancia inusual ofrecen un emblema olfativo de magnificencia y de pertinencia a la compañía de los magníficos. Tal como sugiere Ann Rippin, esta dicha y otras de tipo similar combinan el hecho de pertenecer a una categoría exclusiva —un grupo vedado a casi todos los demás— con un símbolo de supremo buen gusto, de discernimiento y de conocimiento de causa (que se demuestra luciendo objetos o visitando lugares que son accesibles a unos pocos). Esta combinación lleva a la sensación de exclusividad, de ser uno de los pocos seleccionados. Las delicias del paladar, la vista, el oído, el olfato y el tacto se multiplican gracias al conocimiento de que son tan pocos, si es que hay alguno más, los que paladean o sienten estas sensaciones tan placenteras y que muchos darían un brazo o una pierna para alcanzarlas. ¿Es el sentido del privilegio lo que hace felices a los ricos y poderosos? El progreso hacia la felicidad ¿se mide por el número cada vez más reducido de compañeros de viaje? ¿O es al menos esa creencia, explícita o encubierta y nunca expresada, lo que guía a los lectores de Cómo gastarlo en su búsqueda de la felicidad?

Sea como sea, según Rippin, este camino para alcanzar el estado de felicidad en el mejor de los casos sólo tiene éxito a medias: las alegrías momentáneas que proporciona se disuelven y desaparecen rápidamente dejando tras de sí una ansiedad de larga duración. El «mundo de fantasía» que ponen en funcionamiento los editores de Cómo gastarlo, insiste Rippin, viene marcado por la «fragilidad y la transitoriedad. La lucha por la legitimación mediante la magnificencia y el exceso implica inestabilidad y vulnerabilidad». Los ocupantes de este «mundo de fantasía» son conscientes de que «nunca tendrán bastante o, en realidad, nunca lo bastante bueno para sentirse seguros. El consumo no los lleva a la seguridad ni a la saciedad, sino a la ansiedad. Lo suficiente nunca puede ser suficiente». Uno de los colaboradores de Cómo gastarlo advierte a sus lectores de que, en un mundo en el que «cualquiera» se puede permitir un coche de lujo, aquellos que apuntan realmente alto «no tienen otra opción que ir a por uno mejor».

Esto es lo que sorprende cuando uno mira (si es que lo hace) con más detenimiento, aunque no todo el mundo lo mira de este modo, menos aún se preocupan por ello y todavía menos podrían hacerlo aunque quisieran, porque los precios de los asientos con buena visibilidad están a gran distancia de sus medios y se resisten a bajar. No obstante, los breves vistazos que la mayoría de nosotros podemos echar a este tipo de «búsqueda de la felicidad», por cortesía de Hola y otras revistas que hablan de los famosos, nos invitan a tratar de imitarlos más que a advertirnos contra el intento. Al fin y al cabo, es esto lo que nos convertiría en una de estas personas que están en la cima. La perspectiva del dolor de la ansiedad, por desconcertante que sea, es un precio menor para alcanzar la cima. El mensaje parece tan inteligente como claro y sencillo: el camino hacia la felicidad pasa por la tienda y, cuanto más exclusiva sea, mayor es la felicidad alcanzada. Alcanzar la felicidad significa adquirir cosas que otras personas no tienen la oportunidad ni la perspectiva de adquirir. La felicidad requiere la individualización.

Los grandes almacenes no prosperarían de no ser por las boutiques que se sitúan en los pasajes adyacentes o con direcciones que se divulgan de forma selectiva (y sólo con discreción). Estas boutiques venden artículos distintos de los que ofrecen los grandes almacenes, pero envían el mismo mensaje y prometen cumplir sueños sorprendentemente similares. Lo que las boutiques hacen para los pocos escogidos sin duda da autoridad y credibilidad a las promesas de las copias masivas que ofrecen los grandes almacenes. Y las promesas, en ambos casos, son curiosamente similares: prometen hacerte «mejor que…» y, por tanto, capaz de abrumar, humillar, empequeñecer y disminuir a otros que han soñado con hacer lo que tú has hecho pero han fracasado. En resumen, la promesa de la norma universal de individualización también funciona para ti…

Otro periódico que lee mucha gente, el Financial Times, publica con regularidad las novedades del mercado de juegos de ordenador. Muchos de estos juegos deben su popularidad a la diversión que ofrecen: pruebas libres y seguras de la práctica de individualización que en el mundo real es tan arriesgada y peligrosa como obligada e inevitable. Estos juegos te permiten hacer lo que tal vez habrías deseado o alguien te habría conminado a hacer si no te lo hubieran impedido el temor de salir herido o las objeciones de tu conciencia por miedo a herir a otros. Un crítico entusiasta, que no parece especialmente irónico, ha descrito uno de estos juegos, recomendados como «matanza definitiva», «el último superviviente» y «el último que queda en pie», de la siguiente manera:

Lo más divertido […] es cuando se te exige estrellar el vehículo en el momento justo y con la precisión necesaria para que el conductor salga despedido como un muñeco de trapo por el parabrisas y vuele por los aires. Desde disparar al protagonista indefenso a lo largo de callejones vertiginosos hasta enviarlo rozando como un guijarro sobre grandes extensiones de agua, todo el juego es de lo más cómico, violento e hilarante.

Tu destreza (tu precisión a la hora de soltar mamporros) contra el protagonista «indefenso» (su incapacidad de devolver el golpe) es lo que proporciona la divertida e hilarante sensación de individualización. La autoestima y la estimulación del ego que se derivan de la exhibición de las habilidades supremas de uno se obtienen a expensas de la humillación del protagonista. La destreza sería la misma, pero la gratificación se reduciría a la mitad, si el protagonista no saliera despedido por el parabrisas como un muñeco de trapo mientras uno permanece a salvo, sentado en el asiento del coche.

Max Scheler señaló, ya en 1912, que más que experimentar los valores antes de compararlos, la persona media aprecia un valor sólo «en el curso y mediante la comparación» con las posesiones, condición, situación o cualidad de otra u otras personas. El problema es que el efecto secundario de tal comparación suele ser el descubrimiento de la carencia de algún valor apreciado. Este descubrimiento y, aún peor, la conciencia de que la adquisición y disfrute de este otro valor está más allá de la capacidad de la persona en cuestión, genera los sentimientos más fuertes: un deseo abrumador (más bien atormentador, porque existe la sospecha de que es imposible de satisfacer) y, a la vez, un resentimiento o rencor causado por el desesperado intento de evitar el menosprecio y minimización de uno mismo mediante la degradación e infravaloración del valor en cuestión así como de las personas que lo poseen. Vale la pena subrayar que, puesto que este sentimiento está compuesto por dos impulsos contradictorios, la experiencia de humillación provoca una actitud altamente ambivalente: una «disonancia cognitiva» prototípica, origen de un comportamiento irracional y de una fortaleza impenetrable contra los argumentos de la razón. Es también una fuente de perpetua ansiedad y de incomodidad espiritual para todos aquellos que lo sufren.

Pero, como anticipó Max Scheler, los afligidos por este mal se suman a un gran número de nuestros contemporáneos. La enfermedad es contagiosa y pocos ciudadanos de la sociedad de consumo moderna líquida, si es que hay alguno, pueden presumir de ser totalmente inmunes a la amenaza de contaminación. Nuestra vulnerabilidad, dice Scheler, es inevitable (y probablemente incurable) en un tipo de sociedad en el que la relativa igualdad de derechos políticos y de otro tipo, así como la igualdad social formalmente reconocida, van de la mano de enormes diferencias de poder, patrimonio y educación. Una sociedad en la que todo el mundo «tiene el derecho» de considerarse a sí mismo igual a cualquier otro cuando en realidad es incapaz de ser igual que ellos.

En una sociedad así, la vulnerabilidad es también (al menos potencialmente) universal. Esta universalidad, así como la universalidad de la tentación de individualización, estrechamente relacionada con la anterior, refleja la irresoluble contradicción interna de una sociedad que establece un nivel de felicidad para todos sus miembros, un nivel que la mayoría de ese «todos» no puede alcanzar o se ve impedida de hacerlo.

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#novedadesUno de los ensayos más bellos de Zygmunt Bauman en el que describe las condiciones en las que elegimos cómo…

Posted by Planeta Paidós on Tuesday, December 5, 2017

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Ann Rippin se tomó la molestia de revisar ediciones sucesivas de Cómo gastarlo y se planteó la siguiente cuestión: «Qué es lo que se ofrece a un hombre joven y moderno que empieza su camino» como fuente/símbolo/prueba material de la felicidad alcanzada. Como cabía esperar, todos los caminos hacia la felicidad pasaban por tiendas, restaurantes, salones de masaje y otros lugares donde podía gastarse el dinero. Dinero en grande, por cierto: 30 libras esterlinas por una botella de brandy o 70 por una de vino que uno podrá colocar en compañía de otras para asombro (¿o tal vez para envidia, humillación, vergüenza o devastación?) de las amistades invitadas a ver y admirar. Pero además de los precios, que sin duda dejarán fuera, casi toda la raza humana, algunos establecimientos y restaurantes tienen algo extraordinario que ofrecer, algo que impedirá al resto de la especie siquiera cruzar las puertas: una dirección secreta, terriblemente difícil de conseguir, que confiere al círculo realmente reducido que la posee el sentimiento celestial de «haber sido elegido», de ser elevado a alturas que los mortales ordinarios ni siquiera se atreven a soñar. El tipo de sentimiento que tal vez antaño experimentaban los místicos cuando oían al mensajero celestial que les otorgaba la gracia divina, pero que en nuestra época sobria, materialista y realista de la «felicidad inmediata», rara vez se consigue si no es pasando por caja.

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Como manifiesta uno de los colaboradores habituales de Cómo gastarlo, lo que hace que algunos perfumes de precio exorbitante sean «tan seductores» es el hecho de que «se mantienen con envoltorio sólo para clientes fieles». Además de una fragancia inusual ofrecen un emblema olfativo de magnificencia y de pertinencia a la compañía de los magníficos. Tal como sugiere Ann Rippin, esta dicha y otras de tipo similar combinan el hecho de pertenecer a una categoría exclusiva —un grupo vedado a casi todos los demás— con un símbolo de supremo buen gusto, de discernimiento y de conocimiento de causa (que se demuestra luciendo objetos o visitando lugares que son accesibles a unos pocos). Esta combinación lleva a la sensación de exclusividad, de ser uno de los pocos seleccionados. Las delicias del paladar, la vista, el oído, el olfato y el tacto se multiplican gracias al conocimiento de que son tan pocos, si es que hay alguno más, los que paladean o sienten estas sensaciones tan placenteras y que muchos darían un brazo o una pierna para alcanzarlas. ¿Es el sentido del privilegio lo que hace felices a los ricos y poderosos? El progreso hacia la felicidad ¿se mide por el número cada vez más reducido de compañeros de viaje? ¿O es al menos esa creencia, explícita o encubierta y nunca expresada, lo que guía a los lectores de Cómo gastarlo en su búsqueda de la felicidad?

Sea como sea, según Rippin, este camino para alcanzar el estado de felicidad en el mejor de los casos sólo tiene éxito a medias: las alegrías momentáneas que proporciona se disuelven y desaparecen rápidamente dejando tras de sí una ansiedad de larga duración. El «mundo de fantasía» que ponen en funcionamiento los editores de Cómo gastarlo, insiste Rippin, viene marcado por la «fragilidad y la transitoriedad. La lucha por la legitimación mediante la magnificencia y el exceso implica inestabilidad y vulnerabilidad». Los ocupantes de este «mundo de fantasía» son conscientes de que «nunca tendrán bastante o, en realidad, nunca lo bastante bueno para sentirse seguros. El consumo no los lleva a la seguridad ni a la saciedad, sino a la ansiedad. Lo suficiente nunca puede ser suficiente». Uno de los colaboradores de Cómo gastarlo advierte a sus lectores de que, en un mundo en el que «cualquiera» se puede permitir un coche de lujo, aquellos que apuntan realmente alto «no tienen otra opción que ir a por uno mejor».

Esto es lo que sorprende cuando uno mira (si es que lo hace) con más detenimiento, aunque no todo el mundo lo mira de este modo, menos aún se preocupan por ello y todavía menos podrían hacerlo aunque quisieran, porque los precios de los asientos con buena visibilidad están a gran distancia de sus medios y se resisten a bajar. No obstante, los breves vistazos que la mayoría de nosotros podemos echar a este tipo de «búsqueda de la felicidad», por cortesía de Hola y otras revistas que hablan de los famosos, nos invitan a tratar de imitarlos más que a advertirnos contra el intento. Al fin y al cabo, es esto lo que nos convertiría en una de estas personas que están en la cima. La perspectiva del dolor de la ansiedad, por desconcertante que sea, es un precio menor para alcanzar la cima. El mensaje parece tan inteligente como claro y sencillo: el camino hacia la felicidad pasa por la tienda y, cuanto más exclusiva sea, mayor es la felicidad alcanzada. Alcanzar la felicidad significa adquirir cosas que otras personas no tienen la oportunidad ni la perspectiva de adquirir. La felicidad requiere la individualización.

Los grandes almacenes no prosperarían de no ser por las boutiques que se sitúan en los pasajes adyacentes o con direcciones que se divulgan de forma selectiva (y sólo con discreción). Estas boutiques venden artículos distintos de los que ofrecen los grandes almacenes, pero envían el mismo mensaje y prometen cumplir sueños sorprendentemente similares. Lo que las boutiques hacen para los pocos escogidos sin duda da autoridad y credibilidad a las promesas de las copias masivas que ofrecen los grandes almacenes. Y las promesas, en ambos casos, son curiosamente similares: prometen hacerte «mejor que…» y, por tanto, capaz de abrumar, humillar, empequeñecer y disminuir a otros que han soñado con hacer lo que tú has hecho pero han fracasado. En resumen, la promesa de la norma universal de individualización también funciona para ti…

Otro periódico que lee mucha gente, el Financial Times, publica con regularidad las novedades del mercado de juegos de ordenador. Muchos de estos juegos deben su popularidad a la diversión que ofrecen: pruebas libres y seguras de la práctica de individualización que en el mundo real es tan arriesgada y peligrosa como obligada e inevitable. Estos juegos te permiten hacer lo que tal vez habrías deseado o alguien te habría conminado a hacer si no te lo hubieran impedido el temor de salir herido o las objeciones de tu conciencia por miedo a herir a otros. Un crítico entusiasta, que no parece especialmente irónico, ha descrito uno de estos juegos, recomendados como «matanza definitiva», «el último superviviente» y «el último que queda en pie», de la siguiente manera:

Lo más divertido […] es cuando se te exige estrellar el vehículo en el momento justo y con la precisión necesaria para que el conductor salga despedido como un muñeco de trapo por el parabrisas y vuele por los aires. Desde disparar al protagonista indefenso a lo largo de callejones vertiginosos hasta enviarlo rozando como un guijarro sobre grandes extensiones de agua, todo el juego es de lo más cómico, violento e hilarante.

Tu destreza (tu precisión a la hora de soltar mamporros) contra el protagonista «indefenso» (su incapacidad de devolver el golpe) es lo que proporciona la divertida e hilarante sensación de individualización. La autoestima y la estimulación del ego que se derivan de la exhibición de las habilidades supremas de uno se obtienen a expensas de la humillación del protagonista. La destreza sería la misma, pero la gratificación se reduciría a la mitad, si el protagonista no saliera despedido por el parabrisas como un muñeco de trapo mientras uno permanece a salvo, sentado en el asiento del coche.

Max Scheler señaló, ya en 1912, que más que experimentar los valores antes de compararlos, la persona media aprecia un valor sólo «en el curso y mediante la comparación» con las posesiones, condición, situación o cualidad de otra u otras personas. El problema es que el efecto secundario de tal comparación suele ser el descubrimiento de la carencia de algún valor apreciado. Este descubrimiento y, aún peor, la conciencia de que la adquisición y disfrute de este otro valor está más allá de la capacidad de la persona en cuestión, genera los sentimientos más fuertes: un deseo abrumador (más bien atormentador, porque existe la sospecha de que es imposible de satisfacer) y, a la vez, un resentimiento o rencor causado por el desesperado intento de evitar el menosprecio y minimización de uno mismo mediante la degradación e infravaloración del valor en cuestión así como de las personas que lo poseen. Vale la pena subrayar que, puesto que este sentimiento está compuesto por dos impulsos contradictorios, la experiencia de humillación provoca una actitud altamente ambivalente: una «disonancia cognitiva» prototípica, origen de un comportamiento irracional y de una fortaleza impenetrable contra los argumentos de la razón. Es también una fuente de perpetua ansiedad y de incomodidad espiritual para todos aquellos que lo sufren.

Pero, como anticipó Max Scheler, los afligidos por este mal se suman a un gran número de nuestros contemporáneos. La enfermedad es contagiosa y pocos ciudadanos de la sociedad de consumo moderna líquida, si es que hay alguno, pueden presumir de ser totalmente inmunes a la amenaza de contaminación. Nuestra vulnerabilidad, dice Scheler, es inevitable (y probablemente incurable) en un tipo de sociedad en el que la relativa igualdad de derechos políticos y de otro tipo, así como la igualdad social formalmente reconocida, van de la mano de enormes diferencias de poder, patrimonio y educación. Una sociedad en la que todo el mundo «tiene el derecho» de considerarse a sí mismo igual a cualquier otro cuando en realidad es incapaz de ser igual que ellos.

En una sociedad así, la vulnerabilidad es también (al menos potencialmente) universal. Esta universalidad, así como la universalidad de la tentación de individualización, estrechamente relacionada con la anterior, refleja la irresoluble contradicción interna de una sociedad que establece un nivel de felicidad para todos sus miembros, un nivel que la mayoría de ese «todos» no puede alcanzar o se ve impedida de hacerlo.

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