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El fuego invisible, de Javier Sierra

Gabriel Arana Fuentes
14 de enero, 2018

Fragmento del libro El fuego invisible, de Javier Sierra (Planeta), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

A menudo subestimamos el poder de las palabras. Son éstas una herramienta tan cotidiana, tan inherente a la naturaleza humana, que apenas nos damos cuenta de que una sola de ellas puede alterar nuestro destino tanto como un terremoto, una guerra o una enfermedad. Al igual que sucede en esa clase de catástrofes, el efecto transformador de una voz resulta imposible de prever. En el curso de una vida es poco probable que nadie escape a su influencia. Por eso nos conviene estar preparados. En cualquier instante —hoy, mañana o el año que viene— una mera sucesión de letras pronunciadas en el momento oportuno transformará nuestra existencia para siempre.

Lo mío, por cierto, son esa clase de voces. Son los «abracadabra», «ábrete sésamo», «te quiero», «Fiat Lux», «adiós» o «eureka» que cambian vidas y épocas enteras disfrazados a veces de nombres propios o de términos tan comunes que en otras bocas parecerían vulgares.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

Suena extraño. Me hago cargo. Pero sé muy bien de lo que hablo.

Yo soy lo que podría definirse como un «experto en palabras». Un profesional. Al menos eso dice mi currículo y el hecho de haberme convertido en el profesor de Lingüística más joven del colegio de la Santa e Indivisible Trinidad de la Reina Isabel, más conocido en Dublín como el Trinity College. He organizado ponencias en nombre de tan prestigiosa institución dentro y fuera de Irlanda. He escrito artículos en enciclopedias e incluso he abarrotado aulas dando conferencias sobre ellas. Por eso me obsesionan. Me llamo David Salas y, aunque ahora quizá eso no importe demasiado, tengo treinta años recién cumplidos, me gusta el deporte y la sensación de que, con esfuerzo, puedo llegar a superar mis límites. Pertenezco al club de remo de mi universidad, uno de los más antiguos del mundo, y desciendo de una familia acomodada. Supongo, pues, que con estos dones debería estar satisfecho con mi vida. Sin embargo, ahora mismo, me siento algo confundido.

Hace tiempo que estudio la etimología de ciertos términos, sobre todo desde que sufrí en carne propia su poder. Y es que exactamente eso —el sentirme empujado por la fuerza arrebatadora de un sustantivo— fue lo que me ocurrió cuando Susan Peacock, la omnipresente directora de estudios del Trinity, se aproximó a mí la última mañana del curso 2009-2010 y me soltó a bocajarro «aquello» mientras apuraba un café en la sala de profesores.

Su pregunta fue el verdadero origen de esta peripecia. —¿Y si te fueras un par de semanas a España, David? Quizá debería explicar antes que Susan Peacock era una

dama seria, circunspecta, que no levantaba más de metro y medio del suelo y que rara vez hablaba por hablar. Si decía algo, había que prestarle atención.

«¿A España?»

—Madrid —precisó sin que alcanzara a preguntarle.
En aquel instante, lo juro, algo se removió en mi interior.

En estos casos ocurre siempre. Así funciona la señal que nos alerta de la presencia de una palabra especial. Cuando la re- conocemos, miles de neuronas se agitan a la vez en nuestro cerebro.

España tuvo justo ese efecto.

Ese lejano viernes estaba a las puertas de las vacaciones de verano. Había terminado de poner orden a las montañas de papeles y notas con las que había lidiado para culminar mi tesis, ya no se veía ningún alumno en el campus, y estaba recorriendo los edificios de humanidades en busca de mis efectos personales antes de dar por zanjado el trimestre.

Quizá por eso la propuesta de Susan Peacock me sobresaltó.

La doctora Peacock era entonces mi jefa más inmediata y la docente más respetada del claustro. Aunque doblaba en edad a casi todos los profesores, se había ganado nuestra con- fianza y respeto a fuerza de preguntas oportunas, consejos administrativos deslizados en el momento adecuado y paseos por los jardines llenos de sabias recomendaciones académicas. Susan se había convertido en el oráculo de Delfos del Trinity College, nuestra sibila particular.

Aquel 30 de julio, tormentoso y fresco, la doctora Peacock pareció liberar su interrogante sin una intención especial, como si España acabara de cruzársele por la cabeza. Me dio la impresión de que había levantado sus ojos grises del suelo y nombró ese rincón del mapa sin ser del todo consciente de lo que estaba invocando.

—Necesitas divertirte un poco, David —añadió muy seria.

—¿Divertirme? —Le sostuve la mirada—. ¿Te parece que no me divierto lo suficiente?

—Oh, vamos. Te conozco desde que eras un crío. Inteligente, competitivo, risueño y muy muy inquieto. Nunca has tenido tiempo para poner orden a tus cosas. Lo mismo te he visto escalar montañas que arrollar a tus adversarios en los debates de la Philosophical Society. «El niño brillante.» Así te llamábamos. Y mírate ahora. Llevas meses caminando por esta institución como si fueras un alma en pena. ¿Es que no lo ves?

Al oír aquel diagnóstico sentí una punzada en el estómago, pero fui incapaz de replicar.

—¿Te das cuenta? —me reconvino—. ¡No reaccionas! Por el amor de Dios, David. Abre tu agenda, escoge a una de esas amigas que revolotean a tu alrededor y vete de vacaciones de una vez. Seguro que cualquiera estaría encantada de acompañarte.

—¡Susan! —protesté, exagerando mi asombro.

Ella rio.

—Además —añadí—, no sé si lo que ahora me conviene es que más mujeres se interpongan en mi vida. Con mi madre ya tengo bastante.

—¡Eso es patético! No necesitas nada serio. Elige a alguien con cerebro. Búscala fuera del campus si no quieres problemas y llega a un acuerdo que os beneficie a los dos. Tú ya me en- tiendes. Y cuando termine el verano tomáis caminos distintos. No conozco a ningún hombre con tu presencia y tu posición que necesite insistirle mucho a una chica para llevársela de vacaciones.

—Espero que sepas lo que me estás proponiendo —dije simulando gravedad.

—Claro que lo sé. ¡Te estoy haciendo un favor, David! Aunque… —una sonrisa malévola se dibujó entonces en sus labios—, cuando vayas a Madrid podrías reactivar también algunos de tus buenos contactos. Ya sabes. El fondo de libros de la Old Library siempre está abierto a nuevas adquisiciones. Y nos han dado un chivatazo que estaría bien verificar.

No pude evitar reírme.

—¡Ahora lo entiendo! No estás haciéndome un favor. Estás proponiéndome que siga trabajando para el Trinity…, ¡en vacaciones!

—Tal vez —aceptó—. Seguramente te interesará saber que hay un coleccionista en España dispuesto a deshacerse de un Primus calamus completo en excelente estado de conservación.

El café casi se me atragantó.

—¿El Primus calamus de Juan Caramuel? —repliqué sin dar crédito—. ¿Estás segura?

Susan Peacock asintió satisfecha.

—Eso es imposible. —Sacudí la cabeza, relamiéndome ante uno de los libros más raros y mejor ilustrados del Siglo de Oro español—. Fue una obra que apenas tuvo difusión. Tú sabes mejor que yo que en 1663 su autor mandó imprimir muy pocos ejemplares, sólo para amigos, y nadie ve uno des- de… ¿Cómo sabes que no se trata de una broma?

—¡No lo sé, David! Ése es el asunto. Cuando nos llegó la noticia intentamos localizar al propietario, pero no ha habido manera de dar con él. Por eso estaría bien que nos ayuda- ras… Además —añadió—, si finalmente lográramos adquirir esa joya, te dejaríamos presentarla por todo lo alto en la Long Room de nuestra biblioteca. Sería otro buen espaldarazo para tu carrera.

Miré a Susan asombrado. Mi carrera era justo lo que me había llevado a aquella situación. Había luchado tanto por abrirme un hueco respetable en el olimpo de los catedráticos que había dejado de lado todo lo que había sido antes. Los viajes, los deportes, las aventuras, los amigos, todo quedó re- legado cuando me embarqué en mi tesis doctoral. La señora Peacock sabía que hacía sólo una semana que la había leído. Quizá pensó que con el cum laude bajo el brazo, me apetece- ría regresar a mis «cacerías de libros».

—Y no olvides —apostilló— que si te vas unos días a España, perderás de vista a tu madre.

Mi madre. Su mención me hizo resoplar.

Susan y ella eran buenas amigas. Inseparables, diría. Ambas compartían edad —de hecho, se habían conocido hacía poco más de tres décadas en las fiestas nocturnas que se organizaban en los pisos de estudiantes de Dublín—, y la señora Peacock fue siempre la única de su pandilla que logró seguir- le el ritmo. Susan era también de las pocas personas allí que sabían pronunciar su nombre a la española —un Gloria seco, contundente, castizo, y no esa especie de Glouriah cantarín que usaban las demás con ella—. Y la única con la insolencia necesaria para echarle en cara el haberse enamorado a sus sesenta y un años de un hombre mucho más joven que ella y habernos anunciado la misma tarde de la lectura de mi tesis que pensaba casarse en septiembre.

—Vamos, chico. —Sonrió condescendiente, acercándose a la mesa llena de tetrabriks de zumo y cuencos de fruta que nos separaba—. ¿Cuánto tiempo hace que no te lanzas a una de tus búsquedas bibliográficas?

La miré sin decir palabra.

—Ya, ya… —resopló—. Ya sé que tu madre va a contraer matrimonio con un tipo al que no soportas. Pero te guste o no, van a pasarse todo el verano haciendo preparativos para su boda, así que cuanto más lejos estés de esa locura, mejor para ti.

—Lo del Primus calamus es una buena excusa. Pero ¿por qué ahora? Madrid es una sartén en verano. ¿No podrías haberte fijado en alguna subasta de libros en París?

—Necesitas algo más fuerte que una simple subasta para olvidarte de Steven y lo sabes —me reconvino.

La imagen de Steven Hallbright me vino a la mente tan molesta como el primer día. Sólo quince años mayor que yo, el novio de mi madre era uno de esos empresarios educados en Estados Unidos con ínfulas de Steve Jobs; de la octava generación de irlandeses, de los que se pavonean sin parar de sus éxitos. Había tenido que aguantarlo en tres o cuatro cenas en casa, siempre parapetado tras enormes ramos de rosas y cargado con botellas del mejor vino francés. Steven era importador de hardware, gestor de una multinacional de las telecomunicaciones, máximo responsable de un fondo de in- versión en tecnológicas en la bolsa de Dublín y, desde que conoció a mi madre, mecenas de cinco o seis pintores y diseñadores gráficos que a ella le gustaban. Observándolo, había llegado a la conclusión de que aquel maniquí tenía un complejo de Edipo de manual. De ningún modo podía consolar- me pensando que se había acercado a mi madre por su dinero. Mi impresión era que se había sentido fascinado con lo único que él no tenía y que ella derrochaba: cultura. Una cultura profunda, clásica, que la hacía parecer joven y seductora, convirtiendo los casi veinte años que los separaban en un detalle menor.

Steven era apuesto, alto, atlético, pelirrojo y parlanchín. Y, a pesar de su edad, mi madre encarnaba todo lo que un irlandés podía esperar de la belleza española: una melena morena y ondulada, ojos oscuros, piel tersa sin rastro de arrugas, una silueta impecable mantenida a fuerza de horas en el gimnasio, y una manera de caminar que parecía que nadie en el mundo iba a ser capaz de detener.

Pero era mi madre. Y desde que mi padre desapareció siendo yo un niño nunca la había visto encapricharse de ese modo.

La situación era, pues, algo incómoda para mí.

—Tú mejor que nadie deberías entenderla —diagnosticó Susan Peacock con la precisión de un psicoanalista—: Hace tiempo que a tu madre le concedieron la viudedad. Es una mujer libre.

—Libre y a la fuga también. Casi no la veo por casa.

—Y menos que la verás. Hoy iba a probarse su vestido de novia a De Stafford. Pasará el día fuera.

—¿En serio? —Fruncí el gesto—. No me ha dicho nada.

—Porque sabe que te molesta, David. Admítelo. Hace años que tu padre está oficialmente muerto. Tú eres huérfano y ella puede hacer lo que le venga en gana con su estado civil.

—Eso lo entiendo, pero…

—Lárgate, anda —espetó zanjando mi protesta—. Hazlo con o sin acompañante. Vete a España. Piérdete unos días en Madrid. Intenta contactar con ese coleccionista. Y cuando te relajes de una vez, busca nuevas amistades, música, comida…, qué sé yo. Olvídate por unas semanas de tu madre, de su no- vio, de tu trabajo, de tu tesis y de este bendito país donde nunca deja de llover. Te sentará bien y podrás seguir el mandato ese de los filósofos.

—¿El mandato? ¿Qué mandato? —refunfuñé. —Nosequeipsum. ¡Y no te rías! Soy de ciencias.
—Nosce te ipsum —la corregí, conteniendo otra risotada—.

Significa «conócete a ti mismo».
—¡Pues eso! Ya eres mayorcito para hacerlo, ¿no te parece? La mejor amiga de mi madre extendió entonces una de sus

manos de dedos huesudos y largos hasta la cartera que había dejado junto a la máquina de café, y sacó de ella un tomo encuadernado.

—¿Sabes qué es esto? —Lo agitó sobre su cabeza.

—Claro. Mi tesis. —Lo llevaba encima desde hacía días. La había visto leerlo a ratos libres en los jardines del campus, así que no me extrañó que fuera directamente a él—. «Una aproximación a las fuentes intelectuales de Parménides de Elea.»

—No. Es mucho más que eso. Es la causa de tu apatía —dijo como si fuera un diagnóstico clínico—. Junto al doctor Sanders y a su tribunal de cacatúas debo de ser el único ser huma- no del planeta que se ha leído este mamotreto al que has dedicado cuatro años de tu vida. ¡Cuatro años! Casi mil quinientos días sin salir de la biblioteca y dejándote la vista en esas bases de datos horribles. ¿No lo ves? Te estás agostando, chico. Te has dejado llevar por lo que tus antepasados esperaban de ti. Ya te has convertido en un hombre sabio, ordenado y correcto…

—Y parece, además, que algo aburrido.

—Exacto, querido. El fuego de la pasión se te está apagando. O te mueves ahora mismo y demuestras lo que eres capaz de hacer por ti… o te vas a embalsamar en vida.

—¿Me das ya por perdido?

—En absoluto. De hecho aquí mismo, en tu propia tesis, he encontrado un atisbo de esperanza —musitó, hojeando con avidez el tomo encuadernado en rústica—. ¿Qué locura fue esa de encerrarte en las cuevas de Dunmore durante dos días y dos noches?

Su mirada derramaba toneladas de mordacidad sobre mí. Se refería a algo que, en efecto, contaba en un apéndice de mi trabajo. Era el relato personal sobre lo que se me pasó por la mente durante las casi cuarenta y ocho horas de oscuridad y ayuno estricto en las que permanecí en una gruta cárstica, tratando de emular las jornadas de aislamiento extremo a las que se sometían el filósofo Parménides y sus discípulos. Quizá ése fue mi único atisbo de investigación de campo. De movimiento. Lo que los seguidores de Parménides buscaban —o eso decían los textos que estudié hasta exprimirles el alma— era comunicarse en lugares como ése con los dioses y recibir de ellos su infinita sabiduría. Pero lo que conseguí al imitarlos (en un arrebato de locura) no fue más que confusión. Lo hice pensando en lo orgulloso que habría estado mi abuelo si me hubiera visto llevar tan lejos las lecciones de uno de los padres de la filosofía griega, pero también con la estúpida esperanza de averiguar en ese «otro mundo», el de las ensoñaciones febriles del anacoreta, algo sobre el paradero de mi padre. Qué sé yo. Un vislumbre místico. Una señal. Una voz. Algo que me lo trajera a la vida más allá del puñado de malas fotografías que conservaba de él.

Fracasé, claro.

Lo único que creía haberme llevado de aquellas horas de penumbra fue un miedo nuevo a los lugares oscuros y la sensación de que cada vez que cerrara los ojos caería en los peo- res horrores que mi subconsciente pudiera fabricar.

Ya habían pasado dos años de aquello y desde entonces no había conseguido dormir una noche del tirón como antes. —Lo que explicas aquí es de locos —prosiguió Susan con aire inquisidor, recorriendo párrafos con sus dedos huesudos—, pero está escrito con un gran talento.
—Gracias —murmuré sorprendido.
—Deberías dedicarte a ello. Lo sabes. Serías un gran novelista. Como tu abuelo.
—Novelista… —rezongué—. No empieces otra vez, por

favor. Os he dicho mil veces a mi madre y a ti que no tengo motivación suficiente para pasarme la mitad de mi vida sentado frente a un folio en blanco. Además, sabes de sobra que todo el mundo me compararía con él.

Susan chascó la lengua.

—No te equivoques, querido. La motivación para escribir un buen libro la da el tener algo importante que contar. Vete a España. —Regresó tenaz a su idea—. Respira aires diferentes. Busca el libro de Caramuel. Y, de paso, échales un vistazo a tus raíces. Uno, si no es necio ni ciego, siempre termina por encontrar cosas importantes en ellas. Pero sobre todo escribe, escribe y escribe. Escríbelo todo. Mal o bien. No importa.

Escribe mientras buscas ese libro antiguo o mientras te diviertes. Da igual. A lo mejor, en ese camino, ordenando tus pensamientos y los lugares que visites, puede que des con algún tesoro… y que hasta termines comprendiendo a tu madre.

—Va a ser más fácil lo primero que lo segundo.

—En eso estamos de acuerdo. —Meneó la cabeza, dejan- do que los mechones rubios se balancearan sobre su rostro avispado—. Es tan cabezota como lo fue tu abuelo. Ayer mismo no paró hasta convencerme para que te diera esto —dijo blandiendo un sobre apaisado que sacó del interior de la tesis, como el conejo de la chistera de un mago—. Yo no que- ría. Me parecía que era obligarte, pero al recordar lo que el departamento de adquisiciones de la Old Library había oído la semana pasada acerca de ese Primus calamus lo interpreté como una oportuna coincidencia y me decidí a traértelo.

—¿Te dio esto para mí? ¿Qué es?

—Un billete de avión en primera clase para que vueles mañana mismo a Madrid.

—¡¿Mañana?!
Sus ojos brillaron.
—Así que esto es otra encerrona de mi madre —protesté—. Y encima te has prestado a ser su cómplice.
Susan Peacock fingió sentirse culpable. Vi cómo las meji- llas se le encendían ligeramente y bajaba la mirada al suelo. —No te lo tomes así, David. Sólo me dijo que quería hacerte un regalo por tu fin de tesis. —Carraspeó.
—¿Y por qué no me lo ha dado ella misma?
Los ojillos brillantes de aquella mujer menuda y con carácter se levantaron de nuevo.
—Dice que soy tu jefa y que a mí no me lo vas a rechazar… —Por eso siempre he pensado que estabas de mi parte. —Y lo estoy, David. No me gusta veros discutir. Tómate su

regalo como un gesto de buena voluntad. Además, lo del li- bro de Caramuel parece muy prometedor. No seas tonto, anda, y acepta el regalo de una vez.

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Gabriel Arana Fuentes
14 de enero, 2018

Fragmento del libro El fuego invisible, de Javier Sierra (Planeta), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

A menudo subestimamos el poder de las palabras. Son éstas una herramienta tan cotidiana, tan inherente a la naturaleza humana, que apenas nos damos cuenta de que una sola de ellas puede alterar nuestro destino tanto como un terremoto, una guerra o una enfermedad. Al igual que sucede en esa clase de catástrofes, el efecto transformador de una voz resulta imposible de prever. En el curso de una vida es poco probable que nadie escape a su influencia. Por eso nos conviene estar preparados. En cualquier instante —hoy, mañana o el año que viene— una mera sucesión de letras pronunciadas en el momento oportuno transformará nuestra existencia para siempre.

Lo mío, por cierto, son esa clase de voces. Son los «abracadabra», «ábrete sésamo», «te quiero», «Fiat Lux», «adiós» o «eureka» que cambian vidas y épocas enteras disfrazados a veces de nombres propios o de términos tan comunes que en otras bocas parecerían vulgares.

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Suena extraño. Me hago cargo. Pero sé muy bien de lo que hablo.

Yo soy lo que podría definirse como un «experto en palabras». Un profesional. Al menos eso dice mi currículo y el hecho de haberme convertido en el profesor de Lingüística más joven del colegio de la Santa e Indivisible Trinidad de la Reina Isabel, más conocido en Dublín como el Trinity College. He organizado ponencias en nombre de tan prestigiosa institución dentro y fuera de Irlanda. He escrito artículos en enciclopedias e incluso he abarrotado aulas dando conferencias sobre ellas. Por eso me obsesionan. Me llamo David Salas y, aunque ahora quizá eso no importe demasiado, tengo treinta años recién cumplidos, me gusta el deporte y la sensación de que, con esfuerzo, puedo llegar a superar mis límites. Pertenezco al club de remo de mi universidad, uno de los más antiguos del mundo, y desciendo de una familia acomodada. Supongo, pues, que con estos dones debería estar satisfecho con mi vida. Sin embargo, ahora mismo, me siento algo confundido.

Hace tiempo que estudio la etimología de ciertos términos, sobre todo desde que sufrí en carne propia su poder. Y es que exactamente eso —el sentirme empujado por la fuerza arrebatadora de un sustantivo— fue lo que me ocurrió cuando Susan Peacock, la omnipresente directora de estudios del Trinity, se aproximó a mí la última mañana del curso 2009-2010 y me soltó a bocajarro «aquello» mientras apuraba un café en la sala de profesores.

Su pregunta fue el verdadero origen de esta peripecia. —¿Y si te fueras un par de semanas a España, David? Quizá debería explicar antes que Susan Peacock era una

dama seria, circunspecta, que no levantaba más de metro y medio del suelo y que rara vez hablaba por hablar. Si decía algo, había que prestarle atención.

«¿A España?»

—Madrid —precisó sin que alcanzara a preguntarle.
En aquel instante, lo juro, algo se removió en mi interior.

En estos casos ocurre siempre. Así funciona la señal que nos alerta de la presencia de una palabra especial. Cuando la re- conocemos, miles de neuronas se agitan a la vez en nuestro cerebro.

España tuvo justo ese efecto.

Ese lejano viernes estaba a las puertas de las vacaciones de verano. Había terminado de poner orden a las montañas de papeles y notas con las que había lidiado para culminar mi tesis, ya no se veía ningún alumno en el campus, y estaba recorriendo los edificios de humanidades en busca de mis efectos personales antes de dar por zanjado el trimestre.

Quizá por eso la propuesta de Susan Peacock me sobresaltó.

La doctora Peacock era entonces mi jefa más inmediata y la docente más respetada del claustro. Aunque doblaba en edad a casi todos los profesores, se había ganado nuestra con- fianza y respeto a fuerza de preguntas oportunas, consejos administrativos deslizados en el momento adecuado y paseos por los jardines llenos de sabias recomendaciones académicas. Susan se había convertido en el oráculo de Delfos del Trinity College, nuestra sibila particular.

Aquel 30 de julio, tormentoso y fresco, la doctora Peacock pareció liberar su interrogante sin una intención especial, como si España acabara de cruzársele por la cabeza. Me dio la impresión de que había levantado sus ojos grises del suelo y nombró ese rincón del mapa sin ser del todo consciente de lo que estaba invocando.

—Necesitas divertirte un poco, David —añadió muy seria.

—¿Divertirme? —Le sostuve la mirada—. ¿Te parece que no me divierto lo suficiente?

—Oh, vamos. Te conozco desde que eras un crío. Inteligente, competitivo, risueño y muy muy inquieto. Nunca has tenido tiempo para poner orden a tus cosas. Lo mismo te he visto escalar montañas que arrollar a tus adversarios en los debates de la Philosophical Society. «El niño brillante.» Así te llamábamos. Y mírate ahora. Llevas meses caminando por esta institución como si fueras un alma en pena. ¿Es que no lo ves?

Al oír aquel diagnóstico sentí una punzada en el estómago, pero fui incapaz de replicar.

—¿Te das cuenta? —me reconvino—. ¡No reaccionas! Por el amor de Dios, David. Abre tu agenda, escoge a una de esas amigas que revolotean a tu alrededor y vete de vacaciones de una vez. Seguro que cualquiera estaría encantada de acompañarte.

—¡Susan! —protesté, exagerando mi asombro.

Ella rio.

—Además —añadí—, no sé si lo que ahora me conviene es que más mujeres se interpongan en mi vida. Con mi madre ya tengo bastante.

—¡Eso es patético! No necesitas nada serio. Elige a alguien con cerebro. Búscala fuera del campus si no quieres problemas y llega a un acuerdo que os beneficie a los dos. Tú ya me en- tiendes. Y cuando termine el verano tomáis caminos distintos. No conozco a ningún hombre con tu presencia y tu posición que necesite insistirle mucho a una chica para llevársela de vacaciones.

—Espero que sepas lo que me estás proponiendo —dije simulando gravedad.

—Claro que lo sé. ¡Te estoy haciendo un favor, David! Aunque… —una sonrisa malévola se dibujó entonces en sus labios—, cuando vayas a Madrid podrías reactivar también algunos de tus buenos contactos. Ya sabes. El fondo de libros de la Old Library siempre está abierto a nuevas adquisiciones. Y nos han dado un chivatazo que estaría bien verificar.

No pude evitar reírme.

—¡Ahora lo entiendo! No estás haciéndome un favor. Estás proponiéndome que siga trabajando para el Trinity…, ¡en vacaciones!

—Tal vez —aceptó—. Seguramente te interesará saber que hay un coleccionista en España dispuesto a deshacerse de un Primus calamus completo en excelente estado de conservación.

El café casi se me atragantó.

—¿El Primus calamus de Juan Caramuel? —repliqué sin dar crédito—. ¿Estás segura?

Susan Peacock asintió satisfecha.

—Eso es imposible. —Sacudí la cabeza, relamiéndome ante uno de los libros más raros y mejor ilustrados del Siglo de Oro español—. Fue una obra que apenas tuvo difusión. Tú sabes mejor que yo que en 1663 su autor mandó imprimir muy pocos ejemplares, sólo para amigos, y nadie ve uno des- de… ¿Cómo sabes que no se trata de una broma?

—¡No lo sé, David! Ése es el asunto. Cuando nos llegó la noticia intentamos localizar al propietario, pero no ha habido manera de dar con él. Por eso estaría bien que nos ayuda- ras… Además —añadió—, si finalmente lográramos adquirir esa joya, te dejaríamos presentarla por todo lo alto en la Long Room de nuestra biblioteca. Sería otro buen espaldarazo para tu carrera.

Miré a Susan asombrado. Mi carrera era justo lo que me había llevado a aquella situación. Había luchado tanto por abrirme un hueco respetable en el olimpo de los catedráticos que había dejado de lado todo lo que había sido antes. Los viajes, los deportes, las aventuras, los amigos, todo quedó re- legado cuando me embarqué en mi tesis doctoral. La señora Peacock sabía que hacía sólo una semana que la había leído. Quizá pensó que con el cum laude bajo el brazo, me apetece- ría regresar a mis «cacerías de libros».

—Y no olvides —apostilló— que si te vas unos días a España, perderás de vista a tu madre.

Mi madre. Su mención me hizo resoplar.

Susan y ella eran buenas amigas. Inseparables, diría. Ambas compartían edad —de hecho, se habían conocido hacía poco más de tres décadas en las fiestas nocturnas que se organizaban en los pisos de estudiantes de Dublín—, y la señora Peacock fue siempre la única de su pandilla que logró seguir- le el ritmo. Susan era también de las pocas personas allí que sabían pronunciar su nombre a la española —un Gloria seco, contundente, castizo, y no esa especie de Glouriah cantarín que usaban las demás con ella—. Y la única con la insolencia necesaria para echarle en cara el haberse enamorado a sus sesenta y un años de un hombre mucho más joven que ella y habernos anunciado la misma tarde de la lectura de mi tesis que pensaba casarse en septiembre.

—Vamos, chico. —Sonrió condescendiente, acercándose a la mesa llena de tetrabriks de zumo y cuencos de fruta que nos separaba—. ¿Cuánto tiempo hace que no te lanzas a una de tus búsquedas bibliográficas?

La miré sin decir palabra.

—Ya, ya… —resopló—. Ya sé que tu madre va a contraer matrimonio con un tipo al que no soportas. Pero te guste o no, van a pasarse todo el verano haciendo preparativos para su boda, así que cuanto más lejos estés de esa locura, mejor para ti.

—Lo del Primus calamus es una buena excusa. Pero ¿por qué ahora? Madrid es una sartén en verano. ¿No podrías haberte fijado en alguna subasta de libros en París?

—Necesitas algo más fuerte que una simple subasta para olvidarte de Steven y lo sabes —me reconvino.

La imagen de Steven Hallbright me vino a la mente tan molesta como el primer día. Sólo quince años mayor que yo, el novio de mi madre era uno de esos empresarios educados en Estados Unidos con ínfulas de Steve Jobs; de la octava generación de irlandeses, de los que se pavonean sin parar de sus éxitos. Había tenido que aguantarlo en tres o cuatro cenas en casa, siempre parapetado tras enormes ramos de rosas y cargado con botellas del mejor vino francés. Steven era importador de hardware, gestor de una multinacional de las telecomunicaciones, máximo responsable de un fondo de in- versión en tecnológicas en la bolsa de Dublín y, desde que conoció a mi madre, mecenas de cinco o seis pintores y diseñadores gráficos que a ella le gustaban. Observándolo, había llegado a la conclusión de que aquel maniquí tenía un complejo de Edipo de manual. De ningún modo podía consolar- me pensando que se había acercado a mi madre por su dinero. Mi impresión era que se había sentido fascinado con lo único que él no tenía y que ella derrochaba: cultura. Una cultura profunda, clásica, que la hacía parecer joven y seductora, convirtiendo los casi veinte años que los separaban en un detalle menor.

Steven era apuesto, alto, atlético, pelirrojo y parlanchín. Y, a pesar de su edad, mi madre encarnaba todo lo que un irlandés podía esperar de la belleza española: una melena morena y ondulada, ojos oscuros, piel tersa sin rastro de arrugas, una silueta impecable mantenida a fuerza de horas en el gimnasio, y una manera de caminar que parecía que nadie en el mundo iba a ser capaz de detener.

Pero era mi madre. Y desde que mi padre desapareció siendo yo un niño nunca la había visto encapricharse de ese modo.

La situación era, pues, algo incómoda para mí.

—Tú mejor que nadie deberías entenderla —diagnosticó Susan Peacock con la precisión de un psicoanalista—: Hace tiempo que a tu madre le concedieron la viudedad. Es una mujer libre.

—Libre y a la fuga también. Casi no la veo por casa.

—Y menos que la verás. Hoy iba a probarse su vestido de novia a De Stafford. Pasará el día fuera.

—¿En serio? —Fruncí el gesto—. No me ha dicho nada.

—Porque sabe que te molesta, David. Admítelo. Hace años que tu padre está oficialmente muerto. Tú eres huérfano y ella puede hacer lo que le venga en gana con su estado civil.

—Eso lo entiendo, pero…

—Lárgate, anda —espetó zanjando mi protesta—. Hazlo con o sin acompañante. Vete a España. Piérdete unos días en Madrid. Intenta contactar con ese coleccionista. Y cuando te relajes de una vez, busca nuevas amistades, música, comida…, qué sé yo. Olvídate por unas semanas de tu madre, de su no- vio, de tu trabajo, de tu tesis y de este bendito país donde nunca deja de llover. Te sentará bien y podrás seguir el mandato ese de los filósofos.

—¿El mandato? ¿Qué mandato? —refunfuñé. —Nosequeipsum. ¡Y no te rías! Soy de ciencias.
—Nosce te ipsum —la corregí, conteniendo otra risotada—.

Significa «conócete a ti mismo».
—¡Pues eso! Ya eres mayorcito para hacerlo, ¿no te parece? La mejor amiga de mi madre extendió entonces una de sus

manos de dedos huesudos y largos hasta la cartera que había dejado junto a la máquina de café, y sacó de ella un tomo encuadernado.

—¿Sabes qué es esto? —Lo agitó sobre su cabeza.

—Claro. Mi tesis. —Lo llevaba encima desde hacía días. La había visto leerlo a ratos libres en los jardines del campus, así que no me extrañó que fuera directamente a él—. «Una aproximación a las fuentes intelectuales de Parménides de Elea.»

—No. Es mucho más que eso. Es la causa de tu apatía —dijo como si fuera un diagnóstico clínico—. Junto al doctor Sanders y a su tribunal de cacatúas debo de ser el único ser huma- no del planeta que se ha leído este mamotreto al que has dedicado cuatro años de tu vida. ¡Cuatro años! Casi mil quinientos días sin salir de la biblioteca y dejándote la vista en esas bases de datos horribles. ¿No lo ves? Te estás agostando, chico. Te has dejado llevar por lo que tus antepasados esperaban de ti. Ya te has convertido en un hombre sabio, ordenado y correcto…

—Y parece, además, que algo aburrido.

—Exacto, querido. El fuego de la pasión se te está apagando. O te mueves ahora mismo y demuestras lo que eres capaz de hacer por ti… o te vas a embalsamar en vida.

—¿Me das ya por perdido?

—En absoluto. De hecho aquí mismo, en tu propia tesis, he encontrado un atisbo de esperanza —musitó, hojeando con avidez el tomo encuadernado en rústica—. ¿Qué locura fue esa de encerrarte en las cuevas de Dunmore durante dos días y dos noches?

Su mirada derramaba toneladas de mordacidad sobre mí. Se refería a algo que, en efecto, contaba en un apéndice de mi trabajo. Era el relato personal sobre lo que se me pasó por la mente durante las casi cuarenta y ocho horas de oscuridad y ayuno estricto en las que permanecí en una gruta cárstica, tratando de emular las jornadas de aislamiento extremo a las que se sometían el filósofo Parménides y sus discípulos. Quizá ése fue mi único atisbo de investigación de campo. De movimiento. Lo que los seguidores de Parménides buscaban —o eso decían los textos que estudié hasta exprimirles el alma— era comunicarse en lugares como ése con los dioses y recibir de ellos su infinita sabiduría. Pero lo que conseguí al imitarlos (en un arrebato de locura) no fue más que confusión. Lo hice pensando en lo orgulloso que habría estado mi abuelo si me hubiera visto llevar tan lejos las lecciones de uno de los padres de la filosofía griega, pero también con la estúpida esperanza de averiguar en ese «otro mundo», el de las ensoñaciones febriles del anacoreta, algo sobre el paradero de mi padre. Qué sé yo. Un vislumbre místico. Una señal. Una voz. Algo que me lo trajera a la vida más allá del puñado de malas fotografías que conservaba de él.

Fracasé, claro.

Lo único que creía haberme llevado de aquellas horas de penumbra fue un miedo nuevo a los lugares oscuros y la sensación de que cada vez que cerrara los ojos caería en los peo- res horrores que mi subconsciente pudiera fabricar.

Ya habían pasado dos años de aquello y desde entonces no había conseguido dormir una noche del tirón como antes. —Lo que explicas aquí es de locos —prosiguió Susan con aire inquisidor, recorriendo párrafos con sus dedos huesudos—, pero está escrito con un gran talento.
—Gracias —murmuré sorprendido.
—Deberías dedicarte a ello. Lo sabes. Serías un gran novelista. Como tu abuelo.
—Novelista… —rezongué—. No empieces otra vez, por

favor. Os he dicho mil veces a mi madre y a ti que no tengo motivación suficiente para pasarme la mitad de mi vida sentado frente a un folio en blanco. Además, sabes de sobra que todo el mundo me compararía con él.

Susan chascó la lengua.

—No te equivoques, querido. La motivación para escribir un buen libro la da el tener algo importante que contar. Vete a España. —Regresó tenaz a su idea—. Respira aires diferentes. Busca el libro de Caramuel. Y, de paso, échales un vistazo a tus raíces. Uno, si no es necio ni ciego, siempre termina por encontrar cosas importantes en ellas. Pero sobre todo escribe, escribe y escribe. Escríbelo todo. Mal o bien. No importa.

Escribe mientras buscas ese libro antiguo o mientras te diviertes. Da igual. A lo mejor, en ese camino, ordenando tus pensamientos y los lugares que visites, puede que des con algún tesoro… y que hasta termines comprendiendo a tu madre.

—Va a ser más fácil lo primero que lo segundo.

—En eso estamos de acuerdo. —Meneó la cabeza, dejan- do que los mechones rubios se balancearan sobre su rostro avispado—. Es tan cabezota como lo fue tu abuelo. Ayer mismo no paró hasta convencerme para que te diera esto —dijo blandiendo un sobre apaisado que sacó del interior de la tesis, como el conejo de la chistera de un mago—. Yo no que- ría. Me parecía que era obligarte, pero al recordar lo que el departamento de adquisiciones de la Old Library había oído la semana pasada acerca de ese Primus calamus lo interpreté como una oportuna coincidencia y me decidí a traértelo.

—¿Te dio esto para mí? ¿Qué es?

—Un billete de avión en primera clase para que vueles mañana mismo a Madrid.

—¡¿Mañana?!
Sus ojos brillaron.
—Así que esto es otra encerrona de mi madre —protesté—. Y encima te has prestado a ser su cómplice.
Susan Peacock fingió sentirse culpable. Vi cómo las meji- llas se le encendían ligeramente y bajaba la mirada al suelo. —No te lo tomes así, David. Sólo me dijo que quería hacerte un regalo por tu fin de tesis. —Carraspeó.
—¿Y por qué no me lo ha dado ella misma?
Los ojillos brillantes de aquella mujer menuda y con carácter se levantaron de nuevo.
—Dice que soy tu jefa y que a mí no me lo vas a rechazar… —Por eso siempre he pensado que estabas de mi parte. —Y lo estoy, David. No me gusta veros discutir. Tómate su

regalo como un gesto de buena voluntad. Además, lo del li- bro de Caramuel parece muy prometedor. No seas tonto, anda, y acepta el regalo de una vez.

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