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El legado de los espías, de John le Carré

Gabriel Arana Fuentes
18 de febrero, 2018

Fragmento del libro El legado de los espías, de John le Carré (Planeta), © 2018.

Traducción Claudia Conde. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

Lo que sigue es una relación verídica —la mejor que puedo ofrecer— de mi participación en la operación británica de desinformación, de nombre en clave Carambola, organizada a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta contra el servicio de inteligencia de Alemania Oriental (Stasi), y que tuvo como resultado la muerte del mejor agente secreto británico con el que he trabajado y de la mujer inocente por la que dio su vida.

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Un funcionario profesional de los servicios de inteligencia no es más inmune a los sentimientos que el resto de la humanidad. Lo importante para él es la medida en que puede suprimirlos, ya sea en tiempo real o, como en mi caso, cincuenta años después. Hasta hace un par de meses, mientras yacía por la noche en la apartada granja bretona donde vivo, oyendo los mugidos de las vacas y el parloteo de las gallinas, solía enfrentarme con resuelta determinación a las voces acusadoras que de tanto en tanto intentaban perturbar mi sueño. Era demasiado joven —protestaba yo—, demasiado inocente, demasiado ingenuo, demasiado novato. Si queréis cortar cabezas —les decía a las voces—, buscad a los grandes maestros del engaño: a George Smiley y a su jefe, Control. Su re nado ingenio —insistía—, sus tortuosos y cultivados intelectos, y no el mío, fueron la clave del triunfo y de la angustia que fue la operación Carambola. Sólo ahora, cuando el Servicio al que dediqué los mejores años de mi vida me ha pedido cuentas, me veo obligado —a mi edad y con absoluto desconcierto— a dejar constancia cueste lo que cueste de todos los aspectos de mi participación en el asunto, con sus luces y sus sombras.

El modo en que me reclutaron los servicios secretos de inteligencia —el Circus, como solíamos llamarlo los jóvenes entusiastas en aquellos tiempos supuestamente más felices en que nuestra sede no se encontraba en una grotesca fortaleza a orillas del Támesis, sino en un pomposo cúmulo victoriano de ladrillos rojos, construido sobre la curva del Cambridge Circus— sigue siendo un misterio tan profundo para mí como las circunstancias de mi nacimiento, sobre todo si tenemos en cuenta que los dos acontecimientos son inseparables.

Mi padre, a quien apenas recuerdo haber tratado, era según mi madre el hijo derrochador de una acaudalada familia anglofrancesa de las Midlands, un hombre de apetitos desenfrenados, con una herencia en rápida desintegración y un amor por Francia que lo redimía de otros defectos. En el verano de 1930, tomaba las aguas en el balneario de Saint-Malo, en la costa norte de Bretaña, donde frecuentaba casinos y maisons closes y causaba en general una gran impresión. Mi madre, única descendiente de una antigua estirpe de granjeros bretones, tenía por entonces veinte años y se encontraba casualmente en la misma localidad, haciendo de dama de honor en la boda de una amiga hija de un rico subastador de ganado. O al menos eso me contó. No dispongo de otras fuentes y sé que mi madre no habría dudado en adornar un poco la realidad de haber tenido los hechos en su contra, por lo que no me sorprendería que hubiera acudido a Saint-Malo por motivos me- nos inocentes.

Según su versión, una vez analizada la ceremonia de la boda, otra dama de honor y ella se escaparon de la recepción tras haber bebido un par de copas de champán y, vestidas aún de esta, salieron a dar un paseo por el frecuentado bulevar, por donde también paseaba mi padre. Mi madre era preciosa y un poco ligera de cascos, y su amiga no tanto. El resultado fue un romance vertiginoso. Mi madre hablaba con comprensible vaguedad de la rapidez con que se desarrolló el idilio. Hubo que organizar una segunda boda a toda prisa, y yo fui el producto. Parece ser que mi padre no era muy proclive a la vida en familia, e incluso en los primeros años de matrimonio se las arregló para estar más ausente que presente.

Entonces la historia dio un giro heroico. La guerra, como bien sabemos, lo cambia todo, y en un abrir y cerrar de ojos también cambió a mi padre. Cuando aún no habían acabado de declararla, él ya estaba llamando a la puerta del Ministerio de Guerra británico, dispuesto a ofrecer sus ser- vicios a quien los quisiera. Su misión, según mi madre, era acudir al rescate de Francia. Puede que también quisiera huir de las obligaciones familiares, pero decirlo habría sido una herejía que nunca me permití formular en presencia de mi madre. Los británicos acababan de crear una nueva Dirección de Operaciones Especiales, que recibió de Winston Churchill el famoso encargo de «incendiar Europa». Las localidades costeras del suroeste de Bretaña eran un hervidero de actividad submarina alemana, y nuestro pueblo de Lorient, antigua base naval francesa, era el punto más caliente de todos. Mi padre se lanzó cinco veces en paracaídas sobre las llanuras bretonas, se alió con todos los grupos de la Resistencia que encontró, sembró el caos y la confusión, y conoció una muerte espantosa en la cárcel de Rennes a manos de la Gestapo, dando así un ejemplo de sacrificada devoción que ningún hijo podrá igualar jamás. Su otro legado fue una injusticia cada confianza en los colegios británicos más selectos, por lo que, a pesar de su desastrosa experiencia en uno de esos internados, me vi obligado a sufrir el mismo destino.

Mis primeros años de vida habían transcurrido en el paraíso. Mi madre cocinaba y charlaba, mi abuelo era severo pero amable, y la granja era próspera. En casa hablábamos bretón. En la escuela católica del pueblo, una monja joven y guapa que durante seis meses había sido au pair en Huddersfield me enseñó los rudimentos de la lengua inglesa y, por decreto nacional, también del francés. Durante las vacaciones escolares, corría descalzo por los campos y los acantilados en torno a nuestra granja, recogía alforfón para las crepes de mi madre, cuidaba a una vieja cerda llamada Fadette y jugaba con salvaje entusiasmo con los niños del pueblo.

El futuro no significaba nada para mí hasta que me alcanzó.

En Dover, una oronda señora apellidada Murphy, prima de mi difunto padre, me separó de la mano de mi madre y me llevó a su casa en Ealing. Yo tenía ocho años. Por la ventana del tren vi mis primeros globos de defensa anti- aérea. A la hora de la cena, el señor Murphy dijo que todo acabaría al cabo de un par de meses, y la señora Murphy replicó que no estaba tan segura, hablando lentamente y de manera repetitiva para que yo la entendiera. Al día siguiente, la señora Murphy me llevó a Selfridges a comprar el uniforme del colegio y guardó con cuidado todas las facturas. Un día después, me despidió llorando en el andén de la estación de Paddington, mientras yo la saludaba agitando mi gorra nueva de colegial.

El deseo de mi padre de convertirme en un niño inglés no requiere demasiadas explicaciones. Había una guerra. Los colegios tenían que arreglarse con lo que tenían. Dejé de ser Pierre y me convertí en Peter. Mis compañeros se burlaban de mi inglés defectuoso, y mis atribulados profe- sores, de mi francés con acento bretón. Nuestro pueblecito de Les Deux Églises —me informaron casi de pasada— había sido ocupado por los alemanes. Las cartas de mi madre me llegaban, cuando llegaban, en sobres marrones franqueados en Londres con sellos británicos. Solamente muchos años después comprendí que habían tenido que pasar por muchas manos valientes antes de llegar a las mías. Las vacaciones eran una borrosa sucesión de campamentos infantiles y padres subrogados. El colegio de ladrillo rojo se convirtió en internado de granito gris, pero el menú siguió siendo el mismo: la misma margarina, las mismas homilías sobre patriotismo e imperio, la misma violencia arbitraria, la misma despreocupada crueldad y el mismo impulso sexual sin atender ni apaciguar. Una tarde de primavera de 1944, poco antes de los desembarcos del Día D, el director me llamó a su despacho, me informó de que mi padre había caído en combate y me dijo que debía sentirme orgulloso. Por razones de seguridad, no podía ofrecerme más detalles.

Yo tenía dieciséis años cuando al final de un segundo semestre particularmente tedioso volví a Bretaña, ya en tiempos de paz, convertido en un inglés inadaptado que aún no había crecido del todo. Mi abuelo había muerto. Una nueva pareja, un tal monsieur Émile, compartía la cama de mi madre. No me cayó bien. Les habían regalado a los alemanes la mitad de Fadette y a la Resistencia la otra mitad. Para huir de las contradicciones de mi infancia, e impulsado tal vez por cierto sentido de la obligación filial, me metí de polizón en un tren con destino a Marsella e in- tenté alistarme en la Legión Extranjera, añadiendo un año a mi edad. Mi quijotesca aventura acabó abruptamente cuando la Legión, contra todo pronóstico, aceptó las alegaciones de mi madre en el sentido de que yo no era extranjero, sino francés, y me envió de vuelta a mi cautiverio, que esta vez se desarrollaría en el elegante suburbio londinense de Shoreditch, donde Markus, un improbable hermanas- tro de mi padre, propietario de una empresa importadora de pieles y alfombras de la Unión Soviética —que él siempre llamaba Rusia—, se había ofrecido para enseñarme el negocio.

El tío Markus es otro de los misterios sin resolver de mi vida. Hasta hoy mismo no sé si quienes más adelante serían mis jefes inspiraron de algún modo su oferta de empleo. Cuando le pregunté cómo había muerto mi padre, su expresión presión fue de reprobación, pero no hacia mi padre, sino hacia mí, por mi falta de tacto. A veces me pregunto si la inclinación al secretismo puede ser innata, del mismo modo que lo son a veces la riqueza, la estatura elevada o el oído musical. Markus no era malo, ni hermético ni descortés. Simplemente sabía guardar sus secretos. Era centroeuropeo y se apellidaba Collins. Nunca supe qué nombres había tenido antes. Hablaba un inglés muy fluido con acento extranjero, pero nunca pude averiguar cuál era su lengua materna. Me llamaba Pierre. Tenía una amiga llamada Dolly, dueña de una sombrerería en Wapping, que venía a recogerlo a la puerta del almacén los viernes por la tarde; pero nunca supe adónde iban los fines de semana, ni si estaban casados entre sí o con terceras personas. Dolly tenía un Bernie en su vida, pero nunca supe si era su marido, su hijo o su hermano, porque ella también había nacido con el sello del secretismo.

Y ni siquiera en retrospectiva sé si la Transiberiana de Pieles y Alfombras Finas era realmente una empresa de importación o una tapadera montada por los servicios de inteligencia. Cuando más adelante intenté averiguarlo, di contra un muro. Sabía que cuando el tío Markus se prepa- raba para asistir a una feria comercial, ya fuera en Kiev, Perm o Irkutsk, solía temblar mucho, y cuando regresaba bebía bastante. Y que en los días previos a una de aquellas ferias, un inglés de cuidada dicción llamado Jack visitaba nuestro local, encandilaba a las secretarias con su encanto, me saludaba asomando la cabeza por la puerta de la sala de clasificación («Hola, Peter —nunca Pierre—. ¿Todo bien?») y se llevaba a Markus a comer a algún sitio. Después de comer, Markus volvía a la o cina y se encerraba en su des­ pacho.

Jack decía ser un comerciante de pieles de marta, pero ahora sé que su mercancía era la información secreta, por- que cuando Markus anunció que su médico le había prohibido seguir asistiendo a las ferias, Jack sugirió que lo acompañara yo en su lugar y me llevó al Travellers Club de Pall Mall, donde me preguntó si habría preferido la vida en la Legión, si iba en serio con alguna de las chicas con las que salía, si podía explicarle por qué había abandonado el colegio, teniendo en cuenta que había llegado a ser capitán del club de boxeo, y si alguna vez había considerado prestar un servicio a mi país —se refería a Inglaterra—, porque si sentía haberme perdido la guerra a causa de mi edad, ahora te- nía la oportunidad de ponerme al día. Mencionó a mi padre sólo una vez durante la comida y lo hizo tan de pasada que tuve la sensación de que perfectamente podría haberse olvidado del tema.

—Ah, en cuanto a tu admirado padre… Lo que voy a decirte es extraoficial y negaré haberlo dicho, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Era un tipo muy valiente, que hizo un trabajo condenadamente bueno para su país. Para sus dos países. No hace falta añadir nada más, ¿verdad?

—Si usted lo dice.
—Brindo por él.
Levanté la copa y brindamos en silencio.
En una elegante casa de campo en Hampshire, Jack y su

colega Sandy, junto con una eficiente joven llamada Emily, de la que me enamoré al instante, me impartieron un curso breve sobre la manera de recoger el contenido de un buzón clandestino en el centro de Kiev, que consistía en una baldosa suelta en la pared de un viejo quiosco de tabaco, del que tenían una réplica montada en el invernadero. También me enseñaron a interpretar la señal de seguridad que me indicaría si podía actuar (en este caso, una deslucida cinta verde atada a un pasamanos), y a indicar con posterioridad que el material había sido recogido, arrojando un paquete vacío de cigarrillos rusos en una papelera situada junto a una parada de autobús.

—Y cuando solicites el visado ruso, Peter, quizá sea mejor que presentes el pasaporte francés en lugar del británico —me sugirió Jack en tono despreocupado, antes de recordarme que la empresa del tío Markus tenía una filial en París—. Y, por cierto, ni se te ocurra intentar nada con Emily —añadió por si estaba pensando lo contrario, como de hecho lo estaba haciendo.

Aquélla fue mi primera salida, la primera misión que desempeñé para lo que más adelante conocería como el Circus, la primera vez que me consideré un combatiente secreto, a imagen y semejanza de mi difunto padre. Ya no recuerdo con exactitud las otras salidas que hice en un par de años, pero debieron de ser por lo menos media docena a Leningrado, Gdansk y Sofía, y, más adelante, a Leipzig y Dresde, y todas ellas sin incidentes, hasta donde yo sé, si excluimos la tensión de la preparación y la adaptación a la vida diaria tras el regreso.

Durante largos fines de semana en otra casa de campo rodeada de otro hermoso jardín, fui añadiendo nuevos trucos a mi repertorio, como la contravigilancia o la manera de rozar apenas a un desconocido en medio de la multitud para efectuar una entrega furtiva. En algún momento en medio de aquellos juegos, en una discreta ceremonia organizada en un piso seguro de South Audley Street, me hicieron entrega de las medallas al valor de mi padre, una francesa y otra inglesa, y de los diplomas que justicaban su concesión. ¿Por qué la demora? Podría haberlo investigado, pero para entonces había aprendido a no hacer preguntas.

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1

Lo que sigue es una relación verídica —la mejor que puedo ofrecer— de mi participación en la operación británica de desinformación, de nombre en clave Carambola, organizada a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta contra el servicio de inteligencia de Alemania Oriental (Stasi), y que tuvo como resultado la muerte del mejor agente secreto británico con el que he trabajado y de la mujer inocente por la que dio su vida.

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Un funcionario profesional de los servicios de inteligencia no es más inmune a los sentimientos que el resto de la humanidad. Lo importante para él es la medida en que puede suprimirlos, ya sea en tiempo real o, como en mi caso, cincuenta años después. Hasta hace un par de meses, mientras yacía por la noche en la apartada granja bretona donde vivo, oyendo los mugidos de las vacas y el parloteo de las gallinas, solía enfrentarme con resuelta determinación a las voces acusadoras que de tanto en tanto intentaban perturbar mi sueño. Era demasiado joven —protestaba yo—, demasiado inocente, demasiado ingenuo, demasiado novato. Si queréis cortar cabezas —les decía a las voces—, buscad a los grandes maestros del engaño: a George Smiley y a su jefe, Control. Su re nado ingenio —insistía—, sus tortuosos y cultivados intelectos, y no el mío, fueron la clave del triunfo y de la angustia que fue la operación Carambola. Sólo ahora, cuando el Servicio al que dediqué los mejores años de mi vida me ha pedido cuentas, me veo obligado —a mi edad y con absoluto desconcierto— a dejar constancia cueste lo que cueste de todos los aspectos de mi participación en el asunto, con sus luces y sus sombras.

El modo en que me reclutaron los servicios secretos de inteligencia —el Circus, como solíamos llamarlo los jóvenes entusiastas en aquellos tiempos supuestamente más felices en que nuestra sede no se encontraba en una grotesca fortaleza a orillas del Támesis, sino en un pomposo cúmulo victoriano de ladrillos rojos, construido sobre la curva del Cambridge Circus— sigue siendo un misterio tan profundo para mí como las circunstancias de mi nacimiento, sobre todo si tenemos en cuenta que los dos acontecimientos son inseparables.

Mi padre, a quien apenas recuerdo haber tratado, era según mi madre el hijo derrochador de una acaudalada familia anglofrancesa de las Midlands, un hombre de apetitos desenfrenados, con una herencia en rápida desintegración y un amor por Francia que lo redimía de otros defectos. En el verano de 1930, tomaba las aguas en el balneario de Saint-Malo, en la costa norte de Bretaña, donde frecuentaba casinos y maisons closes y causaba en general una gran impresión. Mi madre, única descendiente de una antigua estirpe de granjeros bretones, tenía por entonces veinte años y se encontraba casualmente en la misma localidad, haciendo de dama de honor en la boda de una amiga hija de un rico subastador de ganado. O al menos eso me contó. No dispongo de otras fuentes y sé que mi madre no habría dudado en adornar un poco la realidad de haber tenido los hechos en su contra, por lo que no me sorprendería que hubiera acudido a Saint-Malo por motivos me- nos inocentes.

Según su versión, una vez analizada la ceremonia de la boda, otra dama de honor y ella se escaparon de la recepción tras haber bebido un par de copas de champán y, vestidas aún de esta, salieron a dar un paseo por el frecuentado bulevar, por donde también paseaba mi padre. Mi madre era preciosa y un poco ligera de cascos, y su amiga no tanto. El resultado fue un romance vertiginoso. Mi madre hablaba con comprensible vaguedad de la rapidez con que se desarrolló el idilio. Hubo que organizar una segunda boda a toda prisa, y yo fui el producto. Parece ser que mi padre no era muy proclive a la vida en familia, e incluso en los primeros años de matrimonio se las arregló para estar más ausente que presente.

Entonces la historia dio un giro heroico. La guerra, como bien sabemos, lo cambia todo, y en un abrir y cerrar de ojos también cambió a mi padre. Cuando aún no habían acabado de declararla, él ya estaba llamando a la puerta del Ministerio de Guerra británico, dispuesto a ofrecer sus ser- vicios a quien los quisiera. Su misión, según mi madre, era acudir al rescate de Francia. Puede que también quisiera huir de las obligaciones familiares, pero decirlo habría sido una herejía que nunca me permití formular en presencia de mi madre. Los británicos acababan de crear una nueva Dirección de Operaciones Especiales, que recibió de Winston Churchill el famoso encargo de «incendiar Europa». Las localidades costeras del suroeste de Bretaña eran un hervidero de actividad submarina alemana, y nuestro pueblo de Lorient, antigua base naval francesa, era el punto más caliente de todos. Mi padre se lanzó cinco veces en paracaídas sobre las llanuras bretonas, se alió con todos los grupos de la Resistencia que encontró, sembró el caos y la confusión, y conoció una muerte espantosa en la cárcel de Rennes a manos de la Gestapo, dando así un ejemplo de sacrificada devoción que ningún hijo podrá igualar jamás. Su otro legado fue una injusticia cada confianza en los colegios británicos más selectos, por lo que, a pesar de su desastrosa experiencia en uno de esos internados, me vi obligado a sufrir el mismo destino.

Mis primeros años de vida habían transcurrido en el paraíso. Mi madre cocinaba y charlaba, mi abuelo era severo pero amable, y la granja era próspera. En casa hablábamos bretón. En la escuela católica del pueblo, una monja joven y guapa que durante seis meses había sido au pair en Huddersfield me enseñó los rudimentos de la lengua inglesa y, por decreto nacional, también del francés. Durante las vacaciones escolares, corría descalzo por los campos y los acantilados en torno a nuestra granja, recogía alforfón para las crepes de mi madre, cuidaba a una vieja cerda llamada Fadette y jugaba con salvaje entusiasmo con los niños del pueblo.

El futuro no significaba nada para mí hasta que me alcanzó.

En Dover, una oronda señora apellidada Murphy, prima de mi difunto padre, me separó de la mano de mi madre y me llevó a su casa en Ealing. Yo tenía ocho años. Por la ventana del tren vi mis primeros globos de defensa anti- aérea. A la hora de la cena, el señor Murphy dijo que todo acabaría al cabo de un par de meses, y la señora Murphy replicó que no estaba tan segura, hablando lentamente y de manera repetitiva para que yo la entendiera. Al día siguiente, la señora Murphy me llevó a Selfridges a comprar el uniforme del colegio y guardó con cuidado todas las facturas. Un día después, me despidió llorando en el andén de la estación de Paddington, mientras yo la saludaba agitando mi gorra nueva de colegial.

El deseo de mi padre de convertirme en un niño inglés no requiere demasiadas explicaciones. Había una guerra. Los colegios tenían que arreglarse con lo que tenían. Dejé de ser Pierre y me convertí en Peter. Mis compañeros se burlaban de mi inglés defectuoso, y mis atribulados profe- sores, de mi francés con acento bretón. Nuestro pueblecito de Les Deux Églises —me informaron casi de pasada— había sido ocupado por los alemanes. Las cartas de mi madre me llegaban, cuando llegaban, en sobres marrones franqueados en Londres con sellos británicos. Solamente muchos años después comprendí que habían tenido que pasar por muchas manos valientes antes de llegar a las mías. Las vacaciones eran una borrosa sucesión de campamentos infantiles y padres subrogados. El colegio de ladrillo rojo se convirtió en internado de granito gris, pero el menú siguió siendo el mismo: la misma margarina, las mismas homilías sobre patriotismo e imperio, la misma violencia arbitraria, la misma despreocupada crueldad y el mismo impulso sexual sin atender ni apaciguar. Una tarde de primavera de 1944, poco antes de los desembarcos del Día D, el director me llamó a su despacho, me informó de que mi padre había caído en combate y me dijo que debía sentirme orgulloso. Por razones de seguridad, no podía ofrecerme más detalles.

Yo tenía dieciséis años cuando al final de un segundo semestre particularmente tedioso volví a Bretaña, ya en tiempos de paz, convertido en un inglés inadaptado que aún no había crecido del todo. Mi abuelo había muerto. Una nueva pareja, un tal monsieur Émile, compartía la cama de mi madre. No me cayó bien. Les habían regalado a los alemanes la mitad de Fadette y a la Resistencia la otra mitad. Para huir de las contradicciones de mi infancia, e impulsado tal vez por cierto sentido de la obligación filial, me metí de polizón en un tren con destino a Marsella e in- tenté alistarme en la Legión Extranjera, añadiendo un año a mi edad. Mi quijotesca aventura acabó abruptamente cuando la Legión, contra todo pronóstico, aceptó las alegaciones de mi madre en el sentido de que yo no era extranjero, sino francés, y me envió de vuelta a mi cautiverio, que esta vez se desarrollaría en el elegante suburbio londinense de Shoreditch, donde Markus, un improbable hermanas- tro de mi padre, propietario de una empresa importadora de pieles y alfombras de la Unión Soviética —que él siempre llamaba Rusia—, se había ofrecido para enseñarme el negocio.

El tío Markus es otro de los misterios sin resolver de mi vida. Hasta hoy mismo no sé si quienes más adelante serían mis jefes inspiraron de algún modo su oferta de empleo. Cuando le pregunté cómo había muerto mi padre, su expresión presión fue de reprobación, pero no hacia mi padre, sino hacia mí, por mi falta de tacto. A veces me pregunto si la inclinación al secretismo puede ser innata, del mismo modo que lo son a veces la riqueza, la estatura elevada o el oído musical. Markus no era malo, ni hermético ni descortés. Simplemente sabía guardar sus secretos. Era centroeuropeo y se apellidaba Collins. Nunca supe qué nombres había tenido antes. Hablaba un inglés muy fluido con acento extranjero, pero nunca pude averiguar cuál era su lengua materna. Me llamaba Pierre. Tenía una amiga llamada Dolly, dueña de una sombrerería en Wapping, que venía a recogerlo a la puerta del almacén los viernes por la tarde; pero nunca supe adónde iban los fines de semana, ni si estaban casados entre sí o con terceras personas. Dolly tenía un Bernie en su vida, pero nunca supe si era su marido, su hijo o su hermano, porque ella también había nacido con el sello del secretismo.

Y ni siquiera en retrospectiva sé si la Transiberiana de Pieles y Alfombras Finas era realmente una empresa de importación o una tapadera montada por los servicios de inteligencia. Cuando más adelante intenté averiguarlo, di contra un muro. Sabía que cuando el tío Markus se prepa- raba para asistir a una feria comercial, ya fuera en Kiev, Perm o Irkutsk, solía temblar mucho, y cuando regresaba bebía bastante. Y que en los días previos a una de aquellas ferias, un inglés de cuidada dicción llamado Jack visitaba nuestro local, encandilaba a las secretarias con su encanto, me saludaba asomando la cabeza por la puerta de la sala de clasificación («Hola, Peter —nunca Pierre—. ¿Todo bien?») y se llevaba a Markus a comer a algún sitio. Después de comer, Markus volvía a la o cina y se encerraba en su des­ pacho.

Jack decía ser un comerciante de pieles de marta, pero ahora sé que su mercancía era la información secreta, por- que cuando Markus anunció que su médico le había prohibido seguir asistiendo a las ferias, Jack sugirió que lo acompañara yo en su lugar y me llevó al Travellers Club de Pall Mall, donde me preguntó si habría preferido la vida en la Legión, si iba en serio con alguna de las chicas con las que salía, si podía explicarle por qué había abandonado el colegio, teniendo en cuenta que había llegado a ser capitán del club de boxeo, y si alguna vez había considerado prestar un servicio a mi país —se refería a Inglaterra—, porque si sentía haberme perdido la guerra a causa de mi edad, ahora te- nía la oportunidad de ponerme al día. Mencionó a mi padre sólo una vez durante la comida y lo hizo tan de pasada que tuve la sensación de que perfectamente podría haberse olvidado del tema.

—Ah, en cuanto a tu admirado padre… Lo que voy a decirte es extraoficial y negaré haberlo dicho, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Era un tipo muy valiente, que hizo un trabajo condenadamente bueno para su país. Para sus dos países. No hace falta añadir nada más, ¿verdad?

—Si usted lo dice.
—Brindo por él.
Levanté la copa y brindamos en silencio.
En una elegante casa de campo en Hampshire, Jack y su

colega Sandy, junto con una eficiente joven llamada Emily, de la que me enamoré al instante, me impartieron un curso breve sobre la manera de recoger el contenido de un buzón clandestino en el centro de Kiev, que consistía en una baldosa suelta en la pared de un viejo quiosco de tabaco, del que tenían una réplica montada en el invernadero. También me enseñaron a interpretar la señal de seguridad que me indicaría si podía actuar (en este caso, una deslucida cinta verde atada a un pasamanos), y a indicar con posterioridad que el material había sido recogido, arrojando un paquete vacío de cigarrillos rusos en una papelera situada junto a una parada de autobús.

—Y cuando solicites el visado ruso, Peter, quizá sea mejor que presentes el pasaporte francés en lugar del británico —me sugirió Jack en tono despreocupado, antes de recordarme que la empresa del tío Markus tenía una filial en París—. Y, por cierto, ni se te ocurra intentar nada con Emily —añadió por si estaba pensando lo contrario, como de hecho lo estaba haciendo.

Aquélla fue mi primera salida, la primera misión que desempeñé para lo que más adelante conocería como el Circus, la primera vez que me consideré un combatiente secreto, a imagen y semejanza de mi difunto padre. Ya no recuerdo con exactitud las otras salidas que hice en un par de años, pero debieron de ser por lo menos media docena a Leningrado, Gdansk y Sofía, y, más adelante, a Leipzig y Dresde, y todas ellas sin incidentes, hasta donde yo sé, si excluimos la tensión de la preparación y la adaptación a la vida diaria tras el regreso.

Durante largos fines de semana en otra casa de campo rodeada de otro hermoso jardín, fui añadiendo nuevos trucos a mi repertorio, como la contravigilancia o la manera de rozar apenas a un desconocido en medio de la multitud para efectuar una entrega furtiva. En algún momento en medio de aquellos juegos, en una discreta ceremonia organizada en un piso seguro de South Audley Street, me hicieron entrega de las medallas al valor de mi padre, una francesa y otra inglesa, y de los diplomas que justicaban su concesión. ¿Por qué la demora? Podría haberlo investigado, pero para entonces había aprendido a no hacer preguntas.

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