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La agonía de Guatemala

Redacción República
16 de mayo, 2018

En 1930 Miguel de Unamuno publicó otro de sus magistrales ensayos bajo el sugestivo título: “La Agonía del Cristianismo”, muy en la línea del existencialismo angustioso que empezaba a imponerse en toda Europa tras aquella inútil y criminal hecatombe que fue para todos la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Eran los tiempos de Martín Heidegger y de su “angustia existencial”, heredada de Kierkegaard, con la que Unamuno identificó cualquier sobrevivir humano.

Algo así entiendo el momento actual de Guatemala, este bellísimo país con tanta gente buena aunque no menos mayoritariamente ingenua.

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Hace aproximadamente un mes, vi por televisión cuando el Presidente de la Corte de Constitucionalidad Francisco de Mata Vela le pasaba el símbolo de su dignidad institucional a la nueva Presidente de lo que figura como máxima autoridad legal en materia constitucional, la licenciada Dina Ochoa Escribá. Muchas hermosas palabras, algunos recuentos históricosembellecidos, pero otros enormes espacios conceptuales vacíos.

Por ejemplo, para nada aludieron al actor clave del desasosiego nacional del presente: la CICIG. Es decir, ningún indicio ni siquiera de alguna preocupación de carácter ético en torno al cataclismo jurídico y moral que ha entrañado la intrusión de este desbocado asalto al entero ordenamiento jurídico del país.

Incluso, tampoco indicio alguno de preocupación hicierone vidente por el secuestro de aquella hermosa protesta popular (y por primera vez integrada casi exclusivamente por nuestramansa clase media) en abril del 2015, por manos de los deplorables caudillos sucesivos de la CICIG.  

Señal elocuente de la ofuscación cívica y jurídica de ciertos magistrados. Porque nunca antes se había visto un asalto tan descarado, y tan sostenido, a toda la estructura legal que un pueblo previamente se hubiese dado a sí mismo, caso por demás único en el vasto Occidente contemporáneo.

Lo que me recuerda uno de sus precedentes memorables: el incoado golpe a la autoridad de Moisés por aquellos hambrientos israelitas en el desierto de Sinaí que suspiraban las ollas repletas de comidas de sus tiempos de esclavos en Egipto.

A lo largo de más de tres mil años se han sucedido desde entonces múltiples revoluciones de cualquier índole en el Occidente, durante ese penoso asenso de todos nuestros pueblos que han acabado por integrar la cultura atlántica. Y esta última, a su vez, feliz fusión histórica de los legados respectivos de Atenas y de Jerusalén.

Pero jamás ha constado precedente alguno para estbochornosa entrega de la soberanía nacional de cualquiera de los pueblos que lo han integrado. Una entrega de facto de la autonomía legal de todo un pueblo a un puñado de extranjeros sedientos de poder, y porque también no decirlo, de dólares.

Esto lo considero como nuestro pecado original en cuanto sociedad autónoma, que a mi turno atribuyo a la ausencia de claridad conceptual acerca de los principios y valores éticos que han de regir toda civilización medianamente aceptable.

Lo que equivale a decir que quienes nos creemos mejor educados somos en ocasiones cobardes negociadores de la libertad de los que creemos menos instruidos que nosotros. Crisis a considerar, creo, con máxima urgencia por todos esos hombres y mujeres de buena voluntad que ocupan puestos de responsabilidad.

En eso consiste la agonía de una Guatemala que durante dos siglos ha buscado a tientas ese hilo conductor que la llevaría hacia un verdadero Estado de Derecho.

El meollo de tal agonía lo ha hecho visible desde tiempos muy atrás en particular el Poder Judicial. Incapaz consuetudinario de hacer justicia a todos sus conciudadanos, y que encima ahora le pasa sus responsabilidades a otros incapaces de tierras remotas. Podredumbre que ha llamado a otras podredumbres...  

A mis ojos, fracaso inexcusable, digno en otros tiempos hasta de la pena máxima de muerte por traición.

Pero un poco de historia jurídica nos puede ayudar a quienes servimos de todo esto de testigos: que nuestra vertebración jurídica deriva de dos tradiciones legales paralelas pero con frecuencia muy opuestas entre sí: la británica y la francesa, esta última, entre nosotros, la predominante.

La tradición anglosajona nos ha sido la más remota porque hunde sus raíces en el derecho consuetudinario europeo de la Baja Edad Media, por aquellos años de Juan sin Tierra y de sus díscolos súbditos que le arrebataron su firma para “Charta Magna” del 1215.

La francesa, en cambio, nos es más cercana y reciente, un producto de la Ilustración racionalista del siglo XVIII anclada en lo que a este respecto interesa en el pensamiento de Montesquieu, de Rousseau y de otros pensadores que les fueron contemporáneos.    

Es decir, que nuestra herencia jurídica enlaza por una parte, vía las islas británicas, con la del “ius commune” medieval de la Europa Occidental, mientras, por la otra, la francesa, nos conecta conceptualmente con el derecho natural de los romanos, es decir, por aquella forma republicana de gobierno que ha terminado por imponerse en casi todo el orbe.

También de esta última tardíamente hemos derivado nuestra peculiar interpretación iberoamericana del “positivismo jurídico” (que de éticamente positivo tiene muy poco), incluida esa malhadada ocurrencia de una Corte de Constitucionalidad separada, y hasta en ocasiones adversa, a la Corte Suprema de Justicia.

Así se explica también ese curioso principio desoberanía restringida, excepto para los cinco Estados victoriosos de la Segunda Guerra Mundial que gozan del privilegio de veto en la Asamblea General de la ONU.

Por lo tanto desde el inicio de la Organización de las Naciones Unidas en 1945 se dio otro pecado original: el de unos escasos Gobiernos que de hecho pueden hacer todo lo que les venga en gana, mientras los demás, la inmensa mayoría, les servimos de comparsa.

Y así, en un apoyo irrestricto a la CICIG por parte de ese Secretario General de las Naciones Unidas, por estos días un portugués de nombre Antonio Guterres, y siempre previa aprobación del Departamento de Estado de los Estados Unidos, se ha fomentado el tan lamentable descontrol de la CICIG en Guatemala, que no rinde cuentas a nadie mientras procura, a toda costa, retener su jugosa fuente financiera, pensemos lo que pensemos quienes por nuestra cuenta pagamos religiosamentenuestros impuestos.  

Por eso, el grueso de la actividad propagandística de la CICIG se concentra en el eje Washington-Nueva York, con alguna inflexión ocasional desde Bruselas. Los dieciocho millones que hacemos de Guatemala nuestro hogar hemos dejado cívicamente de existir.

(Continuará)

República es ajena a la opinión expresada en este artículo ​

La agonía de Guatemala

Redacción República
16 de mayo, 2018

En 1930 Miguel de Unamuno publicó otro de sus magistrales ensayos bajo el sugestivo título: “La Agonía del Cristianismo”, muy en la línea del existencialismo angustioso que empezaba a imponerse en toda Europa tras aquella inútil y criminal hecatombe que fue para todos la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Eran los tiempos de Martín Heidegger y de su “angustia existencial”, heredada de Kierkegaard, con la que Unamuno identificó cualquier sobrevivir humano.

Algo así entiendo el momento actual de Guatemala, este bellísimo país con tanta gente buena aunque no menos mayoritariamente ingenua.

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Hace aproximadamente un mes, vi por televisión cuando el Presidente de la Corte de Constitucionalidad Francisco de Mata Vela le pasaba el símbolo de su dignidad institucional a la nueva Presidente de lo que figura como máxima autoridad legal en materia constitucional, la licenciada Dina Ochoa Escribá. Muchas hermosas palabras, algunos recuentos históricosembellecidos, pero otros enormes espacios conceptuales vacíos.

Por ejemplo, para nada aludieron al actor clave del desasosiego nacional del presente: la CICIG. Es decir, ningún indicio ni siquiera de alguna preocupación de carácter ético en torno al cataclismo jurídico y moral que ha entrañado la intrusión de este desbocado asalto al entero ordenamiento jurídico del país.

Incluso, tampoco indicio alguno de preocupación hicierone vidente por el secuestro de aquella hermosa protesta popular (y por primera vez integrada casi exclusivamente por nuestramansa clase media) en abril del 2015, por manos de los deplorables caudillos sucesivos de la CICIG.  

Señal elocuente de la ofuscación cívica y jurídica de ciertos magistrados. Porque nunca antes se había visto un asalto tan descarado, y tan sostenido, a toda la estructura legal que un pueblo previamente se hubiese dado a sí mismo, caso por demás único en el vasto Occidente contemporáneo.

Lo que me recuerda uno de sus precedentes memorables: el incoado golpe a la autoridad de Moisés por aquellos hambrientos israelitas en el desierto de Sinaí que suspiraban las ollas repletas de comidas de sus tiempos de esclavos en Egipto.

A lo largo de más de tres mil años se han sucedido desde entonces múltiples revoluciones de cualquier índole en el Occidente, durante ese penoso asenso de todos nuestros pueblos que han acabado por integrar la cultura atlántica. Y esta última, a su vez, feliz fusión histórica de los legados respectivos de Atenas y de Jerusalén.

Pero jamás ha constado precedente alguno para estbochornosa entrega de la soberanía nacional de cualquiera de los pueblos que lo han integrado. Una entrega de facto de la autonomía legal de todo un pueblo a un puñado de extranjeros sedientos de poder, y porque también no decirlo, de dólares.

Esto lo considero como nuestro pecado original en cuanto sociedad autónoma, que a mi turno atribuyo a la ausencia de claridad conceptual acerca de los principios y valores éticos que han de regir toda civilización medianamente aceptable.

Lo que equivale a decir que quienes nos creemos mejor educados somos en ocasiones cobardes negociadores de la libertad de los que creemos menos instruidos que nosotros. Crisis a considerar, creo, con máxima urgencia por todos esos hombres y mujeres de buena voluntad que ocupan puestos de responsabilidad.

En eso consiste la agonía de una Guatemala que durante dos siglos ha buscado a tientas ese hilo conductor que la llevaría hacia un verdadero Estado de Derecho.

El meollo de tal agonía lo ha hecho visible desde tiempos muy atrás en particular el Poder Judicial. Incapaz consuetudinario de hacer justicia a todos sus conciudadanos, y que encima ahora le pasa sus responsabilidades a otros incapaces de tierras remotas. Podredumbre que ha llamado a otras podredumbres...  

A mis ojos, fracaso inexcusable, digno en otros tiempos hasta de la pena máxima de muerte por traición.

Pero un poco de historia jurídica nos puede ayudar a quienes servimos de todo esto de testigos: que nuestra vertebración jurídica deriva de dos tradiciones legales paralelas pero con frecuencia muy opuestas entre sí: la británica y la francesa, esta última, entre nosotros, la predominante.

La tradición anglosajona nos ha sido la más remota porque hunde sus raíces en el derecho consuetudinario europeo de la Baja Edad Media, por aquellos años de Juan sin Tierra y de sus díscolos súbditos que le arrebataron su firma para “Charta Magna” del 1215.

La francesa, en cambio, nos es más cercana y reciente, un producto de la Ilustración racionalista del siglo XVIII anclada en lo que a este respecto interesa en el pensamiento de Montesquieu, de Rousseau y de otros pensadores que les fueron contemporáneos.    

Es decir, que nuestra herencia jurídica enlaza por una parte, vía las islas británicas, con la del “ius commune” medieval de la Europa Occidental, mientras, por la otra, la francesa, nos conecta conceptualmente con el derecho natural de los romanos, es decir, por aquella forma republicana de gobierno que ha terminado por imponerse en casi todo el orbe.

También de esta última tardíamente hemos derivado nuestra peculiar interpretación iberoamericana del “positivismo jurídico” (que de éticamente positivo tiene muy poco), incluida esa malhadada ocurrencia de una Corte de Constitucionalidad separada, y hasta en ocasiones adversa, a la Corte Suprema de Justicia.

Así se explica también ese curioso principio desoberanía restringida, excepto para los cinco Estados victoriosos de la Segunda Guerra Mundial que gozan del privilegio de veto en la Asamblea General de la ONU.

Por lo tanto desde el inicio de la Organización de las Naciones Unidas en 1945 se dio otro pecado original: el de unos escasos Gobiernos que de hecho pueden hacer todo lo que les venga en gana, mientras los demás, la inmensa mayoría, les servimos de comparsa.

Y así, en un apoyo irrestricto a la CICIG por parte de ese Secretario General de las Naciones Unidas, por estos días un portugués de nombre Antonio Guterres, y siempre previa aprobación del Departamento de Estado de los Estados Unidos, se ha fomentado el tan lamentable descontrol de la CICIG en Guatemala, que no rinde cuentas a nadie mientras procura, a toda costa, retener su jugosa fuente financiera, pensemos lo que pensemos quienes por nuestra cuenta pagamos religiosamentenuestros impuestos.  

Por eso, el grueso de la actividad propagandística de la CICIG se concentra en el eje Washington-Nueva York, con alguna inflexión ocasional desde Bruselas. Los dieciocho millones que hacemos de Guatemala nuestro hogar hemos dejado cívicamente de existir.

(Continuará)

República es ajena a la opinión expresada en este artículo ​