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Historias Urbanas: Atrapados por la Red

Redacción República
09 de diciembre, 2019

Atrapados por la Red, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

La película inglesa The World’s End (2013), dirigida por Edgar Wright, escrita por los actores Simon Pegg y Nick Frost, presenta el reencuentro de cinco compañeros de clase convocados por Gary King –el único que no se casó, tampoco tiene hijos y carece de trabajo estable– para completar la Milla Dorada: el recorrido cervecero por los doce pubs de Newton Haven, el pueblo natal, que estuvieron cerca de completar cuando terminaron la secundaria hace veinte años.

Sin esperárselo, se encuentran con un masivo reemplazo de gente orquestado por una entidad intergaláctica conocida como la Red.

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Al confrontarla, una voz les revela desde lo alto a qué se deben los avances en telecomunicaciones registrados en lo que va del siglo XXI, capaces de transmitir videos y conversaciones a cualquier rincón del planeta.

El control que ejerce sobre la humanidad entera se revela, faltaba más, en los minutos finales de la cinta.

La historia hace reír y pone a pensar acerca de la dependencia, colindante con la esclavitud cuando se la lleva a extremos, que nos impone la tecnología.

Pocos resguardan copias de las imágenes que captan con el celular; sé de amigos que se quedaron sin sus fotos y recuerdos más preciados cuando les robaron el aparato.

Son contados los que memorizan los números de sus familiares, amistades y centros de trabajo; tampoco los apuntan en una libreta.

Y ya ni llaman para notificar el aplazamiento de la cita acordada el día antes: suponen que todo el mundo participa de las conversaciones patrocinadas por WhatsApp.

«¿Qué te costaba avisarme aunque fuera tarde?», les reclaman; «¿no viste el mensaje que te mandé anoche?», responden.

Aunque me resistí por años a utilizar el celular, fue inevitable que me incorporara a la Red.

Es cierto, saca de apuros para avisar que hubo un gran accidente en la carretera y se demorará el regreso a casa.

Ayuda a pasar el rato si la espera se prolonga en el restaurante, o si la velada se acerca a la medianoche sin señal de que vaya a terminar.

Se establece un nuevo cordón umbilical con la placenta electrónica y no sabemos qué hacer si se interrumpe.

Hace poco me sentí como si llegara tarde a misa, cuando todo mundo se despide y está por subirse a sus carros: mi aparato sufrió dos accidentes con tres semanas de intervalo.

Primero se me empapó: tuve que meterlo dentro de una bolsa con arroz para que absorbiera la humedad.

Después se le puso la pantalla negra: por más que lo reiniciaba, apachando los botones de volumen y arranque al mismo tiempo, seguía en estado catatónico.

Ya me resignaba a invertir el equivalente a cien dólares en un teléfono nuevo cuando se reactivó, sin aparente secuela de los daños sufridos.

Y sentí alivio al estar enlazado de nuevo. Tengo que admitirlo: la Red me atrapó.

Historias Urbanas: Atrapados por la Red

Redacción República
09 de diciembre, 2019

Atrapados por la Red, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

La película inglesa The World’s End (2013), dirigida por Edgar Wright, escrita por los actores Simon Pegg y Nick Frost, presenta el reencuentro de cinco compañeros de clase convocados por Gary King –el único que no se casó, tampoco tiene hijos y carece de trabajo estable– para completar la Milla Dorada: el recorrido cervecero por los doce pubs de Newton Haven, el pueblo natal, que estuvieron cerca de completar cuando terminaron la secundaria hace veinte años.

Sin esperárselo, se encuentran con un masivo reemplazo de gente orquestado por una entidad intergaláctica conocida como la Red.

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Al confrontarla, una voz les revela desde lo alto a qué se deben los avances en telecomunicaciones registrados en lo que va del siglo XXI, capaces de transmitir videos y conversaciones a cualquier rincón del planeta.

El control que ejerce sobre la humanidad entera se revela, faltaba más, en los minutos finales de la cinta.

La historia hace reír y pone a pensar acerca de la dependencia, colindante con la esclavitud cuando se la lleva a extremos, que nos impone la tecnología.

Pocos resguardan copias de las imágenes que captan con el celular; sé de amigos que se quedaron sin sus fotos y recuerdos más preciados cuando les robaron el aparato.

Son contados los que memorizan los números de sus familiares, amistades y centros de trabajo; tampoco los apuntan en una libreta.

Y ya ni llaman para notificar el aplazamiento de la cita acordada el día antes: suponen que todo el mundo participa de las conversaciones patrocinadas por WhatsApp.

«¿Qué te costaba avisarme aunque fuera tarde?», les reclaman; «¿no viste el mensaje que te mandé anoche?», responden.

Aunque me resistí por años a utilizar el celular, fue inevitable que me incorporara a la Red.

Es cierto, saca de apuros para avisar que hubo un gran accidente en la carretera y se demorará el regreso a casa.

Ayuda a pasar el rato si la espera se prolonga en el restaurante, o si la velada se acerca a la medianoche sin señal de que vaya a terminar.

Se establece un nuevo cordón umbilical con la placenta electrónica y no sabemos qué hacer si se interrumpe.

Hace poco me sentí como si llegara tarde a misa, cuando todo mundo se despide y está por subirse a sus carros: mi aparato sufrió dos accidentes con tres semanas de intervalo.

Primero se me empapó: tuve que meterlo dentro de una bolsa con arroz para que absorbiera la humedad.

Después se le puso la pantalla negra: por más que lo reiniciaba, apachando los botones de volumen y arranque al mismo tiempo, seguía en estado catatónico.

Ya me resignaba a invertir el equivalente a cien dólares en un teléfono nuevo cuando se reactivó, sin aparente secuela de los daños sufridos.

Y sentí alivio al estar enlazado de nuevo. Tengo que admitirlo: la Red me atrapó.