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Historias Urbanas: Campo minado

Los niños también dejan regados sus juguetes por todos lados: en el suelo, dentro del baño, a orillas de la cama. Algunos son fáciles de detectar a simple vista; otros permanecen al acecho.

Invitado
30 de enero, 2022
Campo minado. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Los niños de tres a cuatro años llenan todo espacio con sus juegos, sus exploraciones, sus risas y sus llantos. Poseen el don de la ubicuidad: les decimos que se queden quietos mientras vamos a dejar las compras a la cocina y al poco rato se asoman entre las plantas del jardín, o dentro del ropero.

También dejan regados sus juguetes por todos lados: en el suelo, dentro del baño, a orillas de la cama. Algunos son fáciles de detectar a simple vista; otros permanecen al acecho, como las minas enterradas por soldados enemigos, y se revelan cuando les ponemos encima el pie.

En el escenario más leve, el juguete se rompe y hay que pensar en su reemplazo. En la siguiente escala, el pie se lastima si andamos descalzos o siente muy cerca el contacto del material plástico si andamos con pantuflas. En el nivel superior se asoman los tropiezos que interrumpen los pensamientos, o nos hacen derramar el contenido de la taza repleta hasta el borde. Y por último, si ya nos tocaba cortesía de la ley de Murphy, ocurren los resbalones.

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Los dibujos animados nos enseñaron a creer que nuestra cabeza podría resistir al golpe asestado por un martillo de ferrocarrilero. Si nos pasaba encima una aplanadora, nuestro cuerpo flotaría leve como una hoja de papel, o se adhería al suelo como calcomanía, antes de recobrar su aspecto normal. De estrellarnos contra una pared de ladrillos, nuestra silueta aparecía recortada entre los destrozos.

Pero eso ocurría dentro de la pantalla del televisor. Ante los juguetes tirados en el suelo conviene ir a tientas, como las películas que recrean las trampas colocadas por los soldados del Vietcong. No somos de goma, tampoco invulnerables. Lo menos que podemos esperar es que sólo nos duela el orgullo.

Historias Urbanas: Campo minado

Los niños también dejan regados sus juguetes por todos lados: en el suelo, dentro del baño, a orillas de la cama. Algunos son fáciles de detectar a simple vista; otros permanecen al acecho.

Invitado
30 de enero, 2022
Campo minado. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Los niños de tres a cuatro años llenan todo espacio con sus juegos, sus exploraciones, sus risas y sus llantos. Poseen el don de la ubicuidad: les decimos que se queden quietos mientras vamos a dejar las compras a la cocina y al poco rato se asoman entre las plantas del jardín, o dentro del ropero.

También dejan regados sus juguetes por todos lados: en el suelo, dentro del baño, a orillas de la cama. Algunos son fáciles de detectar a simple vista; otros permanecen al acecho, como las minas enterradas por soldados enemigos, y se revelan cuando les ponemos encima el pie.

En el escenario más leve, el juguete se rompe y hay que pensar en su reemplazo. En la siguiente escala, el pie se lastima si andamos descalzos o siente muy cerca el contacto del material plástico si andamos con pantuflas. En el nivel superior se asoman los tropiezos que interrumpen los pensamientos, o nos hacen derramar el contenido de la taza repleta hasta el borde. Y por último, si ya nos tocaba cortesía de la ley de Murphy, ocurren los resbalones.

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Los dibujos animados nos enseñaron a creer que nuestra cabeza podría resistir al golpe asestado por un martillo de ferrocarrilero. Si nos pasaba encima una aplanadora, nuestro cuerpo flotaría leve como una hoja de papel, o se adhería al suelo como calcomanía, antes de recobrar su aspecto normal. De estrellarnos contra una pared de ladrillos, nuestra silueta aparecía recortada entre los destrozos.

Pero eso ocurría dentro de la pantalla del televisor. Ante los juguetes tirados en el suelo conviene ir a tientas, como las películas que recrean las trampas colocadas por los soldados del Vietcong. No somos de goma, tampoco invulnerables. Lo menos que podemos esperar es que sólo nos duela el orgullo.