La lucha contra la corrupción ha sido una larga obsesión de la clase política guatemalteca. Ya sea por interés genuino, para utilizar como instrumento electoral, complacer a la comunidad internacional o, lo que en nuestro caso se ha visto más: el uso de la lucha anticorrupción como herramienta política. Independientemente de las intenciones, lo que es necesario evaluar son sus resultados.
El miércoles 14 de febrero el presidente Bernardo Arévalo juramentó al abogado Santiago Palomo como el comisionado a cargo de la Comisión Nacional Contra la Corrupción (CNC). La entidad, no obstante, estará a cargo del Ejecutivo. Será el mismo Arévalo. Más específicamente, el primer artículo del Acuerdo Gubernativo (31-2024) que da nacimiento a la CNC, establece que esta “dependerá de la Presidencia de la República”.
La CNC es una metamorfosis de la fracasada Comisión Presidencial contra la Corrupción, del gobierno de Alejandro Giammattei. La diferencia es que “La Comisión” —como el propio Acuerdo le llama— de Arévalo, cuenta con un consejo asesor, conformado por miembros de la sociedad civil (y un Director Ejecutivo asalariado). No obstante, seguirá bajo la dependencia de una oficina a la que, en realidad, debería de poder poner bajo escrutinio sin su injerencia.
Las instituciones anticorrupción no son nuevas en la región. Con el apoyo de la OEA, Bukele creó en 2019 una CICIES —cuyo comisionado era el guatemalteco Ronalth Ochaeta—, que dependía directamente del gobierno salvadoreño. El resultado de dicha comisión fue una vida de solamente dos años, puesto que fue disuelta en 2021, tras haber anunciado a la Fiscalía General de la República de más de 12 casos con indicios de corrupción en el gobierno. Su error fue buscar morder la mano que le daba de comer, aunque era lo correcto.
La lucha contra la corrupción ha sido una larga obsesión de la clase política guatemalteca. Ya sea por interés genuino, para utilizar como instrumento electoral, complacer a la comunidad internacional o, lo que en nuestro caso se ha visto más: el uso de la lucha anticorrupción como herramienta política. Independientemente de las intenciones, lo que es necesario evaluar son sus resultados.
El miércoles 14 de febrero el presidente Bernardo Arévalo juramentó al abogado Santiago Palomo como el comisionado a cargo de la Comisión Nacional Contra la Corrupción (CNC). La entidad, no obstante, estará a cargo del Ejecutivo. Será el mismo Arévalo. Más específicamente, el primer artículo del Acuerdo Gubernativo (31-2024) que da nacimiento a la CNC, establece que esta “dependerá de la Presidencia de la República”.
La CNC es una metamorfosis de la fracasada Comisión Presidencial contra la Corrupción, del gobierno de Alejandro Giammattei. La diferencia es que “La Comisión” —como el propio Acuerdo le llama— de Arévalo, cuenta con un consejo asesor, conformado por miembros de la sociedad civil (y un Director Ejecutivo asalariado). No obstante, seguirá bajo la dependencia de una oficina a la que, en realidad, debería de poder poner bajo escrutinio sin su injerencia.
Las instituciones anticorrupción no son nuevas en la región. Con el apoyo de la OEA, Bukele creó en 2019 una CICIES —cuyo comisionado era el guatemalteco Ronalth Ochaeta—, que dependía directamente del gobierno salvadoreño. El resultado de dicha comisión fue una vida de solamente dos años, puesto que fue disuelta en 2021, tras haber anunciado a la Fiscalía General de la República de más de 12 casos con indicios de corrupción en el gobierno. Su error fue buscar morder la mano que le daba de comer, aunque era lo correcto.