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La tragedia del estatismo

Redacción
20 de abril, 2015

Es tan difícil abstraerse de la coyuntura política guatemalteca y dedicar, como siempre, estas líneas a temas ambientales. El hoy problema en boga es la SAT, hace algunas semanas lo fue el Lago de Amatitlán y dentro de pocas lo será, otra vez, el Tribunal Supremo Electoral o el Ministerio de Cultura y Deportes.

¿Porqué no hemos de vivir días, o semanas ojalá, sin saber absolutamente nada de los gobernantes? ¿Porqué han de ser siempre el tema principal de nuestras conversaciones, cóleras y preocupaciones? ¿Porqué han de ser protagonistas en nuestras vidas? ¿Porqué han de robarnos la quietud y la paz?

La respuesta la creo sencilla: porque les hemos dado el poder de serlo. Y quizás esta analogía te sirva: en un partido de futbol tiende a pensarse que el mejor arbitro es el que menos se hace sentir, el que menos influye en el marcador o el que, sencillamente, es el menos protagonista de la cancha. El gobierno debiese jugar el mismo rol, pero no lo hace…le hemos dado la responsabilidad, por siglos, de velar por la nutrición de los jugadores, de privilegiar al equipo que según él esté en desventaja y de conducir al menos afortunado hacia el gol.

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En la vida de las naciones, como en el futbol, cada participante tiene un rol definido. A los gobernantes les hemos pedido no sólo cosas que no pueden hacer (“¡que sean eficientes!” oímos decir con regularidad), sino que no deben hacer, y de ahí la abundante maraña y realidad en la que hoy nos encontramos. Realmente poco me sorprende lo de la SAT y ya me preparo para recoger la próxima función del circo, que muy probablemente será peor.

La tragedia del estatismo es tal y ha puesto las cosas tan de cabeza que hoy en día al ciudadano productivo, al que compra y vende pacíficamente simplemente se le trata como un delincuente…la otrora bien-habida SAT lo persigue y amenaza hasta castigarlo por no cumplir con el modelo redistributivo que abona a su autodestrucción, mientras al criminal es tratado como ser-humano casi virtuoso por los derechos humanos y las organizaciones de la “sociedad civil”. Es tal la tragedia del estatismo que terminanos llamando y confiando en otro lobo de la misma loma: la CICIG; otro puñado de gobernantes y burócratas que suponen tener toda la entereza e imparcialidad para decirnos qué está mal. Aquellas supuestas virtudes se han convertido otra vez en dignas funciones del mismo circo: redacción de novelas, juicios pendientes en países vecinos y romances en adulterio.

El problema reside, una vez más, en las ideas que prevalecen en la opinión pública. Ya el brillante Bastiat a mediados del siglo XIX describía de esta manera las responsabilidades que, erróneamente, le hemos asignado al Estado”: “Organiza el trabajo a los trabajadores. Extirpa el egoísmo. Reprime la insolencia y la tiranía del capital. Haz experimentos sobre el estiércol y sobre los huevos. Surca el país de rieles. Irriga los llanos. Puebla de árboles las montañas. Funda granjas modelos. Funda talleres armoniosos. Coloniza Argelia. Amamanta a los niños. Instruye a la juventud. Asegura la vejez. Envía a los campos a los habitantes de los pueblos. Pondera los beneficios de todas las industrias. Presta dinero sin interés a quienes lo deseen. Libera Italia, Polonia y Hungría. Eleva y perfecciona el caballo de silla. Estimula el arte, fórmanos músicos y bailarines. Prohíbe el comercio y, a la misma vez crea una marina mercante. Descubre la verdad y echa en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene por misión esclarecer, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos.” He ahí la tragedia pues para satisfacer todas aquellas demandas hoy vigentes, urge de miles de leyes y cientos de instituciones, de ministerios, de secretarías, fondos y oficinas tan perversas como inútiles. Mientras sean estas ideas el sustento de nuestro sistema político seguirán siendo frecuentes estos escándalos, que no te sorprendan.

La solución estriba entonces en reconocer la necesidad de una reforma política que devuelva al gobierno a sus únicas y legítimas responsabilidades: la seguridad, la justicia y algunas obras públicas; y esto implica derogar miles de leyes malas. En arcas abiertas hasta el más justo peca y mientras no limitemos las atribuciones y presupuesto de los gobernantes más posibilidades tendrán de usurpar los recursos públicos.

La tragedia del estatismo

Redacción
20 de abril, 2015

Es tan difícil abstraerse de la coyuntura política guatemalteca y dedicar, como siempre, estas líneas a temas ambientales. El hoy problema en boga es la SAT, hace algunas semanas lo fue el Lago de Amatitlán y dentro de pocas lo será, otra vez, el Tribunal Supremo Electoral o el Ministerio de Cultura y Deportes.

¿Porqué no hemos de vivir días, o semanas ojalá, sin saber absolutamente nada de los gobernantes? ¿Porqué han de ser siempre el tema principal de nuestras conversaciones, cóleras y preocupaciones? ¿Porqué han de ser protagonistas en nuestras vidas? ¿Porqué han de robarnos la quietud y la paz?

La respuesta la creo sencilla: porque les hemos dado el poder de serlo. Y quizás esta analogía te sirva: en un partido de futbol tiende a pensarse que el mejor arbitro es el que menos se hace sentir, el que menos influye en el marcador o el que, sencillamente, es el menos protagonista de la cancha. El gobierno debiese jugar el mismo rol, pero no lo hace…le hemos dado la responsabilidad, por siglos, de velar por la nutrición de los jugadores, de privilegiar al equipo que según él esté en desventaja y de conducir al menos afortunado hacia el gol.

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En la vida de las naciones, como en el futbol, cada participante tiene un rol definido. A los gobernantes les hemos pedido no sólo cosas que no pueden hacer (“¡que sean eficientes!” oímos decir con regularidad), sino que no deben hacer, y de ahí la abundante maraña y realidad en la que hoy nos encontramos. Realmente poco me sorprende lo de la SAT y ya me preparo para recoger la próxima función del circo, que muy probablemente será peor.

La tragedia del estatismo es tal y ha puesto las cosas tan de cabeza que hoy en día al ciudadano productivo, al que compra y vende pacíficamente simplemente se le trata como un delincuente…la otrora bien-habida SAT lo persigue y amenaza hasta castigarlo por no cumplir con el modelo redistributivo que abona a su autodestrucción, mientras al criminal es tratado como ser-humano casi virtuoso por los derechos humanos y las organizaciones de la “sociedad civil”. Es tal la tragedia del estatismo que terminanos llamando y confiando en otro lobo de la misma loma: la CICIG; otro puñado de gobernantes y burócratas que suponen tener toda la entereza e imparcialidad para decirnos qué está mal. Aquellas supuestas virtudes se han convertido otra vez en dignas funciones del mismo circo: redacción de novelas, juicios pendientes en países vecinos y romances en adulterio.

El problema reside, una vez más, en las ideas que prevalecen en la opinión pública. Ya el brillante Bastiat a mediados del siglo XIX describía de esta manera las responsabilidades que, erróneamente, le hemos asignado al Estado”: “Organiza el trabajo a los trabajadores. Extirpa el egoísmo. Reprime la insolencia y la tiranía del capital. Haz experimentos sobre el estiércol y sobre los huevos. Surca el país de rieles. Irriga los llanos. Puebla de árboles las montañas. Funda granjas modelos. Funda talleres armoniosos. Coloniza Argelia. Amamanta a los niños. Instruye a la juventud. Asegura la vejez. Envía a los campos a los habitantes de los pueblos. Pondera los beneficios de todas las industrias. Presta dinero sin interés a quienes lo deseen. Libera Italia, Polonia y Hungría. Eleva y perfecciona el caballo de silla. Estimula el arte, fórmanos músicos y bailarines. Prohíbe el comercio y, a la misma vez crea una marina mercante. Descubre la verdad y echa en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene por misión esclarecer, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos.” He ahí la tragedia pues para satisfacer todas aquellas demandas hoy vigentes, urge de miles de leyes y cientos de instituciones, de ministerios, de secretarías, fondos y oficinas tan perversas como inútiles. Mientras sean estas ideas el sustento de nuestro sistema político seguirán siendo frecuentes estos escándalos, que no te sorprendan.

La solución estriba entonces en reconocer la necesidad de una reforma política que devuelva al gobierno a sus únicas y legítimas responsabilidades: la seguridad, la justicia y algunas obras públicas; y esto implica derogar miles de leyes malas. En arcas abiertas hasta el más justo peca y mientras no limitemos las atribuciones y presupuesto de los gobernantes más posibilidades tendrán de usurpar los recursos públicos.