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Crónicas de Roma (Tercera parte)

Redacción
10 de diciembre, 2016

El día es perfecto. Cayó como una siesta a media jornada. El miércoles apenas había salido el sol. Pero hoy, aunque el frío sea protagonista, las calles y plazas se pintan a medias con la luz del sol y el otoño no hace más que embellecer el paisaje; hojas secas que forman un colchón en el suelo, árboles cuyas cabezas casi calvas dejan entre ver un par de hojas amarillas, anaranjadas y cafés. Todo esto bajo un cielo totalmente despejado. Al fondo, como si nada, se luce, orgullosa e imponente, la gran Basílica de Santa Pablo Extramuros.

Yo estoy adornando el paisaje como otro habitante más, leyendo un libro de Pérez de Antón sobre una de las bancas de madera que dan al parque. Ahí, como si fuese sacado de una película en dónde el mundo es perfecto, hay niños jugando por todas partes y familias paseando a sus perros los cuales beben de las fuentes que hay alrededor del lugar. Unas cuantas parejas de ancianos me pasan por enfrente, recorriendo la misma ruta de hace un par de décadas. Hay unos adolescentes jugando fútbol en la parte más plana, con unas porterías improvisadas con mochilas y camisas que me recuerdan a las “chamuscas” en Guatemala. Reclinados en los árboles hay una pareja de novios jugando a ser románticos y al lado de ellos, unos hippies fumando…lo que sea.

Me sumerjo en el libro que tengo en frente. Me acompaña mi mochila, un capuchino tibio y 600 páginas. Nadie más. Pasan las horas y, de vez en cuando, me despego del libro y giro mi cabeza en todas direcciones, solo para asegurarme que el paisaje sigue ahí. Que no es mentira, que no es un sueño. La perfección de aquel día es real. Pero parece ficción. Tanta paz, tanta convivencia, tanta tranquilidad… ¡tanta libertad! Y a la vez tanta responsabilidad y respeto. Aquí en el parque nadie perturba a nadie. Cada quién va a lo suyo, pero al mismo tiempo, hay una atmósfera de cariño…amor humano. Todo, a los pies de una Basílica tan imponente, me sabe a un escenario paradisíaco. Un Edén momentáneo que me deja con ansias de uno que dure más tiempo. Siempre quiero más.
La combinación no podría ser mejor: un buen libro, este paisaje, Roma, una cita conmigo mismo, una filosofía personal y un frío que se esconde entre los rayos de sol. Quiero parar el tiempo, guardar el momento, meterlo en mi mochila y llevármelo a casa.

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Decido caminar. Ya he leído por dos horas y acabo de terminar lo que me quedaba de aquella genial pieza literaria que todo guatemalteco debería leer (El sueño de los justos). Recorro los alrededores del lugar. No es el parque más hermoso del mundo, pero hay algo aquí que es mágico. ¿Qué será? Concluyo en que, quizás es eso, la sencillez de todo es lo que lo hace tan bello y tan irreal.

Me enamoro del crujir de las hojas secas bajo mis pasos. El señor que silba en la esquina le agrega una tenue melodía al lugar. La temperatura, que estará por diez grados centígrados, me incita a tomarme otro café, que si bien no es tan buen como el de mi país, cumple con los mínimos requerimientos de un fanático (e inculto) del café.
Voy camino la pequeña cafetería de la esquina. Compro mi café y me volteo para asegurarme que el paisaje todavía sigue ahí. Para mi dicha, no se ha ido a ningún lado y me permite seguir disfrutando de mi pequeño Edén.

Luego de caminar por unos minutos más, decido fotografiar el lugar. Deslizo mi mano por el bolsillo de mis jeans y mis dedos tocan el teléfono. Dudo por un momento. ¿Valdrá la pena una fotografía? O mejor dicho, ¿Puede una fotografía ser capaz de captar todo lo que estoy viendo? ¿Qué es lo que realmente estoy viendo y sintiendo? Las interrogantes son suficientes para que saque mi mano del bolsillo, sin celular. Decido “tomar una foto” con la vista y cruzo los dedos para que jamás me olvide de aquel momento.

Veo el reloj. Ya es hora de regresar. Me comienzo a alejar del parque. Llego a la esquina y antes de cruzar la calle para llegar a la estación del metro, me volteo para darle un último vistazo a mi pequeño Edén. Suspiro. “Quisiera que fuese así siempre” me digo a mi mismo. Luego otra voz me contesta: “Es así ahora y eso es suficiente”. Me volteo para ver quién dijo eso, pero no hay nadie a mi alrededor. Sonrío. El día es perfecto.

Republicagt es ajena a la opinión expresada en este artículo

Crónicas de Roma (Tercera parte)

Redacción
10 de diciembre, 2016

El día es perfecto. Cayó como una siesta a media jornada. El miércoles apenas había salido el sol. Pero hoy, aunque el frío sea protagonista, las calles y plazas se pintan a medias con la luz del sol y el otoño no hace más que embellecer el paisaje; hojas secas que forman un colchón en el suelo, árboles cuyas cabezas casi calvas dejan entre ver un par de hojas amarillas, anaranjadas y cafés. Todo esto bajo un cielo totalmente despejado. Al fondo, como si nada, se luce, orgullosa e imponente, la gran Basílica de Santa Pablo Extramuros.

Yo estoy adornando el paisaje como otro habitante más, leyendo un libro de Pérez de Antón sobre una de las bancas de madera que dan al parque. Ahí, como si fuese sacado de una película en dónde el mundo es perfecto, hay niños jugando por todas partes y familias paseando a sus perros los cuales beben de las fuentes que hay alrededor del lugar. Unas cuantas parejas de ancianos me pasan por enfrente, recorriendo la misma ruta de hace un par de décadas. Hay unos adolescentes jugando fútbol en la parte más plana, con unas porterías improvisadas con mochilas y camisas que me recuerdan a las “chamuscas” en Guatemala. Reclinados en los árboles hay una pareja de novios jugando a ser románticos y al lado de ellos, unos hippies fumando…lo que sea.

Me sumerjo en el libro que tengo en frente. Me acompaña mi mochila, un capuchino tibio y 600 páginas. Nadie más. Pasan las horas y, de vez en cuando, me despego del libro y giro mi cabeza en todas direcciones, solo para asegurarme que el paisaje sigue ahí. Que no es mentira, que no es un sueño. La perfección de aquel día es real. Pero parece ficción. Tanta paz, tanta convivencia, tanta tranquilidad… ¡tanta libertad! Y a la vez tanta responsabilidad y respeto. Aquí en el parque nadie perturba a nadie. Cada quién va a lo suyo, pero al mismo tiempo, hay una atmósfera de cariño…amor humano. Todo, a los pies de una Basílica tan imponente, me sabe a un escenario paradisíaco. Un Edén momentáneo que me deja con ansias de uno que dure más tiempo. Siempre quiero más.
La combinación no podría ser mejor: un buen libro, este paisaje, Roma, una cita conmigo mismo, una filosofía personal y un frío que se esconde entre los rayos de sol. Quiero parar el tiempo, guardar el momento, meterlo en mi mochila y llevármelo a casa.

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Decido caminar. Ya he leído por dos horas y acabo de terminar lo que me quedaba de aquella genial pieza literaria que todo guatemalteco debería leer (El sueño de los justos). Recorro los alrededores del lugar. No es el parque más hermoso del mundo, pero hay algo aquí que es mágico. ¿Qué será? Concluyo en que, quizás es eso, la sencillez de todo es lo que lo hace tan bello y tan irreal.

Me enamoro del crujir de las hojas secas bajo mis pasos. El señor que silba en la esquina le agrega una tenue melodía al lugar. La temperatura, que estará por diez grados centígrados, me incita a tomarme otro café, que si bien no es tan buen como el de mi país, cumple con los mínimos requerimientos de un fanático (e inculto) del café.
Voy camino la pequeña cafetería de la esquina. Compro mi café y me volteo para asegurarme que el paisaje todavía sigue ahí. Para mi dicha, no se ha ido a ningún lado y me permite seguir disfrutando de mi pequeño Edén.

Luego de caminar por unos minutos más, decido fotografiar el lugar. Deslizo mi mano por el bolsillo de mis jeans y mis dedos tocan el teléfono. Dudo por un momento. ¿Valdrá la pena una fotografía? O mejor dicho, ¿Puede una fotografía ser capaz de captar todo lo que estoy viendo? ¿Qué es lo que realmente estoy viendo y sintiendo? Las interrogantes son suficientes para que saque mi mano del bolsillo, sin celular. Decido “tomar una foto” con la vista y cruzo los dedos para que jamás me olvide de aquel momento.

Veo el reloj. Ya es hora de regresar. Me comienzo a alejar del parque. Llego a la esquina y antes de cruzar la calle para llegar a la estación del metro, me volteo para darle un último vistazo a mi pequeño Edén. Suspiro. “Quisiera que fuese así siempre” me digo a mi mismo. Luego otra voz me contesta: “Es así ahora y eso es suficiente”. Me volteo para ver quién dijo eso, pero no hay nadie a mi alrededor. Sonrío. El día es perfecto.

Republicagt es ajena a la opinión expresada en este artículo