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Niño que pide limosna, niño que no come

Redacción República
04 de febrero, 2017

Camina a paso lento. La energía que supuestamente debería transmitir su presencia, con relación a su edad, no existe. Su rostro apenas sabe dibujar una media sonrisa que se esconde entre millones de memorias que si pudiera borraría. La vida que le “ha tocado” no es justa, pero el no conoce otra y además, sus quejas y consideraciones jamás serán escuchadas. No controla nada. El único “dios, rey, jefe, padre” que conoce es un castigador que se enfurece si sus deseos no son cumplidos. Él es uno de sus tres desdichados y maltratados súbditos.
Todos los días, le hace honor a la rutina caminando por las calles de la zona viva, específicamente por aquellas en donde se pronuncian espectaculares restaurantes que compiten entre sí por sentar en sus mesas a todas esas personas que, a diferencia de nuestro protagonista, viven en otro reino, con otro dios y una compañera que llaman Oportunidad.
El súbdito tiene una sola misión: llevarle a su rey lo que ha pedido. Muchas veces suele ser “dinero”, esa palabra que se materializa en unos ligeros círculos dorados y en rectangulares papeles con rostros de extraños y símbolos confusos. Nunca ha cuestionado su labor. No conoce otra. Ha vivido dentro de su propia burbuja porque ni se le ha pasado por la cabeza la idea de poder estar del otro lado de la vitrina que observa, donde están sentados un grupo de amigos que ríe y come cosas que él jamás ha probado. Ellos, piensa, son perfectos para cumplir con una parte de su misión diaria.
Monta el mismo acto de siempre: aclara su garganta, hace esa expresión en la cara que le enseñó un limosnero que ya no ha vuelto a ver, agacha los hombros y se hace presente en la escena. Los “clientes” le voltean a ver. Pronuncia su repetitivo pero exitoso discurso: “Una moneda, por favor”. En medio segundo, se da cuenta que su acto ha funcionado. Los compasivos jóvenes ya están sacando su billeteras, pero no encuentran “sencillo”. Una de ellos, saca de su mochila una manzana y unas galletas y se las ofrece al protagonista. “Sé que te sirve más esta comida que unas monedas. Cómetela y que te vaya bien”.
Las agarra y se da media vuelta. No comprende lo que le ha dicho la muchacha: ¿Qué podría ser más útil para él sino lo que su jefe le ha pedido conseguir? Tiene en sus manos esa comida que se le antoja mucho, pero no es lo que le han ordenado y sabe que si regresa a “casa” con eso, recibirá buenos golpes de su dios. Se asusta de pies a cabeza de tan solo pensarlo y, espantado, deja las galletas y la manzana en una banqueta y regresa corriendo al restaurante.
Esta vez, se dirige a otra mesa y monta el mismo espectáculo. Consigue una moneda. Es menos de lo que debería llevar a casa, pero al menos es algo. Comienza a caminar en dirección a otra mesa y de pronto, la muchacha que le había dado la manzana y las galletas, lo reconoce y le dice: “Hey! ¿Y tus galletas? ¿Ya comiste?”. Su rostro cambia de expresión. Está asustado. No sabe que responder. Fuerza una especie de sonrisa y sin decir nada se aleja, con una moneda en la mano. Mientras camina, piensa en su misión. Necesita más monedas, de lo contrario, sufrirá las consecuencia. “Quizá mañana regrese por la manzana”, se dice a si mismo. Pero es mentira. Mañana tocará la misma rutina, acompañada del mismo miedo y la misma hambre de aquel desdichado súbdito que no conoce nada más que la miseria.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Niño que pide limosna, niño que no come

Redacción República
04 de febrero, 2017

Camina a paso lento. La energía que supuestamente debería transmitir su presencia, con relación a su edad, no existe. Su rostro apenas sabe dibujar una media sonrisa que se esconde entre millones de memorias que si pudiera borraría. La vida que le “ha tocado” no es justa, pero el no conoce otra y además, sus quejas y consideraciones jamás serán escuchadas. No controla nada. El único “dios, rey, jefe, padre” que conoce es un castigador que se enfurece si sus deseos no son cumplidos. Él es uno de sus tres desdichados y maltratados súbditos.
Todos los días, le hace honor a la rutina caminando por las calles de la zona viva, específicamente por aquellas en donde se pronuncian espectaculares restaurantes que compiten entre sí por sentar en sus mesas a todas esas personas que, a diferencia de nuestro protagonista, viven en otro reino, con otro dios y una compañera que llaman Oportunidad.
El súbdito tiene una sola misión: llevarle a su rey lo que ha pedido. Muchas veces suele ser “dinero”, esa palabra que se materializa en unos ligeros círculos dorados y en rectangulares papeles con rostros de extraños y símbolos confusos. Nunca ha cuestionado su labor. No conoce otra. Ha vivido dentro de su propia burbuja porque ni se le ha pasado por la cabeza la idea de poder estar del otro lado de la vitrina que observa, donde están sentados un grupo de amigos que ríe y come cosas que él jamás ha probado. Ellos, piensa, son perfectos para cumplir con una parte de su misión diaria.
Monta el mismo acto de siempre: aclara su garganta, hace esa expresión en la cara que le enseñó un limosnero que ya no ha vuelto a ver, agacha los hombros y se hace presente en la escena. Los “clientes” le voltean a ver. Pronuncia su repetitivo pero exitoso discurso: “Una moneda, por favor”. En medio segundo, se da cuenta que su acto ha funcionado. Los compasivos jóvenes ya están sacando su billeteras, pero no encuentran “sencillo”. Una de ellos, saca de su mochila una manzana y unas galletas y se las ofrece al protagonista. “Sé que te sirve más esta comida que unas monedas. Cómetela y que te vaya bien”.
Las agarra y se da media vuelta. No comprende lo que le ha dicho la muchacha: ¿Qué podría ser más útil para él sino lo que su jefe le ha pedido conseguir? Tiene en sus manos esa comida que se le antoja mucho, pero no es lo que le han ordenado y sabe que si regresa a “casa” con eso, recibirá buenos golpes de su dios. Se asusta de pies a cabeza de tan solo pensarlo y, espantado, deja las galletas y la manzana en una banqueta y regresa corriendo al restaurante.
Esta vez, se dirige a otra mesa y monta el mismo espectáculo. Consigue una moneda. Es menos de lo que debería llevar a casa, pero al menos es algo. Comienza a caminar en dirección a otra mesa y de pronto, la muchacha que le había dado la manzana y las galletas, lo reconoce y le dice: “Hey! ¿Y tus galletas? ¿Ya comiste?”. Su rostro cambia de expresión. Está asustado. No sabe que responder. Fuerza una especie de sonrisa y sin decir nada se aleja, con una moneda en la mano. Mientras camina, piensa en su misión. Necesita más monedas, de lo contrario, sufrirá las consecuencia. “Quizá mañana regrese por la manzana”, se dice a si mismo. Pero es mentira. Mañana tocará la misma rutina, acompañada del mismo miedo y la misma hambre de aquel desdichado súbdito que no conoce nada más que la miseria.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo