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Hacia una Moncloa guatemalteca

Redacción
17 de mayo, 2017

La construcción del nuevo orden requiere de un pacto político.

Guatemala cumple 25 meses de haber iniciado un proceso de transformación política que ha resultado difícil de conceptualizar, y que resulta aún más difícil de proyectar. Gracias a CICIG y MP, se ha ejecutado una ofensiva judicial sin precedentes para depurar al sistema de aquellos actores que se enquistaron en las instituciones para ejercer un control patrimonial del Estado. Sin embargo, hoy nos encontramos en un “limbo” político: mientras el Ancien Régime se resiste a colapsar, aún no existe un consenso claro de qué construir en su lugar.

La paradoja de la ecuación guatemalteca es que los actores que desencadenaron el proceso transformador (MP y CICIG) no tienen dentro de sus funciones la reconstrucción del sistema. Esta última –en cambio– es función de élites y los actores políticamente relevantes. Sin embargo, resulta que en este complejo proceso, esas élites han sido sujetas de depuración, mientras que entre los actores relevantes destacan la desconfianza mutua y la polarización. En ese contexto, cualquier discusión sobre un Nuevo Régimen resulta un ejercicio fútil.

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En procesos similares de transformación, cuando la sumatoria de variables da como resultado la anomia, los beneficiados son los reaccionarios, quienes aspiran a retornar al statu quo ante.

En el caso guatemalteco, desde el mismo estallido de la crisis se definieron cuatro ejes para la reconstrucción del sistema: la reforma político-electoral, la reforma judicial, la modernización de las contrataciones públicas y el servicio civil. De ellas, solo la primera avanzó, gracias a que el Tribunal Supremo Electoral –en medio de los comicios 2015–, se aventuró a liderar una reforma encaminada a limitar los flujos de dinero oscuro en el sistema político. La reforma de contrataciones pecó de tímida en su alcance, pero de excesiva en su reglamentación.

La reforma judicial debía avanzar con la discusión constitucional. Pero este proceso ha probado ser el Barbarrosa de CICIG y MP: al aventurarse en la toma de Moscú, sobreextendieron sus líneas y expusieron sus flancos. Para el resto de la sociedad, las reformas solo sacaron a relucir el oportunismo de unos por utilizar el diálogo para impulsar su agenda, el rechazo de otros a cualquier forma de cambio, además de la desconfianza y la polarización.

En ese contexto, las mafias salivan. Para ellos, la derrota de las reformas marca el inicio de la contraofensiva, puesto que implica una derrota política para los depuradores. El segundo paso será la toma del MP en el 2018. Posteriormente, el esfuerzo irá encaminado a capturar el sistema de justicia –como en el 2014–. La guinda al pastel sería la finalización del mandato de CICIG en 2019. Sin CICIG, y con control de la justicia, la esperanza es que los casos se reviertan y los acusados recuperen su libertad. Por ello vemos a Pérez, Baldetti y otros acusados intentar retardar los casos ad eternum: su apuesta es que no haya juicios antes del 2019.

Ante este escenario hay una sola salida: un Pacto de Nación. Al mejor estilo de la Moncloa española, las élites y los actores relevantes deben encontrar un espacio para acordar el destino político-institucional del país. El objetivo es uno: combatir el modelo de gestión patrimonialista que hizo de la función pública un botín. Y sus temas pasan por atender el sistema de elección de Congreso y partidos políticos, la modernización judicial, la reforma a la gestión pública y el combate a la corrupción. Sin embargo, en esa ecuación hace falta superar la desconfianza y la polarización y encontrar al liderazgo (al estilo de Adolfo Suárez) capaz de convocar al Pacto.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Hacia una Moncloa guatemalteca

Redacción
17 de mayo, 2017

La construcción del nuevo orden requiere de un pacto político.

Guatemala cumple 25 meses de haber iniciado un proceso de transformación política que ha resultado difícil de conceptualizar, y que resulta aún más difícil de proyectar. Gracias a CICIG y MP, se ha ejecutado una ofensiva judicial sin precedentes para depurar al sistema de aquellos actores que se enquistaron en las instituciones para ejercer un control patrimonial del Estado. Sin embargo, hoy nos encontramos en un “limbo” político: mientras el Ancien Régime se resiste a colapsar, aún no existe un consenso claro de qué construir en su lugar.

La paradoja de la ecuación guatemalteca es que los actores que desencadenaron el proceso transformador (MP y CICIG) no tienen dentro de sus funciones la reconstrucción del sistema. Esta última –en cambio– es función de élites y los actores políticamente relevantes. Sin embargo, resulta que en este complejo proceso, esas élites han sido sujetas de depuración, mientras que entre los actores relevantes destacan la desconfianza mutua y la polarización. En ese contexto, cualquier discusión sobre un Nuevo Régimen resulta un ejercicio fútil.

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En procesos similares de transformación, cuando la sumatoria de variables da como resultado la anomia, los beneficiados son los reaccionarios, quienes aspiran a retornar al statu quo ante.

En el caso guatemalteco, desde el mismo estallido de la crisis se definieron cuatro ejes para la reconstrucción del sistema: la reforma político-electoral, la reforma judicial, la modernización de las contrataciones públicas y el servicio civil. De ellas, solo la primera avanzó, gracias a que el Tribunal Supremo Electoral –en medio de los comicios 2015–, se aventuró a liderar una reforma encaminada a limitar los flujos de dinero oscuro en el sistema político. La reforma de contrataciones pecó de tímida en su alcance, pero de excesiva en su reglamentación.

La reforma judicial debía avanzar con la discusión constitucional. Pero este proceso ha probado ser el Barbarrosa de CICIG y MP: al aventurarse en la toma de Moscú, sobreextendieron sus líneas y expusieron sus flancos. Para el resto de la sociedad, las reformas solo sacaron a relucir el oportunismo de unos por utilizar el diálogo para impulsar su agenda, el rechazo de otros a cualquier forma de cambio, además de la desconfianza y la polarización.

En ese contexto, las mafias salivan. Para ellos, la derrota de las reformas marca el inicio de la contraofensiva, puesto que implica una derrota política para los depuradores. El segundo paso será la toma del MP en el 2018. Posteriormente, el esfuerzo irá encaminado a capturar el sistema de justicia –como en el 2014–. La guinda al pastel sería la finalización del mandato de CICIG en 2019. Sin CICIG, y con control de la justicia, la esperanza es que los casos se reviertan y los acusados recuperen su libertad. Por ello vemos a Pérez, Baldetti y otros acusados intentar retardar los casos ad eternum: su apuesta es que no haya juicios antes del 2019.

Ante este escenario hay una sola salida: un Pacto de Nación. Al mejor estilo de la Moncloa española, las élites y los actores relevantes deben encontrar un espacio para acordar el destino político-institucional del país. El objetivo es uno: combatir el modelo de gestión patrimonialista que hizo de la función pública un botín. Y sus temas pasan por atender el sistema de elección de Congreso y partidos políticos, la modernización judicial, la reforma a la gestión pública y el combate a la corrupción. Sin embargo, en esa ecuación hace falta superar la desconfianza y la polarización y encontrar al liderazgo (al estilo de Adolfo Suárez) capaz de convocar al Pacto.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo