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La falsa identidad

Daniel Silva
18 de mayo, 2017

Uno de los pilares de cualquier empresa es su identidad. De acuerdo a Justo Villafañe, Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, la esencia, forma de ser o alma de una corporación está conformada por su historia, cultura y proyecto empresarial.

La identidad toma forma a partir de la visión, misión, valores, políticas, hitos y actitudes de los miembros de una organización, todos aspectos que rigen o deberían regir la forma de actuar de una compañía ante sus diferentes grupos de interés.

Cualquier firma que aspire a lograr una sólida reputación corporativa debe hacer lo que promete y cumplir sus compromisos, a todo nivel. Sin embargo, en la práctica es fácil percatarse de que a muchas les resulta difícil o hasta imposible lograrlo.

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En estos casos, las organizaciones actúan como el “El Padre Gatica: predica pero no practica”, un popular proverbio chileno que describe coloquialmente a las personas cuyo comportamiento se contradice con su verborrea.

Para evitar lo anterior, las empresas se apoyan en el desarrollo de políticas de comportamiento, normas de convivencia, códigos de ética, manuales de procesos y otros documentos que en teoría deberían contribuir a hacer realidad la identidad deseada.

Sin embargo, vemos con frecuencia cómo llamativos mensajes con “Nuestra Misión”, “Nuestra Visión” y “Nuestros Valores”, publicados en los vestíbulos de las oficinas corporativas, página web, cuentas de redes sociales y campañas publicitarias de empresas y organizaciones, se convierten en testigos silenciosos de la divergencia entre la identidad y el real comportamiento empresarial.

Hace algunas semanas, durante una reunión social, conversaba con el director regional de marketing de una firma que distribuye productos de consumo masivo de gran prestigio en Centro América.

Durante la plática, me compartió fotografías de las piezas de una campaña dirigida a un segmento en particular. Lo hizo entre risas, utilizando un lenguaje machista y hasta cierto punto burlesco hacia el rol de las mujeres que trabajan en el hogar.

Es de perogrullo que un colaborador debería, sin excepción, “hacer suya” la identidad de la corporación para la cual trabaja y comportarse con los mismos valores, no importando si es fin de semana, festivo o anda de parranda. Un mensaje negativo como el emitido por este ejecutivo puede dañar la confianza y la credibilidad hacia una organización.

Cuando la descomposición de la identidad empresarial proviene de sus propietarios o junta directiva, no hay mayor cosa que hacer más que aceptar las críticas, hacer un control de daños y, en el mejor de los casos, realizar cambios que corrijan el rumbo.

En cambio, cuando la mayoría de los colaboradores de una organización -desde aquel que da los buenos días en la recepción hasta el último de los directores o socios fundadores-, se comporta traicionando su esencia y valores, la reputación de la firma corre grave peligro.

“Guatemala ya cambió”, rezaba un slogan de una de las candidatas perdedoras en las últimas elecciones presidenciales en Guatemala.

Desde el 2015, con el destape del caso La Línea, han quedado al descubierto comportamientos sin ética de compañías que alguna vez gozaron de gran prestigio y reputación en Guatemala. Varios casos de evasiones fiscales hasta contratos ilícitos han sido conocidos y repudiados por una sociedad cada vez menos tolerante a los abusos.

Es por ello que hoy, más que nunca, las organizaciones se ven en la necesidad de gestionar su reputación corporativa de forma integral, comunicando un comportamiento real y consistente a través de toda su cadena de valor.

Lejanos quedaron los días en que bastaba sacar la chequera y realizar una campaña publicitaria millonaria para vender un producto funcional y cool.

En la actualidad sí importa cómo se hizo el producto, si sus ingredientes cuidan la salud de las personas, si el proceso de producción respetó el medio ambiente, si la empresa paga sus impuestos, si respeta los derechos laborales de sus colaboradores y si es un “buen vecino” en las comunidades de sus entornos de influencia, entre otros aspectos.

En definitiva, los cartelitos colgados en la recepción de las empresas y organizaciones para “vender” una identidad sin sustento están obsoletos. Si no que lo diga Odebrecht.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

La falsa identidad

Daniel Silva
18 de mayo, 2017

Uno de los pilares de cualquier empresa es su identidad. De acuerdo a Justo Villafañe, Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, la esencia, forma de ser o alma de una corporación está conformada por su historia, cultura y proyecto empresarial.

La identidad toma forma a partir de la visión, misión, valores, políticas, hitos y actitudes de los miembros de una organización, todos aspectos que rigen o deberían regir la forma de actuar de una compañía ante sus diferentes grupos de interés.

Cualquier firma que aspire a lograr una sólida reputación corporativa debe hacer lo que promete y cumplir sus compromisos, a todo nivel. Sin embargo, en la práctica es fácil percatarse de que a muchas les resulta difícil o hasta imposible lograrlo.

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En estos casos, las organizaciones actúan como el “El Padre Gatica: predica pero no practica”, un popular proverbio chileno que describe coloquialmente a las personas cuyo comportamiento se contradice con su verborrea.

Para evitar lo anterior, las empresas se apoyan en el desarrollo de políticas de comportamiento, normas de convivencia, códigos de ética, manuales de procesos y otros documentos que en teoría deberían contribuir a hacer realidad la identidad deseada.

Sin embargo, vemos con frecuencia cómo llamativos mensajes con “Nuestra Misión”, “Nuestra Visión” y “Nuestros Valores”, publicados en los vestíbulos de las oficinas corporativas, página web, cuentas de redes sociales y campañas publicitarias de empresas y organizaciones, se convierten en testigos silenciosos de la divergencia entre la identidad y el real comportamiento empresarial.

Hace algunas semanas, durante una reunión social, conversaba con el director regional de marketing de una firma que distribuye productos de consumo masivo de gran prestigio en Centro América.

Durante la plática, me compartió fotografías de las piezas de una campaña dirigida a un segmento en particular. Lo hizo entre risas, utilizando un lenguaje machista y hasta cierto punto burlesco hacia el rol de las mujeres que trabajan en el hogar.

Es de perogrullo que un colaborador debería, sin excepción, “hacer suya” la identidad de la corporación para la cual trabaja y comportarse con los mismos valores, no importando si es fin de semana, festivo o anda de parranda. Un mensaje negativo como el emitido por este ejecutivo puede dañar la confianza y la credibilidad hacia una organización.

Cuando la descomposición de la identidad empresarial proviene de sus propietarios o junta directiva, no hay mayor cosa que hacer más que aceptar las críticas, hacer un control de daños y, en el mejor de los casos, realizar cambios que corrijan el rumbo.

En cambio, cuando la mayoría de los colaboradores de una organización -desde aquel que da los buenos días en la recepción hasta el último de los directores o socios fundadores-, se comporta traicionando su esencia y valores, la reputación de la firma corre grave peligro.

“Guatemala ya cambió”, rezaba un slogan de una de las candidatas perdedoras en las últimas elecciones presidenciales en Guatemala.

Desde el 2015, con el destape del caso La Línea, han quedado al descubierto comportamientos sin ética de compañías que alguna vez gozaron de gran prestigio y reputación en Guatemala. Varios casos de evasiones fiscales hasta contratos ilícitos han sido conocidos y repudiados por una sociedad cada vez menos tolerante a los abusos.

Es por ello que hoy, más que nunca, las organizaciones se ven en la necesidad de gestionar su reputación corporativa de forma integral, comunicando un comportamiento real y consistente a través de toda su cadena de valor.

Lejanos quedaron los días en que bastaba sacar la chequera y realizar una campaña publicitaria millonaria para vender un producto funcional y cool.

En la actualidad sí importa cómo se hizo el producto, si sus ingredientes cuidan la salud de las personas, si el proceso de producción respetó el medio ambiente, si la empresa paga sus impuestos, si respeta los derechos laborales de sus colaboradores y si es un “buen vecino” en las comunidades de sus entornos de influencia, entre otros aspectos.

En definitiva, los cartelitos colgados en la recepción de las empresas y organizaciones para “vender” una identidad sin sustento están obsoletos. Si no que lo diga Odebrecht.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo