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Recuperar los fines: el bien y la verdad

Carmen Camey
28 de junio, 2017

Hoy la filosofía, las humanidades y la religión no valen. No valen porque no entran dentro del criterio aceptado como norma común. Tanto las humanidades como la religión dan ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, y la corrección política que nos empuja a creer que cualquier tipo de criterio acerca del bien y del mal es una ideología, las ha desterrado de la vida pública. Sin embargo, presuntamente la política trata de hacer a una sociedad mejor. Pero, ¿puede hablarse de una sociedad mejor sin un criterio de bondad? Hoy en día el criterio de juicio ha quedado reducido a la eficiencia, la política ha quedado reducida a técnica y la cultura ha renunciado a crear vínculos fuertes conformándose con vínculos útiles.

En público parece que no se puede sostener como argumento válido que algo es bueno sino solamente que es útil o que es rentable. Por eso mismo en la mayoría de las universidades ya no se forman personas sino solo son una fábrica de técnicos que desempeñan un rol o un papel, sin criterio propio. Gradúan profesionales que quizás ejercen dirección, pero no son buenos directivos. La razón queda reducida a razón instrumental y lo demás son problemas de la “conciencia de cada uno”. Queremos que la eficiencia dicte todo el comportamiento en el trabajo y que todo lo demás se guarde en la casa, en la intimidad y vida privada. Y después nos preguntamos por qué no hay ética en el congreso.

Si la eficiencia es el único valor compartido por una sociedad, el hombre queda sin asidero ni sentido de su acción y los vínculos que se configuran se reducen a pactos contractuales incapaces de espolear o vivificar una cultura. Nos desculturizamos porque no nos hacemos preguntas importantes en el ámbito público, pensamos que en el ámbito público solo se puede preguntar por la utilidad y la eficiencia. Pero la cuestión del sentido no puede ser una cuestión relegada al desarrollo personal e íntimo sino que afecta a toda la actividad del hombre. El hombre no trabaja por un lado, piensa por otro y se relaciona por otro sino que es la misma persona la que piensa, trabaja y se autorrealiza en sus diferentes ámbitos manifestativos.

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La eficiencia (y aún más la económica) ensalzada como único criterio de juicio no logra dar sentido unitario a la acción del hombre ni configura vínculos fuertes en la sociedad. Reduce al hombre a sus dimensiones manifestativas, sin reconocer un sentido omniabarcante e integrador. El hombre no se reduce a la suma de sus partes constitutivas sino que forma una unidad de sentido superior. La actividad del hombre en el mundo, de una parte, es múltiple y variada y, de otra parte, solo puede alcanzar un sentido pleno y unitario a través de un fin. Un fin que no puede otorgar la utilidad ni la eficiencia, que hablan solo de medios. Si desterramos a las humanidades y a la religión de la vida pública, renunciamos a la posibilidad de tener un fin y nos quedamos atrapados en una dinámica de mediaciones que no satisface las necesidades sociales del hombre.

Es necesario un fin último y compartido por toda la sociedad de forma que sirva de ordenación, no solo de todas las actividades, sino también como vínculo entre los hombres. La eficiencia y la utilidad no cumplen con este papel. Como sociedad debemos volver a las preguntas importantes: el bien y la verdad, que aunque parezcan ilusiones románticas son los únicos con la suficiente fuerza para ordenar la acción del hombre y crear los símbolos compartidos que avivan la vigorosidad de lo común y crean verdaderos vínculos dentro de una sociedad. Sin esos criterios de bondad compartidos es imposible sostener que un sistema es mejor que otro, es imposible elegir una manera de hacer las cosas por encima de otras, puesto que no contaremos con medidas suficientes para sopesar lo que nos estamos jugando como hombres.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Recuperar los fines: el bien y la verdad

Carmen Camey
28 de junio, 2017

Hoy la filosofía, las humanidades y la religión no valen. No valen porque no entran dentro del criterio aceptado como norma común. Tanto las humanidades como la religión dan ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo, y la corrección política que nos empuja a creer que cualquier tipo de criterio acerca del bien y del mal es una ideología, las ha desterrado de la vida pública. Sin embargo, presuntamente la política trata de hacer a una sociedad mejor. Pero, ¿puede hablarse de una sociedad mejor sin un criterio de bondad? Hoy en día el criterio de juicio ha quedado reducido a la eficiencia, la política ha quedado reducida a técnica y la cultura ha renunciado a crear vínculos fuertes conformándose con vínculos útiles.

En público parece que no se puede sostener como argumento válido que algo es bueno sino solamente que es útil o que es rentable. Por eso mismo en la mayoría de las universidades ya no se forman personas sino solo son una fábrica de técnicos que desempeñan un rol o un papel, sin criterio propio. Gradúan profesionales que quizás ejercen dirección, pero no son buenos directivos. La razón queda reducida a razón instrumental y lo demás son problemas de la “conciencia de cada uno”. Queremos que la eficiencia dicte todo el comportamiento en el trabajo y que todo lo demás se guarde en la casa, en la intimidad y vida privada. Y después nos preguntamos por qué no hay ética en el congreso.

Si la eficiencia es el único valor compartido por una sociedad, el hombre queda sin asidero ni sentido de su acción y los vínculos que se configuran se reducen a pactos contractuales incapaces de espolear o vivificar una cultura. Nos desculturizamos porque no nos hacemos preguntas importantes en el ámbito público, pensamos que en el ámbito público solo se puede preguntar por la utilidad y la eficiencia. Pero la cuestión del sentido no puede ser una cuestión relegada al desarrollo personal e íntimo sino que afecta a toda la actividad del hombre. El hombre no trabaja por un lado, piensa por otro y se relaciona por otro sino que es la misma persona la que piensa, trabaja y se autorrealiza en sus diferentes ámbitos manifestativos.

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La eficiencia (y aún más la económica) ensalzada como único criterio de juicio no logra dar sentido unitario a la acción del hombre ni configura vínculos fuertes en la sociedad. Reduce al hombre a sus dimensiones manifestativas, sin reconocer un sentido omniabarcante e integrador. El hombre no se reduce a la suma de sus partes constitutivas sino que forma una unidad de sentido superior. La actividad del hombre en el mundo, de una parte, es múltiple y variada y, de otra parte, solo puede alcanzar un sentido pleno y unitario a través de un fin. Un fin que no puede otorgar la utilidad ni la eficiencia, que hablan solo de medios. Si desterramos a las humanidades y a la religión de la vida pública, renunciamos a la posibilidad de tener un fin y nos quedamos atrapados en una dinámica de mediaciones que no satisface las necesidades sociales del hombre.

Es necesario un fin último y compartido por toda la sociedad de forma que sirva de ordenación, no solo de todas las actividades, sino también como vínculo entre los hombres. La eficiencia y la utilidad no cumplen con este papel. Como sociedad debemos volver a las preguntas importantes: el bien y la verdad, que aunque parezcan ilusiones románticas son los únicos con la suficiente fuerza para ordenar la acción del hombre y crear los símbolos compartidos que avivan la vigorosidad de lo común y crean verdaderos vínculos dentro de una sociedad. Sin esos criterios de bondad compartidos es imposible sostener que un sistema es mejor que otro, es imposible elegir una manera de hacer las cosas por encima de otras, puesto que no contaremos con medidas suficientes para sopesar lo que nos estamos jugando como hombres.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo