Política
Política
Empresa
Empresa
Investigación y Análisis
Investigación y Análisis
Internacional
Internacional
Opinión
Opinión
Inmobiliaria
Inmobiliaria
Agenda Empresarial
Agenda Empresarial

Escrito en el agua*

Gabriel Arana Fuentes
10 de septiembre, 2017

2015

Jules

Querías decirme algo, ¿no? ¿Qué era? Tengo la sensación de que me desconecté de esta conversación hace mucho tiempo. Perdí la concentración, estaba pensando en otras cosas, preocupándome de mis asuntos, dejé de escucharte y perdí el hilo. Bueno, ahora ya tienes mi atención. Pero no puedo dejar de pensar que me he perdido algunas de las cuestiones más significativas.

Cuando han venido a decírmelo, me he enojado. Al principio me he sentido aliviada, pues cuando dos agentes de policía aparecen en la puerta de tu casa justo cuando tú estás buscando el boleto del tren para salir e ir a trabajar, temes lo peor. He temido que le hubiera sucedido algo a alguien que me importara: mis amigos, mi ex, la gente con la que trabajo. Pero no tenía nada que ver con ellos, me han dicho, sino contigo. De modo que, por un momento, me he sentido aliviada, y luego me han contado lo que había pasado, lo que habías hecho, que te habías arrojado al agua, y me he sentido furiosa. Furiosa y asustada.

He comenzado a pensar en lo que te diría cuando llegara, pues sabía que lo habías hecho para fastidiarme, para molestarme, para asustarme, para desestabilizar mi vida. Para llamar mi atención y llevarme de vuelta allí adonde querías que estuviera. Pues aquí lo tienes, Nel, ya lo has conseguido: estoy en el lugar al que nunca quise regresar para ocuparme de tu hija y para tratar de poner orden en el maldito lío que has organizado.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

LUNES, 10 DE AGOSTO

Josh

Algo me ha despertado. Cuando me he levantado de la cama para ir al cuarto de baño, he visto que la puerta del dormitorio de mamá y papá estaba abierta y, al mirar dentro, me he dado cuenta de que mamá no estaba en la cama. Papá estaba roncando como siempre. El despertador indicaba que eran las 4:08. He supuesto que mamá debía de haber ido a la planta baja. Le cuesta dormir. Últimamente les cuesta a ambos, pero él toma unas pastillas tan fuertes que uno podría acercarse a su cama y gritarle al oído y no conseguiría despertarlo.

He ido a la planta baja procurando no hacer ruido porque por lo general enciende la televisión y se queda dormida viendo esos anuncios realmente aburridos sobre máquinas que lo ayudan a uno a perder peso o a limpiar el suelo o a cortar los vegetales de muchas formas distintas. Pero la televisión no estaba encendida y ella no se encontraba en el sofá, de modo que debía de haber salido de casa.

Lo ha hecho algunas veces. Pocas, que yo sepa, aunque tampoco puedo estar al tanto de dónde se encuentra todo el mundo a cada momento. La primera vez me dijo que sólo había ido a dar un paseo para aclararse la cabeza, pero hubo otra mañana en la que me desperté y, al mirar por la ventana, vi que el coche no estaba estacionado donde solía.

Seguramente va a dar paseos a la orilla del río o a visitar la tumba de Katie. Yo lo hago de vez en cuando, aunque no en mitad de la noche. Me daría miedo hacerlo en la oscuridad y, además, me sentiría raro, pues eso es lo que hizo la propia Katie: se levantó en mitad de la noche y fue al río y ya no volvió. Aun así, comprendo por qué lo hace mamá: es lo más cerca de ella que puede estar en la actualidad, aparte de, tal vez, sentarse en su dormitorio, otra cosa que sé que en ocasiones hace. El dormitorio de Katie está al lado del mío y a veces puedo oír llorar a mamá.

Me he sentado en el sofá para esperarla, pero debo de haberme quedado dormido porque cuando he oído la puerta ya había luz fuera y, al mirar el reloj de la repisa de la chimenea, he visto que eran las siete y cuarto. He oído cómo mamá cerraba la puerta tras de sí y luego subía corriendo la escalera.

La he seguido al piso de arriba y me he parado delante de su dormitorio, mirando a través de la puerta entreabierta. Ella estaba de rodillas junto a la cama, en el lado de papá, y tenía el rostro enrojecido como si hubiera estado corriendo. Con la respiración jadeante y sin dejar de sacudirle el hombro, ha dicho:

—Alec, despierta. Despierta ya. Nel Abbott está muerta. La han encontrado en el agua. Se ha arrojado.

No recuerdo haber dicho nada, pero debo de haber hecho algún ruido, porque ella se ha volteado hacia mí y se ha puesto de pie.

—¡Oh, Josh! —ha exclamado acercándose a mí—. Oh, Josh…

—Las lágrimas han comenzado a caer por su rostro y me ha abrazado con fuerza. Cuando me he apartado de ella todavía estaba llorando, pero también sonreía—. Oh, querido —ha dicho.

Papá se ha incorporado en la cama, frotándose los ojos. Le cuesta horrores despertarse del todo.

—No lo entiendo. ¿Cuándo…? ¿Quieres decir anoche? ¿Cómo lo sabes?

—He salido a comprar leche —ha respondido ella—. Todo el mundo estaba comentándolo… en la tienda. La han encontrado esta mañana. —Se ha sentado en la cama y ha empezado a llorar otra vez.

Papá le ha dado un abrazo, pero ella estaba mirándome a mí, y él tenía una extraña expresión en el rostro.

—¿Adónde has ido? —le he preguntado yo—. ¿Dónde has estado?

—A comprar, Josh. Acabo de decirlo.

«Estás mintiendo —he querido contestarle—. Has estado fuera varias horas. No has ido a comprar leche.» He querido decirle eso pero no he podido, porque mis padres estaban sentados en la cama mirándose entre sí, y parecían felices.

MARTES, 11 DE AGOSTO

Jules

Lo recuerdo. Cojines apilados en el centro del asiento trasero del cámper para delimitar la frontera entre tu territorio y el mío, de camino a Beckford para pasar el verano, tú nerviosa y excitada — te morías de ganas por llegar—, y yo con el rostro verde a causa del mareo e intentando no vomitar.

No es sólo que lo haya recordado, es que además lo he sentido. Esta tarde he sentido ese mismo mareo mientras iba encorvada sobre el volante como una anciana, conduciendo rápido y mal, desplazándome al centro de la carretera al tomar las curvas, frenando con excesiva brusquedad, corrigiendo el rumbo cada vez que veía un coche en dirección contraria. He notado esa cosa, esa sensación que tengo cuando veo una camioneta blanca viniendo en sentido contrario por una de esas estrechas carreteras y pienso: «Voy a dar un volantazo, voy a hacerlo, voy a invadir su carril. No porque quiera, sino porque debo hacerlo», como si en el último momento perdiera la voluntad. Es como esa sensación que una tiene cuando se acerca al borde de un precipicio o del andén de una vía de tren y nota que la empuja una mano invisible. ¿Y si…? ¿Y si diera un paso adelante? ¿Y si girara el volante?

(Al fin y al cabo, tú y yo no somos tan distintas.)

Lo que me ha sorprendido es lo bien que lo he recordado. Demasiado bien. ¿Cómo es que puedo recordar con semejante perfección las cosas que me sucedieron cuando tenía ocho años y, en cambio, me resulta imposible recordar si he hablado o no con mis colegas sobre el cambio de fecha de la evaluación de un cliente? Las cosas que quiero recordar se me olvidan, y las que intento olvidar no dejan de acudir a mi mente. Cuanto más me acercaba a Beckford, más incontestable se ha vuelto eso, y el pasado, sorprendente e ineludible, ha salido disparado hacia mí como los gorriones de un seto.

Toda esa exuberancia, ese increíble verde, el reluciente e intenso amarillo de la aulaga de la colina, ha penetrado en mi cerebro y ha traído consigo un torrente de recuerdos: papá llevándome al agua cuando yo tenía cuatro o cinco años; tú saltando de las rocas al río, cada vez desde más y más altura; pícnics en la arenosa ribera de la poza; el sabor de la crema de protección solar en la lengua; ese gordo pez café que pescamos en las lentas y cenagosas aguas que hay río abajo, más allá del Molino; tú regresando a casa con un hilo de sangre en una pierna tras haber calculado mal uno de esos saltos y, después, mordiendo un trapo mientras papá te limpiaba el corte porque no ibas a llorar, no delante de mí; mamá ataviada con un vestido veraniego de color azul celeste, descalza en la cocina, preparando avena para desayunar, con las plantas de los pies de un oscuro y herrumbroso color café. Papá sentado en la ribera del río, dibujando. O, más adelante, cuando éramos algo mayores, tú vestida con unos shorts y la parte de arriba de un bikini bajo la camiseta, escapándote de noche para ver a un chico. No uno cualquiera, sino el chico. Mamá, más delgada y frágil, durmiendo en el sillón de la sala, papá desapareciendo para dar largos paseos con la esposa del pastor, rolliza, pálida y usando una pamela. Recuerdo también un partido de futbol. Los calientes rayos del sol sobre el agua, todas las miradas sobre mí y yo parpadeando para contener las lágrimas, con sangre en los muslos y las risas de los demás resonando en mis oídos. Todavía puedo oírlas. Y, por debajo de todo eso, el rumor de la corriente.

Estaba tan profundamente absorta en esas aguas que no me he dado cuenta de que había llegado. Ahí estaba, en el corazón del pueblo. Había sucedido tan de repente como si hubiera cerrado los ojos y me hubieran trasladado por arte de magia y, cuando he querido darme cuenta, estaba recorriendo despacio sus estrechas calles repletas de vehículos cuatro por cuatro y atisbando con el rabillo del ojo las fachadas de piedra y los rosales, avanzando en dirección a la iglesia, en dirección al viejo puente, con cuidado ahora. He mantenido los ojos puestos en el asfalto y he intentado no mirar los árboles ni el río. He intentado no hacerlo, pero no he podido evitarlo.

Tras estacionarme a un lado de la carretera y apagar el motor, he levantado la mirada. Ahí estaban los árboles y los escalones de piedra, cubiertos de musgo verde y resbaladizos a causa de la lluvia. Se me ha puesto la piel de gallina. Y he recordado esto: la lluvia glacial cayendo sobre el asfalto, unas centelleantes luces azules compitiendo con los relámpagos para iluminar el río y el cielo, nubes de aliento formándose delante de unos rostros asustados y un niño pequeño, pálido como un fantasma y que no deja de temblar, subiendo los escalones en dirección a la carretera de la mano de una mujer policía que tiene los ojos abiertos como platos y voltea la cabeza a un lado y a otro mientras llama a alguien a gritos. Todavía puedo sentir lo que sentí esa noche, el terror y la fascinación. Todavía puedo oír tus palabras en mi cabeza: «¿Qué debe de sentirse al ver morir a tu propia madre? ¿Puedes imaginártelo?».

He apartado la mirada y, tras arrancar de nuevo el coche, he vuelto a la carretera y he cruzado el puente donde el carril da la vuelta. He esperado la llegada de la curva. ¿En la primera a la izquierda? No, en ésa no, en la segunda. Ahí estaba, esa vieja mole de piedra, la Casa del Mo lino. Sintiendo un escozor en la fría y húmeda piel y con el corazón latiéndome peligrosamente rápido, he cruzado la reja abierta y he enfilado el camino de entrada.

Había un hombre mirando su celular. Un policía uniformado. Se ha acercado al coche y yo he bajado la ventanilla.

—Soy Jules —he dicho—. Jules Abbott. Soy… su hermana.

—¡Oh! —Parecía incómodo—. Sí, claro. Por supuesto. Verá, ahora mismo no hay nadie en la casa —ha dicho volteándose hacia ella—. La chica…, su sobrina… ha salido. No estoy seguro de dónde… —Ha tomado la radio de su cinturón.

Yo he abierto la puerta del coche y he bajado.

—¿Le importa que entre en la casa? —he preguntado con la mirada puesta en la ventana abierta de la que solía ser tu antigua habitación. Todavía podía verte ahí, sentada en el alféizar con los pies colgando. Daba vértigo.

El policía se ha mostrado indeciso. Se ha apartado un momento y ha dicho algo en voz baja a través de su radio. Luego se ha dirigido otra vez a mí.

—Sí, está bien. Puede entrar.

La oscuridad me impedía ver la escalera, pero podía oír el agua y oler la tierra que quedaba a la sombra de la casa y debajo de los árboles, de los lugares a los que no llegaba la luz del sol, así como el hedor acre de las hojas pudriéndose, unos olores que me transportaban a otra época.

Al abrir la puerta casi esperaba oír la voz de mamá llamándome desde la cocina. Sin siquiera pensarlo, he sabido que tenía que terminar de abrirla con la cadera porque rozaba con el suelo y se atascaba. He entrado en el vestíbulo y he cerrado tras de mí al tiempo que mis ojos trataban de acostumbrarse a la oscuridad y tiritaba a causa del repentino frío.

En la cocina había una mesa de roble bajo la ventana. ¿Era la misma? Lo parecía, pero no podía ser, el lugar ha cambiado de manos muchas veces desde entonces. Podría haberlo averiguado si me hubiera metido debajo y hubiera buscado las marcas que tú y yo dejamos ahí, pero la sola idea ha hecho que se me acelerara el pulso.

Recuerdo el modo en que los rayos del sol la iluminaban por las mañanas, y que tú te sentabas en el lado izquierdo, de cara a la cocina integral, desde donde podías ver el viejo puente perfectamente enmarcado por la ventana. «Qué bonita», decía todo el mundo sobre la vista, aunque no llegaban a ver nada. Nunca abrían la ventana y se asomaban, nunca bajaban los ojos a la rueda, pudriéndose en su sitio, nunca miraban más allá de los dibujos que trazaban los rayos del sol en la superficie del agua, nunca veían lo que en realidad era ésta, con su color negro verdoso y llena de seres vivos y cosas muertas.

He salido de la cocina y, recorriendo el pasillo, he pasado junto a la escalera y me he internado en la casa. Me he topado con ellas tan repentinamente que me he sobresaltado: las enormes ventanas que daban al río y casi parecían meterse en él. Era como si, al abrirlas, el agua fuera a entrar y a derramarse sobre el amplio asiento de madera que había debajo.

Recuerdo. Todos esos veranos, mamá y yo sentadas en ese asiento, recostadas en pilas de cojines con los pies en alto y los dedos gordos casi tocándose, algún libro en las rodillas y un plato con tentempiés cerca, aunque ella nunca los tocaba.

No he podido mirarlo; verlo otra vez así me ha hecho sentir desconsolada y desesperada.

El yeso de las paredes había sido retirado para dejar a la vista el ladrillo desnudo que había debajo, y la decoración era típica de ti: alfombras orientales en el suelo, pesados muebles de ébano, grandes sofás y sillones de piel y demasiadas velas. También, por todas partes, las pruebas de tus obsesiones: enormes reproducciones enmarcadas de la Ofelia de Millais, hermosa y serena, con los ojos y la boca abiertos y flores en la mano, la Hécate de Blake, El aquelarre de Goya, o el Perro semihundido de ese mismo pintor. Esta reproducción es la que más odio de todas, con ese pobre animal esforzándose en mantener la cabeza por encima de la marea.

Ha comenzado a sonar un teléfono. Los timbrazos parecían proceder de debajo de la casa. Siguiendo su sonido, he cruzado la sala y he descendido unos escalones; creo que antes ahí había un desván lleno de cachivaches. Un año se inundó y todo quedó cubierto de lodo, como si la casa hubiera pasado a formar parte del lecho del río.

He entrado en lo que habías convertido en tu estudio. Estaba lleno de cosas: equipo fotográfico, pantallas, lámparas y cajas difusoras, una impresora. En el suelo se apilaban papeles, libros y carpetas, y contra la pared había una hilera de archiveros. Y fotografías, claro está. Tus fotografías cubrían cada centímetro de yeso. A un ojo inexperto podría parecerle que estabas obsesionada con los puentes: el Golden Gate, el puente de Nankín sobre el río Yangtsé, el viaducto Prince Edward… Pero si una miraba con atención, podía ver que lo importante no eran los puentes, y que las fotos no mostraban ninguna fijación por esas obras maestras de la ingeniería. Si una miraba bien podía ver que, además de puentes, también había imágenes del cabo Beachy, el bosque de Aokigahara, Preikestolen… Lugares a los que personas sin esperanza iban a poner fin a sus vidas. Catedrales de la desesperación.

Frente a la entrada, imágenes de la Poza de las Ahogadas. Una tras otra, desde todos los ángulos y todas las perspectivas posibles: pálido y cubierto de hielo en invierno, con el acantilado negro y severo; o centelleante en verano, convertido en un oasis exuberante y verde; o apagado y silíceo, con nubes grises de tormenta en el cielo. Montones de imágenes que terminaban fundiéndose en una sola y que suponían un mareante asalto a los ojos. Me he sentido como si estuviera ahí, en ese lugar, como si me encontrara mirando al agua desde lo alto del acantilado, percibiendo ese terrible estremecimiento, la tentación del olvido.

*Fragmento del libro Escrito en el agua de Paula Hawkins (Planeta), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Escrito en el agua*

Gabriel Arana Fuentes
10 de septiembre, 2017

2015

Jules

Querías decirme algo, ¿no? ¿Qué era? Tengo la sensación de que me desconecté de esta conversación hace mucho tiempo. Perdí la concentración, estaba pensando en otras cosas, preocupándome de mis asuntos, dejé de escucharte y perdí el hilo. Bueno, ahora ya tienes mi atención. Pero no puedo dejar de pensar que me he perdido algunas de las cuestiones más significativas.

Cuando han venido a decírmelo, me he enojado. Al principio me he sentido aliviada, pues cuando dos agentes de policía aparecen en la puerta de tu casa justo cuando tú estás buscando el boleto del tren para salir e ir a trabajar, temes lo peor. He temido que le hubiera sucedido algo a alguien que me importara: mis amigos, mi ex, la gente con la que trabajo. Pero no tenía nada que ver con ellos, me han dicho, sino contigo. De modo que, por un momento, me he sentido aliviada, y luego me han contado lo que había pasado, lo que habías hecho, que te habías arrojado al agua, y me he sentido furiosa. Furiosa y asustada.

He comenzado a pensar en lo que te diría cuando llegara, pues sabía que lo habías hecho para fastidiarme, para molestarme, para asustarme, para desestabilizar mi vida. Para llamar mi atención y llevarme de vuelta allí adonde querías que estuviera. Pues aquí lo tienes, Nel, ya lo has conseguido: estoy en el lugar al que nunca quise regresar para ocuparme de tu hija y para tratar de poner orden en el maldito lío que has organizado.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

LUNES, 10 DE AGOSTO

Josh

Algo me ha despertado. Cuando me he levantado de la cama para ir al cuarto de baño, he visto que la puerta del dormitorio de mamá y papá estaba abierta y, al mirar dentro, me he dado cuenta de que mamá no estaba en la cama. Papá estaba roncando como siempre. El despertador indicaba que eran las 4:08. He supuesto que mamá debía de haber ido a la planta baja. Le cuesta dormir. Últimamente les cuesta a ambos, pero él toma unas pastillas tan fuertes que uno podría acercarse a su cama y gritarle al oído y no conseguiría despertarlo.

He ido a la planta baja procurando no hacer ruido porque por lo general enciende la televisión y se queda dormida viendo esos anuncios realmente aburridos sobre máquinas que lo ayudan a uno a perder peso o a limpiar el suelo o a cortar los vegetales de muchas formas distintas. Pero la televisión no estaba encendida y ella no se encontraba en el sofá, de modo que debía de haber salido de casa.

Lo ha hecho algunas veces. Pocas, que yo sepa, aunque tampoco puedo estar al tanto de dónde se encuentra todo el mundo a cada momento. La primera vez me dijo que sólo había ido a dar un paseo para aclararse la cabeza, pero hubo otra mañana en la que me desperté y, al mirar por la ventana, vi que el coche no estaba estacionado donde solía.

Seguramente va a dar paseos a la orilla del río o a visitar la tumba de Katie. Yo lo hago de vez en cuando, aunque no en mitad de la noche. Me daría miedo hacerlo en la oscuridad y, además, me sentiría raro, pues eso es lo que hizo la propia Katie: se levantó en mitad de la noche y fue al río y ya no volvió. Aun así, comprendo por qué lo hace mamá: es lo más cerca de ella que puede estar en la actualidad, aparte de, tal vez, sentarse en su dormitorio, otra cosa que sé que en ocasiones hace. El dormitorio de Katie está al lado del mío y a veces puedo oír llorar a mamá.

Me he sentado en el sofá para esperarla, pero debo de haberme quedado dormido porque cuando he oído la puerta ya había luz fuera y, al mirar el reloj de la repisa de la chimenea, he visto que eran las siete y cuarto. He oído cómo mamá cerraba la puerta tras de sí y luego subía corriendo la escalera.

La he seguido al piso de arriba y me he parado delante de su dormitorio, mirando a través de la puerta entreabierta. Ella estaba de rodillas junto a la cama, en el lado de papá, y tenía el rostro enrojecido como si hubiera estado corriendo. Con la respiración jadeante y sin dejar de sacudirle el hombro, ha dicho:

—Alec, despierta. Despierta ya. Nel Abbott está muerta. La han encontrado en el agua. Se ha arrojado.

No recuerdo haber dicho nada, pero debo de haber hecho algún ruido, porque ella se ha volteado hacia mí y se ha puesto de pie.

—¡Oh, Josh! —ha exclamado acercándose a mí—. Oh, Josh…

—Las lágrimas han comenzado a caer por su rostro y me ha abrazado con fuerza. Cuando me he apartado de ella todavía estaba llorando, pero también sonreía—. Oh, querido —ha dicho.

Papá se ha incorporado en la cama, frotándose los ojos. Le cuesta horrores despertarse del todo.

—No lo entiendo. ¿Cuándo…? ¿Quieres decir anoche? ¿Cómo lo sabes?

—He salido a comprar leche —ha respondido ella—. Todo el mundo estaba comentándolo… en la tienda. La han encontrado esta mañana. —Se ha sentado en la cama y ha empezado a llorar otra vez.

Papá le ha dado un abrazo, pero ella estaba mirándome a mí, y él tenía una extraña expresión en el rostro.

—¿Adónde has ido? —le he preguntado yo—. ¿Dónde has estado?

—A comprar, Josh. Acabo de decirlo.

«Estás mintiendo —he querido contestarle—. Has estado fuera varias horas. No has ido a comprar leche.» He querido decirle eso pero no he podido, porque mis padres estaban sentados en la cama mirándose entre sí, y parecían felices.

MARTES, 11 DE AGOSTO

Jules

Lo recuerdo. Cojines apilados en el centro del asiento trasero del cámper para delimitar la frontera entre tu territorio y el mío, de camino a Beckford para pasar el verano, tú nerviosa y excitada — te morías de ganas por llegar—, y yo con el rostro verde a causa del mareo e intentando no vomitar.

No es sólo que lo haya recordado, es que además lo he sentido. Esta tarde he sentido ese mismo mareo mientras iba encorvada sobre el volante como una anciana, conduciendo rápido y mal, desplazándome al centro de la carretera al tomar las curvas, frenando con excesiva brusquedad, corrigiendo el rumbo cada vez que veía un coche en dirección contraria. He notado esa cosa, esa sensación que tengo cuando veo una camioneta blanca viniendo en sentido contrario por una de esas estrechas carreteras y pienso: «Voy a dar un volantazo, voy a hacerlo, voy a invadir su carril. No porque quiera, sino porque debo hacerlo», como si en el último momento perdiera la voluntad. Es como esa sensación que una tiene cuando se acerca al borde de un precipicio o del andén de una vía de tren y nota que la empuja una mano invisible. ¿Y si…? ¿Y si diera un paso adelante? ¿Y si girara el volante?

(Al fin y al cabo, tú y yo no somos tan distintas.)

Lo que me ha sorprendido es lo bien que lo he recordado. Demasiado bien. ¿Cómo es que puedo recordar con semejante perfección las cosas que me sucedieron cuando tenía ocho años y, en cambio, me resulta imposible recordar si he hablado o no con mis colegas sobre el cambio de fecha de la evaluación de un cliente? Las cosas que quiero recordar se me olvidan, y las que intento olvidar no dejan de acudir a mi mente. Cuanto más me acercaba a Beckford, más incontestable se ha vuelto eso, y el pasado, sorprendente e ineludible, ha salido disparado hacia mí como los gorriones de un seto.

Toda esa exuberancia, ese increíble verde, el reluciente e intenso amarillo de la aulaga de la colina, ha penetrado en mi cerebro y ha traído consigo un torrente de recuerdos: papá llevándome al agua cuando yo tenía cuatro o cinco años; tú saltando de las rocas al río, cada vez desde más y más altura; pícnics en la arenosa ribera de la poza; el sabor de la crema de protección solar en la lengua; ese gordo pez café que pescamos en las lentas y cenagosas aguas que hay río abajo, más allá del Molino; tú regresando a casa con un hilo de sangre en una pierna tras haber calculado mal uno de esos saltos y, después, mordiendo un trapo mientras papá te limpiaba el corte porque no ibas a llorar, no delante de mí; mamá ataviada con un vestido veraniego de color azul celeste, descalza en la cocina, preparando avena para desayunar, con las plantas de los pies de un oscuro y herrumbroso color café. Papá sentado en la ribera del río, dibujando. O, más adelante, cuando éramos algo mayores, tú vestida con unos shorts y la parte de arriba de un bikini bajo la camiseta, escapándote de noche para ver a un chico. No uno cualquiera, sino el chico. Mamá, más delgada y frágil, durmiendo en el sillón de la sala, papá desapareciendo para dar largos paseos con la esposa del pastor, rolliza, pálida y usando una pamela. Recuerdo también un partido de futbol. Los calientes rayos del sol sobre el agua, todas las miradas sobre mí y yo parpadeando para contener las lágrimas, con sangre en los muslos y las risas de los demás resonando en mis oídos. Todavía puedo oírlas. Y, por debajo de todo eso, el rumor de la corriente.

Estaba tan profundamente absorta en esas aguas que no me he dado cuenta de que había llegado. Ahí estaba, en el corazón del pueblo. Había sucedido tan de repente como si hubiera cerrado los ojos y me hubieran trasladado por arte de magia y, cuando he querido darme cuenta, estaba recorriendo despacio sus estrechas calles repletas de vehículos cuatro por cuatro y atisbando con el rabillo del ojo las fachadas de piedra y los rosales, avanzando en dirección a la iglesia, en dirección al viejo puente, con cuidado ahora. He mantenido los ojos puestos en el asfalto y he intentado no mirar los árboles ni el río. He intentado no hacerlo, pero no he podido evitarlo.

Tras estacionarme a un lado de la carretera y apagar el motor, he levantado la mirada. Ahí estaban los árboles y los escalones de piedra, cubiertos de musgo verde y resbaladizos a causa de la lluvia. Se me ha puesto la piel de gallina. Y he recordado esto: la lluvia glacial cayendo sobre el asfalto, unas centelleantes luces azules compitiendo con los relámpagos para iluminar el río y el cielo, nubes de aliento formándose delante de unos rostros asustados y un niño pequeño, pálido como un fantasma y que no deja de temblar, subiendo los escalones en dirección a la carretera de la mano de una mujer policía que tiene los ojos abiertos como platos y voltea la cabeza a un lado y a otro mientras llama a alguien a gritos. Todavía puedo sentir lo que sentí esa noche, el terror y la fascinación. Todavía puedo oír tus palabras en mi cabeza: «¿Qué debe de sentirse al ver morir a tu propia madre? ¿Puedes imaginártelo?».

He apartado la mirada y, tras arrancar de nuevo el coche, he vuelto a la carretera y he cruzado el puente donde el carril da la vuelta. He esperado la llegada de la curva. ¿En la primera a la izquierda? No, en ésa no, en la segunda. Ahí estaba, esa vieja mole de piedra, la Casa del Mo lino. Sintiendo un escozor en la fría y húmeda piel y con el corazón latiéndome peligrosamente rápido, he cruzado la reja abierta y he enfilado el camino de entrada.

Había un hombre mirando su celular. Un policía uniformado. Se ha acercado al coche y yo he bajado la ventanilla.

—Soy Jules —he dicho—. Jules Abbott. Soy… su hermana.

—¡Oh! —Parecía incómodo—. Sí, claro. Por supuesto. Verá, ahora mismo no hay nadie en la casa —ha dicho volteándose hacia ella—. La chica…, su sobrina… ha salido. No estoy seguro de dónde… —Ha tomado la radio de su cinturón.

Yo he abierto la puerta del coche y he bajado.

—¿Le importa que entre en la casa? —he preguntado con la mirada puesta en la ventana abierta de la que solía ser tu antigua habitación. Todavía podía verte ahí, sentada en el alféizar con los pies colgando. Daba vértigo.

El policía se ha mostrado indeciso. Se ha apartado un momento y ha dicho algo en voz baja a través de su radio. Luego se ha dirigido otra vez a mí.

—Sí, está bien. Puede entrar.

La oscuridad me impedía ver la escalera, pero podía oír el agua y oler la tierra que quedaba a la sombra de la casa y debajo de los árboles, de los lugares a los que no llegaba la luz del sol, así como el hedor acre de las hojas pudriéndose, unos olores que me transportaban a otra época.

Al abrir la puerta casi esperaba oír la voz de mamá llamándome desde la cocina. Sin siquiera pensarlo, he sabido que tenía que terminar de abrirla con la cadera porque rozaba con el suelo y se atascaba. He entrado en el vestíbulo y he cerrado tras de mí al tiempo que mis ojos trataban de acostumbrarse a la oscuridad y tiritaba a causa del repentino frío.

En la cocina había una mesa de roble bajo la ventana. ¿Era la misma? Lo parecía, pero no podía ser, el lugar ha cambiado de manos muchas veces desde entonces. Podría haberlo averiguado si me hubiera metido debajo y hubiera buscado las marcas que tú y yo dejamos ahí, pero la sola idea ha hecho que se me acelerara el pulso.

Recuerdo el modo en que los rayos del sol la iluminaban por las mañanas, y que tú te sentabas en el lado izquierdo, de cara a la cocina integral, desde donde podías ver el viejo puente perfectamente enmarcado por la ventana. «Qué bonita», decía todo el mundo sobre la vista, aunque no llegaban a ver nada. Nunca abrían la ventana y se asomaban, nunca bajaban los ojos a la rueda, pudriéndose en su sitio, nunca miraban más allá de los dibujos que trazaban los rayos del sol en la superficie del agua, nunca veían lo que en realidad era ésta, con su color negro verdoso y llena de seres vivos y cosas muertas.

He salido de la cocina y, recorriendo el pasillo, he pasado junto a la escalera y me he internado en la casa. Me he topado con ellas tan repentinamente que me he sobresaltado: las enormes ventanas que daban al río y casi parecían meterse en él. Era como si, al abrirlas, el agua fuera a entrar y a derramarse sobre el amplio asiento de madera que había debajo.

Recuerdo. Todos esos veranos, mamá y yo sentadas en ese asiento, recostadas en pilas de cojines con los pies en alto y los dedos gordos casi tocándose, algún libro en las rodillas y un plato con tentempiés cerca, aunque ella nunca los tocaba.

No he podido mirarlo; verlo otra vez así me ha hecho sentir desconsolada y desesperada.

El yeso de las paredes había sido retirado para dejar a la vista el ladrillo desnudo que había debajo, y la decoración era típica de ti: alfombras orientales en el suelo, pesados muebles de ébano, grandes sofás y sillones de piel y demasiadas velas. También, por todas partes, las pruebas de tus obsesiones: enormes reproducciones enmarcadas de la Ofelia de Millais, hermosa y serena, con los ojos y la boca abiertos y flores en la mano, la Hécate de Blake, El aquelarre de Goya, o el Perro semihundido de ese mismo pintor. Esta reproducción es la que más odio de todas, con ese pobre animal esforzándose en mantener la cabeza por encima de la marea.

Ha comenzado a sonar un teléfono. Los timbrazos parecían proceder de debajo de la casa. Siguiendo su sonido, he cruzado la sala y he descendido unos escalones; creo que antes ahí había un desván lleno de cachivaches. Un año se inundó y todo quedó cubierto de lodo, como si la casa hubiera pasado a formar parte del lecho del río.

He entrado en lo que habías convertido en tu estudio. Estaba lleno de cosas: equipo fotográfico, pantallas, lámparas y cajas difusoras, una impresora. En el suelo se apilaban papeles, libros y carpetas, y contra la pared había una hilera de archiveros. Y fotografías, claro está. Tus fotografías cubrían cada centímetro de yeso. A un ojo inexperto podría parecerle que estabas obsesionada con los puentes: el Golden Gate, el puente de Nankín sobre el río Yangtsé, el viaducto Prince Edward… Pero si una miraba con atención, podía ver que lo importante no eran los puentes, y que las fotos no mostraban ninguna fijación por esas obras maestras de la ingeniería. Si una miraba bien podía ver que, además de puentes, también había imágenes del cabo Beachy, el bosque de Aokigahara, Preikestolen… Lugares a los que personas sin esperanza iban a poner fin a sus vidas. Catedrales de la desesperación.

Frente a la entrada, imágenes de la Poza de las Ahogadas. Una tras otra, desde todos los ángulos y todas las perspectivas posibles: pálido y cubierto de hielo en invierno, con el acantilado negro y severo; o centelleante en verano, convertido en un oasis exuberante y verde; o apagado y silíceo, con nubes grises de tormenta en el cielo. Montones de imágenes que terminaban fundiéndose en una sola y que suponían un mareante asalto a los ojos. Me he sentido como si estuviera ahí, en ese lugar, como si me encontrara mirando al agua desde lo alto del acantilado, percibiendo ese terrible estremecimiento, la tentación del olvido.

*Fragmento del libro Escrito en el agua de Paula Hawkins (Planeta), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.