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Imprevistos

Redacción República
15 de octubre, 2017

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

Carros, motos y camionetas avanzaban más despacio de lo previsto a esa hora. Pensé en que algún camión cisterna se descompuso a media cuesta –para mí que lo hacen a propósito, no pasa semana sin que un armatoste de estos ya no pueda más con el cargamento y cae cual mula agobiada por el peso de los sacos de carbón que la obligan a transportar más allá del límite de sus fuerzas.

A los quince o veinte minutos salimos de la duda: alguien murió atropellado. No podía verse si era hombre o mujer, debido a que los bomberos dejaron bien tapado el cadáver. “Vaya suerte”, pensé. Y también pensé en los dos destinos que se encontraron de golpe: en la persona que cruzaba la carretera segura de que ningún conductor se acercaba, y en el chofer que no pudo frenar a tiempo, o no quiso, él lo sabrá, que lo impactó.

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El lugar por donde pasamos es oscuro, todavía alumbrado por lámparas de vapor de mercurio que a duras penas facilitan la visibilidad de objetos y personas. Muchos vestimos con colores oscuros (azul marino, negro, marrón), lo que dificulta distinguirse en callejones. Si el conductor llevaba prisa, apenas medio durmió tres horas para volver a madrugar, o tenía su pensamiento ocupado por distracciones, podría justificarse a qué horas iba a fijarse que se le atravesó un señor.

Debió llevarse tremendo susto. Al calmarse, buscó algún lugar alejado donde parquearse, lejos de la vista de los curiosos. Se bajó para revisar si se quebraron las luces y si el daño sufrido en la carrocería podría delatar que pasó atropellando a una persona. Soltará cuantas palabrotas se le ocurran, dirigidas contra “el imprudente que se le cruzó” y contra sí mismo por no ser previsor.

Pasará el resto del día atormentado, pensando que alguna cámara captó el accidente y el número de placa del vehículo. Su estado no pasará inadvertido a sus compañeros y siempre habrá quién le pregunte si se siente enfermo. Por algún tiempo dejará de usar el carro, pretextando alguna falla mecánica, y no querrá ver el telenoticiero ni acercarse a los periódicos hasta pasados tres o cuatro días. Tratará de no pensar demasiado en el percance; su fe religiosa, varias cervezas, el autodominio que pueda tener, harán el resto.

Por el lado de la familia, puedo suponer la inquietud al ver que no regresa a la hora acostumbrada y no responde a los continuos llamados a su celular. El envío y recepción de malas noticias es casi inmediato, por lo que no tardarán en enterarse que alguien con las características del desaparecido yace en la carretera. Llegan, lo reconocen y lamentan la pérdida. Habrá quien se hinque y ore por el alma del difunto, mientras el fiscal del Ministerio Público apunta los datos personales.

Los parientes negociarán con el fiscal para que les permita llevarse el cuerpo a casa, en lugar de tener que esperar a que lo lleven a la morgue y se los entregue a los tres días. No hace falta saber las causas: el padre, esposo, tío, amigo que todavía vieron la noche anterior ya no está con ellos. Ahora tendrán qué ocuparse de comprar el cajón, ir a pagar la misa de difuntos o arreglar la visita del pastor, y buscar sitio en el cementerio más cercano.

“Todo ocurre a la velocidad de un parpadeo”, reza el lugar común. En eso pienso cuando llego a la estación de Transmetro, me doy cuenta a tiempo de que estaba a punto de olvidar el paraguas, y bajo a buscar mi lugar entre la cola de pasajeros a la espera del próximo vagón.

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Redacción República
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Carros, motos y camionetas avanzaban más despacio de lo previsto a esa hora. Pensé en que algún camión cisterna se descompuso a media cuesta –para mí que lo hacen a propósito, no pasa semana sin que un armatoste de estos ya no pueda más con el cargamento y cae cual mula agobiada por el peso de los sacos de carbón que la obligan a transportar más allá del límite de sus fuerzas.

A los quince o veinte minutos salimos de la duda: alguien murió atropellado. No podía verse si era hombre o mujer, debido a que los bomberos dejaron bien tapado el cadáver. “Vaya suerte”, pensé. Y también pensé en los dos destinos que se encontraron de golpe: en la persona que cruzaba la carretera segura de que ningún conductor se acercaba, y en el chofer que no pudo frenar a tiempo, o no quiso, él lo sabrá, que lo impactó.

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El lugar por donde pasamos es oscuro, todavía alumbrado por lámparas de vapor de mercurio que a duras penas facilitan la visibilidad de objetos y personas. Muchos vestimos con colores oscuros (azul marino, negro, marrón), lo que dificulta distinguirse en callejones. Si el conductor llevaba prisa, apenas medio durmió tres horas para volver a madrugar, o tenía su pensamiento ocupado por distracciones, podría justificarse a qué horas iba a fijarse que se le atravesó un señor.

Debió llevarse tremendo susto. Al calmarse, buscó algún lugar alejado donde parquearse, lejos de la vista de los curiosos. Se bajó para revisar si se quebraron las luces y si el daño sufrido en la carrocería podría delatar que pasó atropellando a una persona. Soltará cuantas palabrotas se le ocurran, dirigidas contra “el imprudente que se le cruzó” y contra sí mismo por no ser previsor.

Pasará el resto del día atormentado, pensando que alguna cámara captó el accidente y el número de placa del vehículo. Su estado no pasará inadvertido a sus compañeros y siempre habrá quién le pregunte si se siente enfermo. Por algún tiempo dejará de usar el carro, pretextando alguna falla mecánica, y no querrá ver el telenoticiero ni acercarse a los periódicos hasta pasados tres o cuatro días. Tratará de no pensar demasiado en el percance; su fe religiosa, varias cervezas, el autodominio que pueda tener, harán el resto.

Por el lado de la familia, puedo suponer la inquietud al ver que no regresa a la hora acostumbrada y no responde a los continuos llamados a su celular. El envío y recepción de malas noticias es casi inmediato, por lo que no tardarán en enterarse que alguien con las características del desaparecido yace en la carretera. Llegan, lo reconocen y lamentan la pérdida. Habrá quien se hinque y ore por el alma del difunto, mientras el fiscal del Ministerio Público apunta los datos personales.

Los parientes negociarán con el fiscal para que les permita llevarse el cuerpo a casa, en lugar de tener que esperar a que lo lleven a la morgue y se los entregue a los tres días. No hace falta saber las causas: el padre, esposo, tío, amigo que todavía vieron la noche anterior ya no está con ellos. Ahora tendrán qué ocuparse de comprar el cajón, ir a pagar la misa de difuntos o arreglar la visita del pastor, y buscar sitio en el cementerio más cercano.

“Todo ocurre a la velocidad de un parpadeo”, reza el lugar común. En eso pienso cuando llego a la estación de Transmetro, me doy cuenta a tiempo de que estaba a punto de olvidar el paraguas, y bajo a buscar mi lugar entre la cola de pasajeros a la espera del próximo vagón.

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