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Las leyendas y el terror

Redacción República
22 de octubre, 2017

Fredy Portillo es columnista de literatura, República lo publicará los domingos.

Del pueblo de los abuelos no hay algo que recuerde con mayor nostalgia que los calurosos días de la Semana Santa y las visitas al cementerio en el día de los muertos.

Era típico volver a la casona de la abuela atravesando calles escoltadas por potreros oscuros, que hoy ya no existen. Entre risas nerviosas y con el corazón a punto de estallar escondíamos el miedo de toparnos con la llorona.

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A pesar del escepticismo que heredé de mi padre, las historias de espantos y aparecidos dejaron fuertes impresiones en mi alma de niño, y sentía con certeza que aquellas narraciones que eran contadas por ancianos, de espesas cejas y bigotes, sobre almas en pena. Las historias eran tan reales como su aliento a cuto, aquel aguardiente que solo los meros machos se atreven a beber.

Yo no conocía a Miguel Ángel Asturias, pero desde ese entonces tomé conciencia de por qué Guatemala es el país de lo real maravilloso y porqué el realismo mágico es un mero truco de la imaginación.

Cada comunidad, aldea y barrio de este país tiene impregnadas sus leyendas locales para cuyos habitantes, no tienen nada que ver con la inspiración artística, ni provienen de las ocurrencias de ancianos supersticiosos, sino son parte de la realidad y la vida misma.

De todos esos cuentos se nutrió el primer libro que publicó Asturias: Leyendas de Guatemala, el cual, desde luego no es un compendio de toda la gama de la tradición oral del país, pero en el que nueve historias resumen y describen toda la idiosincrasia de nuestra sociedad con todos sus fantasmas y creencias sobrenaturales.

Pero más que contar historias surrealistas, estas logran recrear toda la carga espiritual que para el guatemalteco significa lo tenebroso y logra despertar en el lector el verdadero sentimiento de lo terrorífico e incompresible.

Tal vez por ello es casi imposible conocer a un guatemalteco que no crea haber tenido un encuentro cercano con el más allá, o en buen chapín que alguna alma en pena se le haya aparecido en medio de la noche y le haya congelado el alma.

Mientras más viejo y desvencijado sea un edificio o una casa es más probable oír risas, sombras o sonidos. Y eso ya no es extraño. Así como los temblores y la corrupción, los guatemaltecos hemos aprendido a vivir con el miedo a los espíritus malignos, aunque muchos de ellos, estén mucho más vivos que muertos.

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22 de octubre, 2017

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Era típico volver a la casona de la abuela atravesando calles escoltadas por potreros oscuros, que hoy ya no existen. Entre risas nerviosas y con el corazón a punto de estallar escondíamos el miedo de toparnos con la llorona.

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A pesar del escepticismo que heredé de mi padre, las historias de espantos y aparecidos dejaron fuertes impresiones en mi alma de niño, y sentía con certeza que aquellas narraciones que eran contadas por ancianos, de espesas cejas y bigotes, sobre almas en pena. Las historias eran tan reales como su aliento a cuto, aquel aguardiente que solo los meros machos se atreven a beber.

Yo no conocía a Miguel Ángel Asturias, pero desde ese entonces tomé conciencia de por qué Guatemala es el país de lo real maravilloso y porqué el realismo mágico es un mero truco de la imaginación.

Cada comunidad, aldea y barrio de este país tiene impregnadas sus leyendas locales para cuyos habitantes, no tienen nada que ver con la inspiración artística, ni provienen de las ocurrencias de ancianos supersticiosos, sino son parte de la realidad y la vida misma.

De todos esos cuentos se nutrió el primer libro que publicó Asturias: Leyendas de Guatemala, el cual, desde luego no es un compendio de toda la gama de la tradición oral del país, pero en el que nueve historias resumen y describen toda la idiosincrasia de nuestra sociedad con todos sus fantasmas y creencias sobrenaturales.

Pero más que contar historias surrealistas, estas logran recrear toda la carga espiritual que para el guatemalteco significa lo tenebroso y logra despertar en el lector el verdadero sentimiento de lo terrorífico e incompresible.

Tal vez por ello es casi imposible conocer a un guatemalteco que no crea haber tenido un encuentro cercano con el más allá, o en buen chapín que alguna alma en pena se le haya aparecido en medio de la noche y le haya congelado el alma.

Mientras más viejo y desvencijado sea un edificio o una casa es más probable oír risas, sombras o sonidos. Y eso ya no es extraño. Así como los temblores y la corrupción, los guatemaltecos hemos aprendido a vivir con el miedo a los espíritus malignos, aunque muchos de ellos, estén mucho más vivos que muertos.

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