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Una amenaza asimétrica

Redacción
07 de noviembre, 2017

Las espeluznantes imágenes de lo sucedido en Nueva York donde un originario de Uzbekistán la emprendió con su vehículo contra un grupo de transeúntes, aquellas que corresponden al tiroteo ocurrido en pleno servicio de una iglesia bautista en el sur de los Estados Unidos, o la balacera protagonizada desde una habitación de un hotel de las Vegas sobre una multitud que asistía a un concierto no puede más que dejar una sensación de gran pesar pero también de mucha impotencia. Actos aislados, imprevistos y dantescos se han sucedido en la Unión Americana con menos de 45 días entres sí.

Todos estos hechos han sido ya calificados como actos rayanos en el terrorismo aún cuando sus orígenes o razón de ser estén todavía poco claros. Lo cierto es que el efecto sobre la sociedad americana es justamente la de un acto puramente terrorista: provocar zozobra en una ciudadanía acostumbrada a vivir en un ambiente pacífico y de control ciudadano. Este es el efecto perverso del terrorismo como práctica política. Uno de sus teóricos más relevantes, el pensador italiano Carlo Pisacane, escribía a finales del siglo XIX que un acto terrorista era uno de los actos políticos más eficaces, porque un solo hecho hacía que miles de personas llegaren a hablar de una causa, de la que probablemente, por medio de mítines o pasquines, no se llegaría a ocupar ni siquiera una línea en un periódico local. Para Pisacane, años de cursos de adoctrinamiento podían ser sustituidos por el efecto impactante de la propaganda universal que un solo acto, con sus características de gran conmoción, pudiera producir. Esto fue el fundamento teórico del movimiento anarquista de principios de siglo XX y de la sucesión de atentados a jefes de estado protagonizados precisamente por militantes anarquistas, en los que más de diez de tan importantes víctimas perdieron la vida.

La impotencia a la que hago referencia al comienzo del artículo se refiere a la falta de capacidad de un estado cualquiera para poder hacerle frente a un nuevo tipo de terrorismo, más cruel, criminal y abyecto que todos los anteriores. En esta ocasión se trata no solo de causar un alto impacto provocando un grave daño, sino que está dirigido a personas totalmente inocentes, escogidas en ambientes públicos y cometidos por un autor solitario que no tiene el interés de sobrevivir a su acto. Todo ello hace que la estrategia estatal de prevención sea prácticamente nula, pues no hay organización o estructura que penetrar, seguimientos que hacer a personas de interés cuyos registros de afiliación a organizaciones les sitúe como sospechosos, o investigaciones posteriores que lleven a arrestos y toma de lugares o documentos. Simplemente estos actos nacen en la mente de un desquiciado solitario, a cuyos pensamientos no es posible acceder por tecnología alguna.

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El Presidente Trump siempre fue muy vocal en cuanto a dar una respuesta fuerte, decisiva y brutal frente a cualquier atentado terrorista que sucediera en territorio americano. Aquí el dilema es: ¿a quién castigar de vuelta? No puede responsabilizarse a Uzbekistán por lo que cometido por un lunático ciudadano de ese país. Tampoco puede castigarse a la familia del tirador en Las Vegas o a la de quien entró a tiro limpio en una iglesia. Ni la prevención ni el castigo parecieran ser atendibles frente a este nuevo fenómeno. De allí que ante esta nueva amenaza asimétrica, nuevos modelos de atención tendrán que surgir. Ese es el reto de nuestro tiempo, que tendrá que llevarnos a replantear las alertas tempranas a nivel de la ciudadanía misma, los patrones mismos de actuación en los ambientes públicos o los protocolos de cobertura mediática de estos actos. Nada de ello es fácil ni consensuable, pero tendrá que ser objeto de atención por las sociedades abiertas, que deben aprender a defenderse ellas mismas de esta nueva amenaza a la tranquilidad.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Una amenaza asimétrica

Redacción
07 de noviembre, 2017

Las espeluznantes imágenes de lo sucedido en Nueva York donde un originario de Uzbekistán la emprendió con su vehículo contra un grupo de transeúntes, aquellas que corresponden al tiroteo ocurrido en pleno servicio de una iglesia bautista en el sur de los Estados Unidos, o la balacera protagonizada desde una habitación de un hotel de las Vegas sobre una multitud que asistía a un concierto no puede más que dejar una sensación de gran pesar pero también de mucha impotencia. Actos aislados, imprevistos y dantescos se han sucedido en la Unión Americana con menos de 45 días entres sí.

Todos estos hechos han sido ya calificados como actos rayanos en el terrorismo aún cuando sus orígenes o razón de ser estén todavía poco claros. Lo cierto es que el efecto sobre la sociedad americana es justamente la de un acto puramente terrorista: provocar zozobra en una ciudadanía acostumbrada a vivir en un ambiente pacífico y de control ciudadano. Este es el efecto perverso del terrorismo como práctica política. Uno de sus teóricos más relevantes, el pensador italiano Carlo Pisacane, escribía a finales del siglo XIX que un acto terrorista era uno de los actos políticos más eficaces, porque un solo hecho hacía que miles de personas llegaren a hablar de una causa, de la que probablemente, por medio de mítines o pasquines, no se llegaría a ocupar ni siquiera una línea en un periódico local. Para Pisacane, años de cursos de adoctrinamiento podían ser sustituidos por el efecto impactante de la propaganda universal que un solo acto, con sus características de gran conmoción, pudiera producir. Esto fue el fundamento teórico del movimiento anarquista de principios de siglo XX y de la sucesión de atentados a jefes de estado protagonizados precisamente por militantes anarquistas, en los que más de diez de tan importantes víctimas perdieron la vida.

La impotencia a la que hago referencia al comienzo del artículo se refiere a la falta de capacidad de un estado cualquiera para poder hacerle frente a un nuevo tipo de terrorismo, más cruel, criminal y abyecto que todos los anteriores. En esta ocasión se trata no solo de causar un alto impacto provocando un grave daño, sino que está dirigido a personas totalmente inocentes, escogidas en ambientes públicos y cometidos por un autor solitario que no tiene el interés de sobrevivir a su acto. Todo ello hace que la estrategia estatal de prevención sea prácticamente nula, pues no hay organización o estructura que penetrar, seguimientos que hacer a personas de interés cuyos registros de afiliación a organizaciones les sitúe como sospechosos, o investigaciones posteriores que lleven a arrestos y toma de lugares o documentos. Simplemente estos actos nacen en la mente de un desquiciado solitario, a cuyos pensamientos no es posible acceder por tecnología alguna.

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El Presidente Trump siempre fue muy vocal en cuanto a dar una respuesta fuerte, decisiva y brutal frente a cualquier atentado terrorista que sucediera en territorio americano. Aquí el dilema es: ¿a quién castigar de vuelta? No puede responsabilizarse a Uzbekistán por lo que cometido por un lunático ciudadano de ese país. Tampoco puede castigarse a la familia del tirador en Las Vegas o a la de quien entró a tiro limpio en una iglesia. Ni la prevención ni el castigo parecieran ser atendibles frente a este nuevo fenómeno. De allí que ante esta nueva amenaza asimétrica, nuevos modelos de atención tendrán que surgir. Ese es el reto de nuestro tiempo, que tendrá que llevarnos a replantear las alertas tempranas a nivel de la ciudadanía misma, los patrones mismos de actuación en los ambientes públicos o los protocolos de cobertura mediática de estos actos. Nada de ello es fácil ni consensuable, pero tendrá que ser objeto de atención por las sociedades abiertas, que deben aprender a defenderse ellas mismas de esta nueva amenaza a la tranquilidad.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo