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Ella estaba sollozando (Siri Hustvedt)*

Gabriel Arana Fuentes
12 de noviembre, 2017

La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres

Ella estaba sollozando

Miro Mujer que llora de Picasso y, antes de detenerme a analizar lo que estoy viendo para hablar de la forma, el color o el estilo, detecto en el lienzo un rostro, una mano y parte de un torso y reacciono ante la imagen de forma emocional e inmediata. El cuadro me perturba. En las comisuras de la boca advierto una tensión. Quiero seguir mirando y al mismo tiempo esta figura me repele. Aunque estoy mirando una persona que llora, me parece un retrato cruel. ¿Qué está sucediendo?

El rostro es el locus de la identidad, la parte del cuerpo a la que prestamos atención. No reconocemos a las personas, por íntimas que sean, por sus manos y sus pies. Recién nacidos que sólo llevan unas horas en el mundo imitan las expresiones faciales de los adultos, aunque no saben a quién o qué están mirando y tardarán meses en ser capaces de reconocer su propio reflejo en el espejo. Los bebés parecen tener una conciencia visual y motora sensorial del rostro de la otra persona, lo que algunos investigadores han llamado la respuesta «como­yo» que se traduce en imitación, también conocida como «intersubjetividad primaria». Una amiga mía, la filósofa Maria Brincker, que está estudiando las teorías de la especularidad, le habló a su hija de seis años, Oona, de la imitación infantil.

—Un niño muy pequeño puede imitar mis expresiones —le dijo—. No es difícil de entender, ¿verdad?

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—No, mamá—respondió Oona—. Es fácil. El bebé tiene tu cara.

Hasta cierto punto al menos, cuando miramos a alguien, ya sea en carne y hueso, en una fotografía o en un cuadro, tenemos su rostro. El rostro que vemos reemplaza el nuestro. Maurice Merleau­Ponty lo llama intercorporalidad humana, que no se alcanza a través de la analogía autorreflexiva pero está inmediatamente presente en nuestra percepción. No está claro en qué momento exacto del desarrollo se produce el reconocimiento del género, aunque las investigaciones parecen mostrar una habilidad para distinguir voces y rostros masculinos y femeninos en bebés de apenas seis meses. Por supuesto, también hay muchas pistas que no son esenciales, como la longitud del cabello, la ropa, el maquillaje, etc. Pero la percepción e interpretación que hago del lienzo de Picasso participa de una realidad diádica, el yo y el tú del lienzo. La figura que tengo delante no es naturalista. ¿Cómo sé siquiera que es una mujer? Interpreto el cabello, las pestañas, los festones de su pañuelo y el contorno redondeado de un pecho femenino. Mujer que llora sólo es un cuadro, y a una sí las comisuras de la boca se me mueven como un eco motosensorial del rostro que tengo delante.

La «mujer que llora» es una imagen de dolor completamente externalizada. Comparemos este lienzo con el cuadro neoclásico que pintó Picasso en 1923 de su primera esposa, Olga Khokhlova, que transmite la quietud de una estatua, un objeto sereno que sin embargo parece albergar una interioridad oculta y cierta introspección, o con Desnudo de pie junto al mar (1929), en el que la identificación de este objeto cómico como una persona se basa en la insinuación de piernas, brazos y nalgas. Dos conos absurdos —alusiones a los pechos— registran su feminidad, al igual que la postura —de odalisca—, un desnudo de Ingres que se ha vuelto grotesco. No hace falta medir los miembros. En el primero, la ilusión de realismo me permite proyectar una vida interior sobre la representación, lo que Warburg llamaba «intensificación mimética como acción subjetiva». En el segundo, tal proyección no es posible. El intercambio «como­yo» está fundamentalmente alterado. Esa persona­objeto es un no­yo.

Lo que siento hacia la mujer que llora es algo más complejo que se halla entre la implicación subjetiva y la distancia objetivante. La perspectiva del rostro de la mujer está dislocada. Veo una nariz y una boca angustiada de perfil, pero con los dos ojos y los dos orificios nasales también visibles, lo que crea la paradoja de un estremecimiento paralizado: el pecho agitado por los sollozos y la cabeza que se mueve hacia delante y hacia atrás. Las lágrimas están representadas como dos rayas negras con pequeños círculos bulbosos de bajo. Los violetas, azules, marrones sombríos y negros son los colores asociados culturalmente con la tristeza en Occidente. Cantamos blues y vestimos de negro cuando estamos de luto. Y el pañuelo que se lleva al rostro evoca una cascada. Las líneas negras de sus pliegues me hacen pensar en más lágrimas, un torrente de lágrimas. Pero ella también es una desconocida. La mano visible que alarga, con el pulgar y dos dedos, tiene unas uñas que parecen cuchillos y garras. Este dolor tiene algo de peligroso, y deligeramente ridículo. Fíjense en que la oreja está al revés.

La historia del arte narra siempre una historia. La pregunta es: ¿cómo contarla? ¿Cómo influye la manera de contar la historia en mi forma de mirar e interpretar el cuadro?

La historia de las chicas

Sé que estoy mirando un retrato de la artista e intelectual Dora Maar, cuyas inquietantes fotografías están entre mis imágenes surrealistas favoritas. Su extraordinaria foto Père Ubu, que se incluyó en la Exposición Internacional del Surrealismo celebrada en Londres en 1936, encarna para mí la noción del monstruo amable. También sé que Dora Maar tuvo un affaire con Picasso y que las mujeres que se acostaban con él, llamadas a menudo sus «musas», actualmente forman parte de la narrativa clásica, del canon de los periodos y los estilos del pintor. Una y otra vez Picasso pintó a un artista ante su caballete, pincel en mano, con una mujer desnuda posando como modelo. El vínculo entre el deseo sexual y el arte aparece de forma obsesiva en la obra en sí.

En la bibliografía sobre Picasso, que es extensa, casi siempre se refieren a estas mujeres por su nombre de pila: Fernande, Olga, Marie­Thérèse, Dora, etc. Los historiadores de arte y los biógrafos se han apropiado de la intimidad que tuvo el artista con ellas, aunque él casi nunca aparece como Pablo, a menos que se refieran a él de niño, un pequeño pero revelador signo de la condescendencia inherente a este encuadre de la historia del arte en la obra de una vida. John Richardson es un ejemplo. En su biografía en tres volúmenes de Picasso, todas las mujeres que pasaron por la vida del artista aparecen por el nombre de pila. Incluso a Gertrude Stein, la gran escritora y amiga estadounidense de Picasso, aunque no amante, se la llama repetidamente Gertrude. En cambio, a los amigos íntimos (famosos o desconocidos) siempre se los menciona por el  apellido. Me resulta fascinante que ninguno de los autores que he leído parezca haberse percatado de que en la bibliografía sobre Picasso las mujeres adultas aparecen como jovencitas.

La historia de la guerra

Picasso pintó varias veces a Maar llorando en 1937, el año del bombardeo sobre la región vasca de Guernica en el mes de abril, acontecimiento que lo llevó a realizar el desgarrador cuadro del mismo nombre. De ahí que sus lienzos de mujeres llorando a menudo sean vistos como parte de una reacción indignada ante la guerra civil española. Por otra parte, ella fue quien documentó los progresos del cuadro en una serie de fotografías.

La cruel historia de amor

Según Françoise Gilot, Picasso describió la imagen de Maar como una visión interior. «Para mí ella es la mujer que llora. Durante años la he pintado sufriendo, no por sadismo ni por placer; sólo respondiendo a una visión que me forjé de ella, y que obedecía a una realidad profunda, no superficial.» En uno de sus primeros encuentros, Picasso la vio en un café jugando a clavar un cuchillo entre los dedos extendidos. Inevitablemente Maar falló, se cortó y se hizo sangre. Según cuentan, cuando se quitó los guantes Picasso se los pidió y los puso en una vitrina en su piso. En 1936 el artista la pintaría como una bonita arpía, una cabeza sobre un cuerpo de pájaro. Los biógrafos de Picasso han mostrado su misoginia y su sadismo desde distintos prismas, pero ninguno de ellos duda de que su miedo, su crueldad y su ambivalencia se abrieron camino hasta sus lienzos. Tal vez quien más sucintamente lo expresó fue Angela Carter: «A Picasso le gustaba cortar a las mujeres en pedazos».

Está claro que la mujer llorosa con uñas semejantes a armas tiene múltiples asociaciones oníricas con la guerra, el dolor, el placer sádico. En ella están contenidas todas.

Las ideas se convierten en parte de nuestras percepciones, aunque no siempre somos conscientes de ellas.

*Fragmento del libro La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, de Siri Hustvedt (Seix Barral), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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Gabriel Arana Fuentes
12 de noviembre, 2017

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Miro Mujer que llora de Picasso y, antes de detenerme a analizar lo que estoy viendo para hablar de la forma, el color o el estilo, detecto en el lienzo un rostro, una mano y parte de un torso y reacciono ante la imagen de forma emocional e inmediata. El cuadro me perturba. En las comisuras de la boca advierto una tensión. Quiero seguir mirando y al mismo tiempo esta figura me repele. Aunque estoy mirando una persona que llora, me parece un retrato cruel. ¿Qué está sucediendo?

El rostro es el locus de la identidad, la parte del cuerpo a la que prestamos atención. No reconocemos a las personas, por íntimas que sean, por sus manos y sus pies. Recién nacidos que sólo llevan unas horas en el mundo imitan las expresiones faciales de los adultos, aunque no saben a quién o qué están mirando y tardarán meses en ser capaces de reconocer su propio reflejo en el espejo. Los bebés parecen tener una conciencia visual y motora sensorial del rostro de la otra persona, lo que algunos investigadores han llamado la respuesta «como­yo» que se traduce en imitación, también conocida como «intersubjetividad primaria». Una amiga mía, la filósofa Maria Brincker, que está estudiando las teorías de la especularidad, le habló a su hija de seis años, Oona, de la imitación infantil.

—Un niño muy pequeño puede imitar mis expresiones —le dijo—. No es difícil de entender, ¿verdad?

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—No, mamá—respondió Oona—. Es fácil. El bebé tiene tu cara.

Hasta cierto punto al menos, cuando miramos a alguien, ya sea en carne y hueso, en una fotografía o en un cuadro, tenemos su rostro. El rostro que vemos reemplaza el nuestro. Maurice Merleau­Ponty lo llama intercorporalidad humana, que no se alcanza a través de la analogía autorreflexiva pero está inmediatamente presente en nuestra percepción. No está claro en qué momento exacto del desarrollo se produce el reconocimiento del género, aunque las investigaciones parecen mostrar una habilidad para distinguir voces y rostros masculinos y femeninos en bebés de apenas seis meses. Por supuesto, también hay muchas pistas que no son esenciales, como la longitud del cabello, la ropa, el maquillaje, etc. Pero la percepción e interpretación que hago del lienzo de Picasso participa de una realidad diádica, el yo y el tú del lienzo. La figura que tengo delante no es naturalista. ¿Cómo sé siquiera que es una mujer? Interpreto el cabello, las pestañas, los festones de su pañuelo y el contorno redondeado de un pecho femenino. Mujer que llora sólo es un cuadro, y a una sí las comisuras de la boca se me mueven como un eco motosensorial del rostro que tengo delante.

La «mujer que llora» es una imagen de dolor completamente externalizada. Comparemos este lienzo con el cuadro neoclásico que pintó Picasso en 1923 de su primera esposa, Olga Khokhlova, que transmite la quietud de una estatua, un objeto sereno que sin embargo parece albergar una interioridad oculta y cierta introspección, o con Desnudo de pie junto al mar (1929), en el que la identificación de este objeto cómico como una persona se basa en la insinuación de piernas, brazos y nalgas. Dos conos absurdos —alusiones a los pechos— registran su feminidad, al igual que la postura —de odalisca—, un desnudo de Ingres que se ha vuelto grotesco. No hace falta medir los miembros. En el primero, la ilusión de realismo me permite proyectar una vida interior sobre la representación, lo que Warburg llamaba «intensificación mimética como acción subjetiva». En el segundo, tal proyección no es posible. El intercambio «como­yo» está fundamentalmente alterado. Esa persona­objeto es un no­yo.

Lo que siento hacia la mujer que llora es algo más complejo que se halla entre la implicación subjetiva y la distancia objetivante. La perspectiva del rostro de la mujer está dislocada. Veo una nariz y una boca angustiada de perfil, pero con los dos ojos y los dos orificios nasales también visibles, lo que crea la paradoja de un estremecimiento paralizado: el pecho agitado por los sollozos y la cabeza que se mueve hacia delante y hacia atrás. Las lágrimas están representadas como dos rayas negras con pequeños círculos bulbosos de bajo. Los violetas, azules, marrones sombríos y negros son los colores asociados culturalmente con la tristeza en Occidente. Cantamos blues y vestimos de negro cuando estamos de luto. Y el pañuelo que se lleva al rostro evoca una cascada. Las líneas negras de sus pliegues me hacen pensar en más lágrimas, un torrente de lágrimas. Pero ella también es una desconocida. La mano visible que alarga, con el pulgar y dos dedos, tiene unas uñas que parecen cuchillos y garras. Este dolor tiene algo de peligroso, y deligeramente ridículo. Fíjense en que la oreja está al revés.

La historia del arte narra siempre una historia. La pregunta es: ¿cómo contarla? ¿Cómo influye la manera de contar la historia en mi forma de mirar e interpretar el cuadro?

La historia de las chicas

Sé que estoy mirando un retrato de la artista e intelectual Dora Maar, cuyas inquietantes fotografías están entre mis imágenes surrealistas favoritas. Su extraordinaria foto Père Ubu, que se incluyó en la Exposición Internacional del Surrealismo celebrada en Londres en 1936, encarna para mí la noción del monstruo amable. También sé que Dora Maar tuvo un affaire con Picasso y que las mujeres que se acostaban con él, llamadas a menudo sus «musas», actualmente forman parte de la narrativa clásica, del canon de los periodos y los estilos del pintor. Una y otra vez Picasso pintó a un artista ante su caballete, pincel en mano, con una mujer desnuda posando como modelo. El vínculo entre el deseo sexual y el arte aparece de forma obsesiva en la obra en sí.

En la bibliografía sobre Picasso, que es extensa, casi siempre se refieren a estas mujeres por su nombre de pila: Fernande, Olga, Marie­Thérèse, Dora, etc. Los historiadores de arte y los biógrafos se han apropiado de la intimidad que tuvo el artista con ellas, aunque él casi nunca aparece como Pablo, a menos que se refieran a él de niño, un pequeño pero revelador signo de la condescendencia inherente a este encuadre de la historia del arte en la obra de una vida. John Richardson es un ejemplo. En su biografía en tres volúmenes de Picasso, todas las mujeres que pasaron por la vida del artista aparecen por el nombre de pila. Incluso a Gertrude Stein, la gran escritora y amiga estadounidense de Picasso, aunque no amante, se la llama repetidamente Gertrude. En cambio, a los amigos íntimos (famosos o desconocidos) siempre se los menciona por el  apellido. Me resulta fascinante que ninguno de los autores que he leído parezca haberse percatado de que en la bibliografía sobre Picasso las mujeres adultas aparecen como jovencitas.

La historia de la guerra

Picasso pintó varias veces a Maar llorando en 1937, el año del bombardeo sobre la región vasca de Guernica en el mes de abril, acontecimiento que lo llevó a realizar el desgarrador cuadro del mismo nombre. De ahí que sus lienzos de mujeres llorando a menudo sean vistos como parte de una reacción indignada ante la guerra civil española. Por otra parte, ella fue quien documentó los progresos del cuadro en una serie de fotografías.

La cruel historia de amor

Según Françoise Gilot, Picasso describió la imagen de Maar como una visión interior. «Para mí ella es la mujer que llora. Durante años la he pintado sufriendo, no por sadismo ni por placer; sólo respondiendo a una visión que me forjé de ella, y que obedecía a una realidad profunda, no superficial.» En uno de sus primeros encuentros, Picasso la vio en un café jugando a clavar un cuchillo entre los dedos extendidos. Inevitablemente Maar falló, se cortó y se hizo sangre. Según cuentan, cuando se quitó los guantes Picasso se los pidió y los puso en una vitrina en su piso. En 1936 el artista la pintaría como una bonita arpía, una cabeza sobre un cuerpo de pájaro. Los biógrafos de Picasso han mostrado su misoginia y su sadismo desde distintos prismas, pero ninguno de ellos duda de que su miedo, su crueldad y su ambivalencia se abrieron camino hasta sus lienzos. Tal vez quien más sucintamente lo expresó fue Angela Carter: «A Picasso le gustaba cortar a las mujeres en pedazos».

Está claro que la mujer llorosa con uñas semejantes a armas tiene múltiples asociaciones oníricas con la guerra, el dolor, el placer sádico. En ella están contenidas todas.

Las ideas se convierten en parte de nuestras percepciones, aunque no siempre somos conscientes de ellas.

*Fragmento del libro La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, de Siri Hustvedt (Seix Barral), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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