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El psicoanálisis y el espíritu del capitalismo*

Gabriel Arana Fuentes
03 de diciembre, 2017

*Freud: una historia política del siglo XX de Eli Zaretsky (Paidós), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Aun cuando La interpretación de los sueños apareció hace ya más de un siglo, la integración del psicoanálisis a la amplia matriz de la historia social y cultural modernas apenas ha comenzado. Mientras Freud vivió, su carisma fue tan poderoso que el panorama histórico que lo rodeaba quedó ensombrecido. Solo décadas después de su muerte se pudo vislumbrar un nuevo amanecer. El primer intento significativo de historizar el psicoanálisis surgió en 1980: Fin-de-Siècle Vienna de Carl Schorske fue un comienzo inspirado porque situó a Freud en el contexto del descenso del liberalismo clásico y del surgimiento de la política y la cultura de masas.

Desde luego Schorske tuvo razón al situar al psicoanálisis dentro de un amplio marco histórico. Las evidencias de la profundidad y la omnipresencia de las conexiones entre el psicoanálisis y la cultura del siglo xx pueden encontrarse en su brillante debut de 1899, en su entrada espectacular en la cultura de masas estadounidense, en la fascinación generalizada que inspiró entre la juventud, en las flappers, en los artistas, intelectuales, publicistas y psicólogos industriales; en su contribución crítica a los estados de bienestar del período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el renacimiento de las dimensiones utópicas de estos estados durante la década de 1960 y, finalmente, en el lugar central que ocupó en la historia de la segunda ola del feminismo y de la liberación homosexual y el marxismo latinoamericano. En el psicoanálisis, si es que es posible decirlo así, se puede encontrar el espíritu de la cultura del siglo xx, al menos hasta la década de 1970.

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Si esto es cierto, entonces el problema de situar al psicoanálisis en la historia puede tener cierta afinidad con el conflicto al que se enfrentó Max Weber en 1905 cuando se volvió famosa su idea del espíritu del capitalismo. Mientras que Adam Smith y la escuela inglesa de economía política daban por supuestas la psicología y la cultura del capitalismo, Weber y sus contemporáneos encararon el desarrollo tardío de la economía alemana, y notaron que la psicología y la cultura se presentaban como problemas que requerían explicación. Al distinguir la forma del capitalismo, especialmente sus relaciones de intercambio, de su espíritu (Geist), y al describir el orden económico moderno como un cosmos gigantesco de significados, La ética protestante y el espíritu del capitalismo [1905] logró aislar un momento crucial en la evolución del espíritu del capitalismo con fines de investigación: los orígenes de las virtudes burguesas del ahorro, la disciplina y la abnegación en la Reforma protestante de los siglos XVI y XVII.Weber sostenía que la idea calvinista de un plan de vida racionalizado, metódico y dedicado a los asuntos del mundo, una vocación (Beruf), fue crucial para precipitar este espíritu del capitalismo. Para Weber, la organización metódica, racional y dirigida a metas tuvo su origen en las aspiraciones a la salvación, y fue crucial para el orden comercial e industrial emergente, incluso después de que este había perdido ya sus connotaciones religiosas.

Cuando escribió La ética protestante, Weber creía que el capitalismo ya no necesitaba una justificación trascendental, es decir, un Geist o un espíritu. Observó que este ascetismo mundano abandonó su jaula de hierro una vez que tuvo éxito remodelando al mundo entero. En lugar de este, el capitalismo victorioso pudo asentarse en fundamentos mecánicos, es decir, que el capitalismo fue puesto en movimiento por la necesidad económica y las relaciones de causa-efecto una vez que dejó atrás la Reforma. Sin embargo, lo cierto es que el capitalismo siempre requiere un espíritu, nunca termina de justificarse a sí mismo de una manera puramente instrumental, y además es cambiante. En este capítulo, consiguientemente, mostraré que el psicoanálisis jugó un papel crucial en los cambios en el espíritu del capitalismo que asociamos con la segunda revolución industrial —el aumento de la producción y el consumo de masas—, un proceso que apenas iniciaba cuando Weber escribió su famoso libro.

Para elaborar este argumento, me basaré en otra de las ideas de Weber que apenas aparece en La ética protestante: el carisma. De acuerdo con Weber, incluso transformaciones sociales tan amplias como el surgimiento del capitalismo no se pueden explicar solo mediante factores objetivos. Estos suponen también reorientaciones de significado promovidas por individuos carismáticos que motivan a sus seguidores dando a sus ideas innovadoras o metas nuevas una expresión personal. Estas reorientaciones de significado no reflejan ni causan cambios sociales objetivos, más bien desarrollan una afinidad electiva con esos cambios y sirven como sus catalizadores. Ya sea que esos significados permanezcan activos en los individuos o sectas o sistematizados en las instituciones, el carisma garantiza que las aspiraciones y legitimaciones que acompañan al cambio social se arraiguen a un nivel interno y personal, en lugar de permanecer en el campo de los intereses o de la coerción. Para Weber, entonces, el carisma calvinista o puritano temprano ayudó a estimular las transformaciones internas cruciales sin las cuales el capitalismo no podía despegar, o habría tomado una forma muy diferente.

El carisma fue especialmente importante para el auge del capitalismo, sobre todo por sus efectos en la familia. Weber creía que el carisma estaba dirigido normalmente hacia la vida económica diaria, y por tanto también hacia la familia. Así fue como Jesús y Buda, figuras tan carismáticas, alentaron a sus discípulos a dejar a sus familias en aras de crear una auténtica comunidad espiritual. En contraste, los santos puritanos del siglo xvii redefinieron a la familia como un locus de significaciones carismáticas, santificando su labor cotidiana y dotándola de un carácter ético y religioso. Durante los primeros siglos del capitalismo, cuando la familia era el motor del desarrollo económico, esta redefinición fomentó virtudes familiares tales como el ahorro, la industria y la disciplina. Siglos después, los renacimientos y despertares metodistas sirvieron a fines parecidos. El metodismo fue adoptado por las clases trabajadoras industriales inglesas y americanas, y fungió no solo como un opio, sino también como un vehículo de transformación personal que promovía la sobriedad y la responsabilidad familiar, que hicieron posible la primera revolución industrial. En ambos casos, pues, la infusión de la vida diaria familiar y económica con significados carismáticos o sagrados precipitó una transformación socioeconómica.

La segunda revolución industrial (el surgimiento de una corporación organizada vertical y burocráticamente orientada al consumo de masas) también implicó una reorientación carismática del trabajo y la familia, una comparable con —si no es que tan intensa como— la de la Reforma. Así como los hombres y las mujeres no se embarcaron en la transición de una sociedad agrícola a un capitalismo industrial por razones meramente instrumentales o económicas, tampoco se convirtieron en consumidores meramente para abastecer los mercados en el siglo xxi. Más bien, se separaron de su moralidad tradicional familiar y comunitaria, abandonaron sus tendencias al sacrificio y al ahorro, y se adentraron en los mundos oníricos y sexualizados del consumo de masas representativos de esta nueva orientación que llamaré vida personal. El psicoanálisis, ya lo explicaré, fue el calvinismo de este cambio. Pero mientras que el calvinismo santificaba la labor mundana en la familia, Freud instó a sus discípulos y seguidores a dejar atrás a sus familias, a esas imágenes arcaicas de la infancia temprana, no con el propósito de convertirse en su predicador, sino con el de motivarlos a desarrollar relaciones más genuinas y personales.

Desarrollé esta propuesta en cuatro partes, cada una de las cuales se ocupa de una fase en la historia del psicoanálisis. En la primera, que abarca de la última década del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial, y que comprende los primeros años de la producción en masa, el psicoanálisis fue, efectivamente, una secta que se expresó de una forma intensamente carismática en las entonces novedosas aspiraciones a una vida personal. En la segunda fase, que comprende el período de entreguerras (1919-1939), el psicoanálisis se convirtió en un fenómeno cultural de masas integrado a, y difundido por, nuevos medios de comunicación masiva como el cine y la radio. De este modo, ayudó a generar la ideología utópica de individualidad que caracterizó al consumo de masas. En la tercera fase, que abarca desde la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1960, el psicoanálisis se integró a los estados keynesianos de bienestar para convertirse, en palabras de Weber, en un “programa mundial de racionalización ética”, proporcionando así lo que llamo la ética de la madurez, presente en la vida doméstica que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, en la cuarta fase, que abarca aproximadamente de 1965 a 1974, la Nueva Izquierda y el movimiento feminista atacaron la ética de la madurez y al Estado de bienestar, marcando el comienzo de la red de comunicación posfordista o del espíritu del capitalismo que caracteriza al presente.

Tan solo en medio siglo, el psicoanálisis completó el conocido ciclo weberiano del carisma, la sistematización y la difusión; aunque incluso en su período de declive continuó produciendo nuevos, si bien transitorios, levantamientos carismáticos.

Freud: una historia política del siglo XX de Eli Zaretsky (Paidós), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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Comenzaré citando la descripción de Luc Boltanski y Ève Chiapello sobre la burguesía xix: “…propietarios de tierras, fábricas y mujeres, enraizados a  sus posesiones, obsesionados con preservar sus bienes y eternamente preocupados por reproducirlos, explotarlos e incrementarlos… y por tanto, condenados al meticuloso pensamiento preventivo… y a una búsqueda casi obsesiva de la producción por la producción”.12 La descripción habla esencialmente de un intento por extender el control y forzar la inhibición. Ya que la mayoría de la propiedad se encontraba en las tierras o en la pequeña agricultura, y dado que la familia era el centro de la pequeña agricultura, esta última estaba también en el centro del sistema de control. No solo dictaba la organización de la vida diaria, sino del linaje, la herencia y el matrimonio. Sus relaciones patriarcales o paternales eran reproducidas en las tiendas y en los comercios, además de ser el corazón de la vida de la comunidad. La devoción depresiva por el deber que resultó de ello fue a lo que Weber, quien creció entre burgueses, se refería cuando escribió sobre cómo los puritanos cargaban con sus responsabilidades económicas “como una capa ligera que podían desechar en cualquier momento”, mientras que para su generación esa capa “se había convertido en una jaula de hierro”.

Cuando escribió La ética protestante, Weber creía que el deber, las constricciones y el ahorro habían perdido su asociación con el significado carismático que originalmente tenían. Escribía el libro durante su propia crisis psíquica y nunca abandonó la esperanza de que un nuevo ascetismo, un nuevo giro hacia el interior, podía surgir y desafiar o modificar la racionalización capitalista. De hecho, muchos compartían su hartazgo de la ética protestante y su deseo de escapar de la jaula de hierro. La llegada del mercado, del ferrocarril, del barco de vapor y de las nuevas formas de comunicación, de los periódicos y lecturas populares, y especialmente del trabajo asalariado, permitió que “los jóvenes se emanciparan de las comunidades locales, de ser esclavos del campo y de estar sujetos a sus familias, [y así] pudieran escapar de los pueblos, del gueto y de las formas tradicionales de dependencia interpersonal”.13 El psicoanálisis, o el nuevo ascetismo que Weber anhelaba y añoraba, alcanzó su lugar especial dentro de la conciencia, de donde resultó lo que comúnmente llamamos modernismo o modernidad. El carisma del psicoanálisis se produjo, creó, dio voz a la aspiración de libertad frente al espíritu del capitalismo del siglo xix. En Secretos del alma [2004], di el nombre de vida personal a esta aspiración.

Por vida personal me refiero a la experiencia de tener una identidad distinta de nuestro lugar en la familia, en la sociedad y en la división social del trabajo. En cierto sentido, la posibilidad de tener una vida personal es un aspecto universal del ser humano, pero ese no es el sentido que tengo en mente. Más bien, me refiero a una experiencia históricamente específica de singularidad y de interioridad cimentada sociológicamente en los procesos modernos de industrialización y urbanización. La separación (tanto física como emocional) entre el trabajo asalariado y el hogar, resultado de la emergencia del capitalismo industrial que comenzó en el siglo xix, hizo surgir nuevas formas de privacidad, vida doméstica e intimidad. Al principio, en la época victoriana, estas se entendieron como los equivalentes familiares del mundo impersonal del mercado; más tarde, se asociaron con la posibilidad y el objetivo de una vida personal distinta de la familia, e incluso ajena a ella. Algunas expresiones de esta nueva posibilidad incluyeron fenómenos sociales como la mujer nueva (o independiente), el surgimiento de las identidades públicas homosexuales, el abandono, entre los jóvenes, de la preocupación por los negocios, y el interés por la experimentación sexual, la bohemia y el modernismo artístico. La identidad personal se convirtió en un problema y en un proyecto individual en oposición a lo dispuesto por la posición en la familia o la economía. El psicoanálisis era una teoría y una práctica de esta nueva aspiración a una vida personal. Su propósito histórico original fue la desfamiliarización o la liberación de los individuos de las imágenes inconscientes de autoridad originalmente arraigadas en la familia.

La caracterización del psicoanálisis como una teoría y una práctica de la vida personal puede observarse en los conceptos característicos de sus años formativos: el inconsciente y la sexualidad. Es cierto que ninguno de estos conceptos era nuevo, pero fue Freud quien les dio a ambos significados radicalmente innovadores. En el caso del inconsciente, articuló la nueva experiencia, ya evocada por poetas como Baudelaire, por ejemplo, en la figura del poeta o del flâneur, con la actitud de no definirse exclusivamente por las relaciones sociales como la filiación, la religión, la nacionalidad e incluso el género. Es así como el sujeto de La interpretación de los sueños (1899) se convierte en un individuo durmiente, o en alguien que está completamente separado del mundo fáctico y social. Una vez alejado del mundo externo, todos los estímulos pueden surgir desde el interior. Entonces ningún pensamiento que viniese al individuo, se haya originado en la infancia, en los “restos diurnos” o en las impresiones cotidianas, sería registrado directamente; primero se disolvería y se reconstituiría de una forma que se le diera un significado a la vez único y contingente. El resultado fue una nueva concepción de las relaciones entre el individuo y su comunidad. Los curanderos tradicionales eran efectivos porque movilizaban símbolos que eran simultáneamente internos y colectivos; en contraste, en el psicoanálisis no hay relación directa, isomorfismo o complementariedad, entre la comunidad y el mundo intrapsíquico. Mientras que el mundo comunitario está compuesto por símbolos colectivos, como Dios o la République, en el mundo intrapsíquico los síntomas reemplazan a los síntomas: una tos nerviosa, un tic, lavarse las manos. Al aprender a interpretar sus mundos privados, las mujeres y los hombres modernos se distanciaron inevitablemente de las colectividades. El psicoanálisis enseñó a los individuos a “alejarse de las tensiones dolorosas” implicadas en su relación con la sociedad, mientras los alentaba a relacionarse “de una forma más positiva con sus profundidades”.

La misma reorientación hacia un mundo intrapsíquico exclusivamente personal caracterizó el enfoque psicoanalítico de la sexualidad. Mientras que en el mundo del siglo XIX descrito por Boltanski y Chiapello la sexualidad se organizaba mayormente en torno a las relaciones familiares, el mundo del que el psicoanálisis emergió estaba conformado por muchos15 círculos que repudiaban la moralidad familiar de la burguesía. Estos incluían las Männerbunden (comunidades masculinas centradas en líderes carismáticos como Klimt o Marinetti); las bohemias artísticas en las que el amor libre era algo común; o las corrientes marxistas que rodearon a Trotsky, quien secretamente apoyó a los psicoanalistas rusos hasta el día de su exilio. Las más importantes fueron las comunidades homosexuales, como las de la sociedad gay de Londres, representadas por Edward Carpenter, pioneras de la idea de la vida sexual fuera de la familia y no determinada por la reproducción, así como las de las mujeres nuevas que promovieron el deseo de Elizabeth Cady Stanton de trascender “las relaciones incidentales de la vida, como ser madre, esposa, hermana o hija”, para centrarse en lo que ella llamaba “la individualidad de cada alma humana”.

En ese contexto, Freud, que había partido de un esquema heredado que acentuaba la diferencia entre los sexos basada en la reproducción, pronto renunció a él. En su lugar, postuló que la distinción necesaria para entender la vida psíquica no era entre lo masculino y lo femenino, sino entre la libido y la represión. Al distinguir al objeto de la meta sexual, o del impulso libidinal que el acto sexual trata de satisfacer, Freud delimitó la cuestión del género a un problema de elección de objeto. En contraste con las teorías psicológicas y sexuales de género de la época victoriana, reivindicó al psicoanálisis como una teoría que reconocía que cada persona poseía “una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, es decir, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse”.17 A pesar del pronombre masculino, el psicoanálisis tuvo implicaciones para ambos sexos. Mientras que los debates anteriores acerca de los roles de la mujer habían girado en torno a si los hombres y las mujeres eran fundamentalmente iguales o diferentes, el psicoanálisis fue portavoz de una nueva sensibilidad en la que la norma no era ni la igualdad ni la diferencia de los sexos, sino esta nueva individualidad.

En sus primeros años, entonces, el psicoanálisis parecía codificar un conjunto de intuiciones posvictorianas que hasta entonces solo se habían sostenido entre los artistas, los filósofos y las minorías sexuales y étnicas. Esto provocó, antes de la Primera Guerra Mundial, la extensión del carisma analítico que abarcó desde el territorio de Los Ángeles hasta Rusia (en la que se publicaron más traducciones de Freud que en cualquier otro país) y que para la década de 1920 había alcanzado a la India, México, China y Japón. El psicoanálisis atrajo tanto a mujeres como a hombres, así como a heterosexuales y a homosexuales por igual; aunque, sin duda, la mayoría de sus lectores eran mujeres.18 Sobre todo, su carisma se sintió y experimentó profundamente. El tono emocional con el que se leía y discutía a Freud en el período anterior a la Primera Guerra Mundial puede captarse muy bien en la autobiografía de Lincoln Steffens. En 1911 Walter Lippmann, según escribió Steffen, “nos introdujo primero a la idea de que las mentes de los hombres se encontraban distorsionadas por supresiones inconscientes… Nunca existieron conversaciones más cálidas, tranquilas o más intensamente reflexivas que en Mabel Dodge (un lugar en Greenwich Village), que aquellas sobre Freud y las implicaciones de su pensamiento”. Así, en esta primera fase de su historia, el psicoanálisis parecía ofrecer una salida de la jaula de hierro al colocar la sexualidad en el centro de la psicología. Como escribió Max Weber, evocando a la ya muerta “comprensión esquelética” de la racionalización corporativa, la sexualidad fue el “acceso al meollo de la vida más irracional y por tanto más real… eternamente inaccesible para cualquier empeño racional”.

 

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Gabriel Arana Fuentes
03 de diciembre, 2017

*Freud: una historia política del siglo XX de Eli Zaretsky (Paidós), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Aun cuando La interpretación de los sueños apareció hace ya más de un siglo, la integración del psicoanálisis a la amplia matriz de la historia social y cultural modernas apenas ha comenzado. Mientras Freud vivió, su carisma fue tan poderoso que el panorama histórico que lo rodeaba quedó ensombrecido. Solo décadas después de su muerte se pudo vislumbrar un nuevo amanecer. El primer intento significativo de historizar el psicoanálisis surgió en 1980: Fin-de-Siècle Vienna de Carl Schorske fue un comienzo inspirado porque situó a Freud en el contexto del descenso del liberalismo clásico y del surgimiento de la política y la cultura de masas.

Desde luego Schorske tuvo razón al situar al psicoanálisis dentro de un amplio marco histórico. Las evidencias de la profundidad y la omnipresencia de las conexiones entre el psicoanálisis y la cultura del siglo xx pueden encontrarse en su brillante debut de 1899, en su entrada espectacular en la cultura de masas estadounidense, en la fascinación generalizada que inspiró entre la juventud, en las flappers, en los artistas, intelectuales, publicistas y psicólogos industriales; en su contribución crítica a los estados de bienestar del período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en el renacimiento de las dimensiones utópicas de estos estados durante la década de 1960 y, finalmente, en el lugar central que ocupó en la historia de la segunda ola del feminismo y de la liberación homosexual y el marxismo latinoamericano. En el psicoanálisis, si es que es posible decirlo así, se puede encontrar el espíritu de la cultura del siglo xx, al menos hasta la década de 1970.

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Si esto es cierto, entonces el problema de situar al psicoanálisis en la historia puede tener cierta afinidad con el conflicto al que se enfrentó Max Weber en 1905 cuando se volvió famosa su idea del espíritu del capitalismo. Mientras que Adam Smith y la escuela inglesa de economía política daban por supuestas la psicología y la cultura del capitalismo, Weber y sus contemporáneos encararon el desarrollo tardío de la economía alemana, y notaron que la psicología y la cultura se presentaban como problemas que requerían explicación. Al distinguir la forma del capitalismo, especialmente sus relaciones de intercambio, de su espíritu (Geist), y al describir el orden económico moderno como un cosmos gigantesco de significados, La ética protestante y el espíritu del capitalismo [1905] logró aislar un momento crucial en la evolución del espíritu del capitalismo con fines de investigación: los orígenes de las virtudes burguesas del ahorro, la disciplina y la abnegación en la Reforma protestante de los siglos XVI y XVII.Weber sostenía que la idea calvinista de un plan de vida racionalizado, metódico y dedicado a los asuntos del mundo, una vocación (Beruf), fue crucial para precipitar este espíritu del capitalismo. Para Weber, la organización metódica, racional y dirigida a metas tuvo su origen en las aspiraciones a la salvación, y fue crucial para el orden comercial e industrial emergente, incluso después de que este había perdido ya sus connotaciones religiosas.

Cuando escribió La ética protestante, Weber creía que el capitalismo ya no necesitaba una justificación trascendental, es decir, un Geist o un espíritu. Observó que este ascetismo mundano abandonó su jaula de hierro una vez que tuvo éxito remodelando al mundo entero. En lugar de este, el capitalismo victorioso pudo asentarse en fundamentos mecánicos, es decir, que el capitalismo fue puesto en movimiento por la necesidad económica y las relaciones de causa-efecto una vez que dejó atrás la Reforma. Sin embargo, lo cierto es que el capitalismo siempre requiere un espíritu, nunca termina de justificarse a sí mismo de una manera puramente instrumental, y además es cambiante. En este capítulo, consiguientemente, mostraré que el psicoanálisis jugó un papel crucial en los cambios en el espíritu del capitalismo que asociamos con la segunda revolución industrial —el aumento de la producción y el consumo de masas—, un proceso que apenas iniciaba cuando Weber escribió su famoso libro.

Para elaborar este argumento, me basaré en otra de las ideas de Weber que apenas aparece en La ética protestante: el carisma. De acuerdo con Weber, incluso transformaciones sociales tan amplias como el surgimiento del capitalismo no se pueden explicar solo mediante factores objetivos. Estos suponen también reorientaciones de significado promovidas por individuos carismáticos que motivan a sus seguidores dando a sus ideas innovadoras o metas nuevas una expresión personal. Estas reorientaciones de significado no reflejan ni causan cambios sociales objetivos, más bien desarrollan una afinidad electiva con esos cambios y sirven como sus catalizadores. Ya sea que esos significados permanezcan activos en los individuos o sectas o sistematizados en las instituciones, el carisma garantiza que las aspiraciones y legitimaciones que acompañan al cambio social se arraiguen a un nivel interno y personal, en lugar de permanecer en el campo de los intereses o de la coerción. Para Weber, entonces, el carisma calvinista o puritano temprano ayudó a estimular las transformaciones internas cruciales sin las cuales el capitalismo no podía despegar, o habría tomado una forma muy diferente.

El carisma fue especialmente importante para el auge del capitalismo, sobre todo por sus efectos en la familia. Weber creía que el carisma estaba dirigido normalmente hacia la vida económica diaria, y por tanto también hacia la familia. Así fue como Jesús y Buda, figuras tan carismáticas, alentaron a sus discípulos a dejar a sus familias en aras de crear una auténtica comunidad espiritual. En contraste, los santos puritanos del siglo xvii redefinieron a la familia como un locus de significaciones carismáticas, santificando su labor cotidiana y dotándola de un carácter ético y religioso. Durante los primeros siglos del capitalismo, cuando la familia era el motor del desarrollo económico, esta redefinición fomentó virtudes familiares tales como el ahorro, la industria y la disciplina. Siglos después, los renacimientos y despertares metodistas sirvieron a fines parecidos. El metodismo fue adoptado por las clases trabajadoras industriales inglesas y americanas, y fungió no solo como un opio, sino también como un vehículo de transformación personal que promovía la sobriedad y la responsabilidad familiar, que hicieron posible la primera revolución industrial. En ambos casos, pues, la infusión de la vida diaria familiar y económica con significados carismáticos o sagrados precipitó una transformación socioeconómica.

La segunda revolución industrial (el surgimiento de una corporación organizada vertical y burocráticamente orientada al consumo de masas) también implicó una reorientación carismática del trabajo y la familia, una comparable con —si no es que tan intensa como— la de la Reforma. Así como los hombres y las mujeres no se embarcaron en la transición de una sociedad agrícola a un capitalismo industrial por razones meramente instrumentales o económicas, tampoco se convirtieron en consumidores meramente para abastecer los mercados en el siglo xxi. Más bien, se separaron de su moralidad tradicional familiar y comunitaria, abandonaron sus tendencias al sacrificio y al ahorro, y se adentraron en los mundos oníricos y sexualizados del consumo de masas representativos de esta nueva orientación que llamaré vida personal. El psicoanálisis, ya lo explicaré, fue el calvinismo de este cambio. Pero mientras que el calvinismo santificaba la labor mundana en la familia, Freud instó a sus discípulos y seguidores a dejar atrás a sus familias, a esas imágenes arcaicas de la infancia temprana, no con el propósito de convertirse en su predicador, sino con el de motivarlos a desarrollar relaciones más genuinas y personales.

Desarrollé esta propuesta en cuatro partes, cada una de las cuales se ocupa de una fase en la historia del psicoanálisis. En la primera, que abarca de la última década del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial, y que comprende los primeros años de la producción en masa, el psicoanálisis fue, efectivamente, una secta que se expresó de una forma intensamente carismática en las entonces novedosas aspiraciones a una vida personal. En la segunda fase, que comprende el período de entreguerras (1919-1939), el psicoanálisis se convirtió en un fenómeno cultural de masas integrado a, y difundido por, nuevos medios de comunicación masiva como el cine y la radio. De este modo, ayudó a generar la ideología utópica de individualidad que caracterizó al consumo de masas. En la tercera fase, que abarca desde la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1960, el psicoanálisis se integró a los estados keynesianos de bienestar para convertirse, en palabras de Weber, en un “programa mundial de racionalización ética”, proporcionando así lo que llamo la ética de la madurez, presente en la vida doméstica que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, en la cuarta fase, que abarca aproximadamente de 1965 a 1974, la Nueva Izquierda y el movimiento feminista atacaron la ética de la madurez y al Estado de bienestar, marcando el comienzo de la red de comunicación posfordista o del espíritu del capitalismo que caracteriza al presente.

Tan solo en medio siglo, el psicoanálisis completó el conocido ciclo weberiano del carisma, la sistematización y la difusión; aunque incluso en su período de declive continuó produciendo nuevos, si bien transitorios, levantamientos carismáticos.

Freud: una historia política del siglo XX de Eli Zaretsky (Paidós), © 2017, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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Comenzaré citando la descripción de Luc Boltanski y Ève Chiapello sobre la burguesía xix: “…propietarios de tierras, fábricas y mujeres, enraizados a  sus posesiones, obsesionados con preservar sus bienes y eternamente preocupados por reproducirlos, explotarlos e incrementarlos… y por tanto, condenados al meticuloso pensamiento preventivo… y a una búsqueda casi obsesiva de la producción por la producción”.12 La descripción habla esencialmente de un intento por extender el control y forzar la inhibición. Ya que la mayoría de la propiedad se encontraba en las tierras o en la pequeña agricultura, y dado que la familia era el centro de la pequeña agricultura, esta última estaba también en el centro del sistema de control. No solo dictaba la organización de la vida diaria, sino del linaje, la herencia y el matrimonio. Sus relaciones patriarcales o paternales eran reproducidas en las tiendas y en los comercios, además de ser el corazón de la vida de la comunidad. La devoción depresiva por el deber que resultó de ello fue a lo que Weber, quien creció entre burgueses, se refería cuando escribió sobre cómo los puritanos cargaban con sus responsabilidades económicas “como una capa ligera que podían desechar en cualquier momento”, mientras que para su generación esa capa “se había convertido en una jaula de hierro”.

Cuando escribió La ética protestante, Weber creía que el deber, las constricciones y el ahorro habían perdido su asociación con el significado carismático que originalmente tenían. Escribía el libro durante su propia crisis psíquica y nunca abandonó la esperanza de que un nuevo ascetismo, un nuevo giro hacia el interior, podía surgir y desafiar o modificar la racionalización capitalista. De hecho, muchos compartían su hartazgo de la ética protestante y su deseo de escapar de la jaula de hierro. La llegada del mercado, del ferrocarril, del barco de vapor y de las nuevas formas de comunicación, de los periódicos y lecturas populares, y especialmente del trabajo asalariado, permitió que “los jóvenes se emanciparan de las comunidades locales, de ser esclavos del campo y de estar sujetos a sus familias, [y así] pudieran escapar de los pueblos, del gueto y de las formas tradicionales de dependencia interpersonal”.13 El psicoanálisis, o el nuevo ascetismo que Weber anhelaba y añoraba, alcanzó su lugar especial dentro de la conciencia, de donde resultó lo que comúnmente llamamos modernismo o modernidad. El carisma del psicoanálisis se produjo, creó, dio voz a la aspiración de libertad frente al espíritu del capitalismo del siglo xix. En Secretos del alma [2004], di el nombre de vida personal a esta aspiración.

Por vida personal me refiero a la experiencia de tener una identidad distinta de nuestro lugar en la familia, en la sociedad y en la división social del trabajo. En cierto sentido, la posibilidad de tener una vida personal es un aspecto universal del ser humano, pero ese no es el sentido que tengo en mente. Más bien, me refiero a una experiencia históricamente específica de singularidad y de interioridad cimentada sociológicamente en los procesos modernos de industrialización y urbanización. La separación (tanto física como emocional) entre el trabajo asalariado y el hogar, resultado de la emergencia del capitalismo industrial que comenzó en el siglo xix, hizo surgir nuevas formas de privacidad, vida doméstica e intimidad. Al principio, en la época victoriana, estas se entendieron como los equivalentes familiares del mundo impersonal del mercado; más tarde, se asociaron con la posibilidad y el objetivo de una vida personal distinta de la familia, e incluso ajena a ella. Algunas expresiones de esta nueva posibilidad incluyeron fenómenos sociales como la mujer nueva (o independiente), el surgimiento de las identidades públicas homosexuales, el abandono, entre los jóvenes, de la preocupación por los negocios, y el interés por la experimentación sexual, la bohemia y el modernismo artístico. La identidad personal se convirtió en un problema y en un proyecto individual en oposición a lo dispuesto por la posición en la familia o la economía. El psicoanálisis era una teoría y una práctica de esta nueva aspiración a una vida personal. Su propósito histórico original fue la desfamiliarización o la liberación de los individuos de las imágenes inconscientes de autoridad originalmente arraigadas en la familia.

La caracterización del psicoanálisis como una teoría y una práctica de la vida personal puede observarse en los conceptos característicos de sus años formativos: el inconsciente y la sexualidad. Es cierto que ninguno de estos conceptos era nuevo, pero fue Freud quien les dio a ambos significados radicalmente innovadores. En el caso del inconsciente, articuló la nueva experiencia, ya evocada por poetas como Baudelaire, por ejemplo, en la figura del poeta o del flâneur, con la actitud de no definirse exclusivamente por las relaciones sociales como la filiación, la religión, la nacionalidad e incluso el género. Es así como el sujeto de La interpretación de los sueños (1899) se convierte en un individuo durmiente, o en alguien que está completamente separado del mundo fáctico y social. Una vez alejado del mundo externo, todos los estímulos pueden surgir desde el interior. Entonces ningún pensamiento que viniese al individuo, se haya originado en la infancia, en los “restos diurnos” o en las impresiones cotidianas, sería registrado directamente; primero se disolvería y se reconstituiría de una forma que se le diera un significado a la vez único y contingente. El resultado fue una nueva concepción de las relaciones entre el individuo y su comunidad. Los curanderos tradicionales eran efectivos porque movilizaban símbolos que eran simultáneamente internos y colectivos; en contraste, en el psicoanálisis no hay relación directa, isomorfismo o complementariedad, entre la comunidad y el mundo intrapsíquico. Mientras que el mundo comunitario está compuesto por símbolos colectivos, como Dios o la République, en el mundo intrapsíquico los síntomas reemplazan a los síntomas: una tos nerviosa, un tic, lavarse las manos. Al aprender a interpretar sus mundos privados, las mujeres y los hombres modernos se distanciaron inevitablemente de las colectividades. El psicoanálisis enseñó a los individuos a “alejarse de las tensiones dolorosas” implicadas en su relación con la sociedad, mientras los alentaba a relacionarse “de una forma más positiva con sus profundidades”.

La misma reorientación hacia un mundo intrapsíquico exclusivamente personal caracterizó el enfoque psicoanalítico de la sexualidad. Mientras que en el mundo del siglo XIX descrito por Boltanski y Chiapello la sexualidad se organizaba mayormente en torno a las relaciones familiares, el mundo del que el psicoanálisis emergió estaba conformado por muchos15 círculos que repudiaban la moralidad familiar de la burguesía. Estos incluían las Männerbunden (comunidades masculinas centradas en líderes carismáticos como Klimt o Marinetti); las bohemias artísticas en las que el amor libre era algo común; o las corrientes marxistas que rodearon a Trotsky, quien secretamente apoyó a los psicoanalistas rusos hasta el día de su exilio. Las más importantes fueron las comunidades homosexuales, como las de la sociedad gay de Londres, representadas por Edward Carpenter, pioneras de la idea de la vida sexual fuera de la familia y no determinada por la reproducción, así como las de las mujeres nuevas que promovieron el deseo de Elizabeth Cady Stanton de trascender “las relaciones incidentales de la vida, como ser madre, esposa, hermana o hija”, para centrarse en lo que ella llamaba “la individualidad de cada alma humana”.

En ese contexto, Freud, que había partido de un esquema heredado que acentuaba la diferencia entre los sexos basada en la reproducción, pronto renunció a él. En su lugar, postuló que la distinción necesaria para entender la vida psíquica no era entre lo masculino y lo femenino, sino entre la libido y la represión. Al distinguir al objeto de la meta sexual, o del impulso libidinal que el acto sexual trata de satisfacer, Freud delimitó la cuestión del género a un problema de elección de objeto. En contraste con las teorías psicológicas y sexuales de género de la época victoriana, reivindicó al psicoanálisis como una teoría que reconocía que cada persona poseía “una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, es decir, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse”.17 A pesar del pronombre masculino, el psicoanálisis tuvo implicaciones para ambos sexos. Mientras que los debates anteriores acerca de los roles de la mujer habían girado en torno a si los hombres y las mujeres eran fundamentalmente iguales o diferentes, el psicoanálisis fue portavoz de una nueva sensibilidad en la que la norma no era ni la igualdad ni la diferencia de los sexos, sino esta nueva individualidad.

En sus primeros años, entonces, el psicoanálisis parecía codificar un conjunto de intuiciones posvictorianas que hasta entonces solo se habían sostenido entre los artistas, los filósofos y las minorías sexuales y étnicas. Esto provocó, antes de la Primera Guerra Mundial, la extensión del carisma analítico que abarcó desde el territorio de Los Ángeles hasta Rusia (en la que se publicaron más traducciones de Freud que en cualquier otro país) y que para la década de 1920 había alcanzado a la India, México, China y Japón. El psicoanálisis atrajo tanto a mujeres como a hombres, así como a heterosexuales y a homosexuales por igual; aunque, sin duda, la mayoría de sus lectores eran mujeres.18 Sobre todo, su carisma se sintió y experimentó profundamente. El tono emocional con el que se leía y discutía a Freud en el período anterior a la Primera Guerra Mundial puede captarse muy bien en la autobiografía de Lincoln Steffens. En 1911 Walter Lippmann, según escribió Steffen, “nos introdujo primero a la idea de que las mentes de los hombres se encontraban distorsionadas por supresiones inconscientes… Nunca existieron conversaciones más cálidas, tranquilas o más intensamente reflexivas que en Mabel Dodge (un lugar en Greenwich Village), que aquellas sobre Freud y las implicaciones de su pensamiento”. Así, en esta primera fase de su historia, el psicoanálisis parecía ofrecer una salida de la jaula de hierro al colocar la sexualidad en el centro de la psicología. Como escribió Max Weber, evocando a la ya muerta “comprensión esquelética” de la racionalización corporativa, la sexualidad fue el “acceso al meollo de la vida más irracional y por tanto más real… eternamente inaccesible para cualquier empeño racional”.

 

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