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Si Dios me quita la vida (5)

Gabriel Arana Fuentes
10 de diciembre, 2017

Estas son las Crónicas policiales del Comisario Wenceslao Pérez Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

El sabor amargo del comisario

Al comisario no se le había quitado todavía el mal sabor de boca de la tragedia del Estadio Doroteo Guamuch. Minutos antes, cuando Darwin Baudilio lo llamó para avisarle de lo que ocurría en la casa de la familia Figueroa, recordó lo terrible que habían presenciado en el considerado catedral del fútbol guatemalteco.

Esa noche, Pérez Chanán se topó con Darwin Baudilio. Su cara estaba descompuesta. Sus ojos rojos sacaban lágrimas. Su boca apretaba los labios. En su regazo cargaba el cuerpo sin vida de un pequeño. Le relató al comisario que no encontraba a los padres del niño. Lo más probable— se lamentó, —es que sus papás se encuentren entre la fila de los muertos…

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El comisario observó cómo se perdía el bombero entre la larga fila de cadáveres. Sus ojos no daban crédito a la imagen de cuerpos inertes. Parecía que todos estaban dormidos, pues no había sangre por ningún lado. Tampoco presentaban heridas ni contusiones, menos heridas de bala o arma de fuego, como ocurría en las masacres o linchamientos.

Desde el primero hasta el último cadáver, Wenceslao recorrió la larga fila. En cada uno de ellos, sin saber por qué, trató de encontrar a algún rostro familiar. Incluso, se agachó varias veces para ver más de cerca la cara de los fallecidos. Se atrevió, incluso a tocarle el pulso a más de alguno para comprobar efectivamente que estaba muerto.

En alguna ocasión en el pasado, le había tocado también trabajar cerca de la muerte.

Pero ahora, tras echar un ojo por la cancha, los graderíos, los palcos de prensa, todo le parecía tan pequeño, comparado con la trágica fila de cuerpos inertes.

Fabio lo tomó por la espalda. Evidentemente había llorado también. A los pocos minutos, Enio llamó por teléfono. Su voz entrecortada expresaba su congoja e impotencia a la vez. El policía consolaba a tres pequeños que no encontraban a sus padres. Es algo que nunca había presenciado, comisario. No hay palabras para describir lo que se observa desde aquí en lo alto. Me siento como si Moisés no hubiera abierto el mar y observaba cómo su gente se ahogaba por su culpa.

Cuatro horas más tarde los tres policías salían del Doroteo Guamuch Flores prácticamente destrozados por el esperpéntico espectáculo. La mayoría de cuerpos habían sido identificados. El número de muertos alcanzaba la centena. No cabía ninguna duda que era una de las mayores tragedias ocurridas en los estadios de casi todo el mundo.

El comisario le pidió a Fabio que condujera la patrulla. Se dirigieron al palacio de la policía, donde dejaron los autos policiales. Wenceslao le dio las llaves de su vehículo a Enio y luego subió al asiento de atrás. Fabio se sentó en el asiento del copiloto. Los tres viajaban en silencio. Volvieron a pasar cerca del lugar de la tragedia. Todo se veía desolado. Daba la impresión de que un huracán se hubiera ensañado contra ese pedazo de barranco ubicado la zona cinco. Muchas banderas despedazadas permanecían en el suelo. Afuera habían quedado estacionados algunos vehículos del ministerio público y de varias funerarias.

—¿Hacia dónde me dirijo, comisario?

—Ya sabe, Enio vámonos a otro sector de la zona cinco. Creo que a todos nos caerá buen un trago en el Pulpo Zurdo. Usted no se haga, tampoco.

Las puertas maltrechas del bar se abrieron. Cuando Lola, la encargada intentó comentar lo ocurrido, Wenceslao llevó su dedo a la boca y le pidió que mejor sirviera tres octavos de Predilecto a la mesa.

Se sentaron. Fabio le preguntó al comisario si le ponía su pieza favorita en la rockola:

—¿Quiere escuchar a Lavoe, mi comisario?

—No Enio. Hoy estamos de luto. Ordene otros tres octavos y dígale a la Lola que no deje entrar a nadie más al bar. Hoy la casa, pierde.

***

Mientras descendía de la patrulla, Wenceslao sudaba a chorros y su boca trituraba maní garapiñado. Por su parte, Yuri, el cobrador y el del traje gris, como si fueran los tres monos sabios, dirigieron sus manos hacia los ojos, boca y orejas, respectivamente.

Doña Lily, la vecina, se acercó con un termo lleno de café, vasos desechables, veladoras y una silla de plástico. Se apostó frente a la casa, tras repartir el cafecito caliente, se sentó, sacó un rosario y se puso a rezar.

Una nueva tragedia estaba frente a sus narices a pesar de que apenas unos días antes, el país completo estaba de luto.

Estas son las Crónicas policiales del Comisario W.P. Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

Francisco Alejandro Méndez es Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2017

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Estas son las Crónicas policiales del Comisario Wenceslao Pérez Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

El sabor amargo del comisario

Al comisario no se le había quitado todavía el mal sabor de boca de la tragedia del Estadio Doroteo Guamuch. Minutos antes, cuando Darwin Baudilio lo llamó para avisarle de lo que ocurría en la casa de la familia Figueroa, recordó lo terrible que habían presenciado en el considerado catedral del fútbol guatemalteco.

Esa noche, Pérez Chanán se topó con Darwin Baudilio. Su cara estaba descompuesta. Sus ojos rojos sacaban lágrimas. Su boca apretaba los labios. En su regazo cargaba el cuerpo sin vida de un pequeño. Le relató al comisario que no encontraba a los padres del niño. Lo más probable— se lamentó, —es que sus papás se encuentren entre la fila de los muertos…

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El comisario observó cómo se perdía el bombero entre la larga fila de cadáveres. Sus ojos no daban crédito a la imagen de cuerpos inertes. Parecía que todos estaban dormidos, pues no había sangre por ningún lado. Tampoco presentaban heridas ni contusiones, menos heridas de bala o arma de fuego, como ocurría en las masacres o linchamientos.

Desde el primero hasta el último cadáver, Wenceslao recorrió la larga fila. En cada uno de ellos, sin saber por qué, trató de encontrar a algún rostro familiar. Incluso, se agachó varias veces para ver más de cerca la cara de los fallecidos. Se atrevió, incluso a tocarle el pulso a más de alguno para comprobar efectivamente que estaba muerto.

En alguna ocasión en el pasado, le había tocado también trabajar cerca de la muerte.

Pero ahora, tras echar un ojo por la cancha, los graderíos, los palcos de prensa, todo le parecía tan pequeño, comparado con la trágica fila de cuerpos inertes.

Fabio lo tomó por la espalda. Evidentemente había llorado también. A los pocos minutos, Enio llamó por teléfono. Su voz entrecortada expresaba su congoja e impotencia a la vez. El policía consolaba a tres pequeños que no encontraban a sus padres. Es algo que nunca había presenciado, comisario. No hay palabras para describir lo que se observa desde aquí en lo alto. Me siento como si Moisés no hubiera abierto el mar y observaba cómo su gente se ahogaba por su culpa.

Cuatro horas más tarde los tres policías salían del Doroteo Guamuch Flores prácticamente destrozados por el esperpéntico espectáculo. La mayoría de cuerpos habían sido identificados. El número de muertos alcanzaba la centena. No cabía ninguna duda que era una de las mayores tragedias ocurridas en los estadios de casi todo el mundo.

El comisario le pidió a Fabio que condujera la patrulla. Se dirigieron al palacio de la policía, donde dejaron los autos policiales. Wenceslao le dio las llaves de su vehículo a Enio y luego subió al asiento de atrás. Fabio se sentó en el asiento del copiloto. Los tres viajaban en silencio. Volvieron a pasar cerca del lugar de la tragedia. Todo se veía desolado. Daba la impresión de que un huracán se hubiera ensañado contra ese pedazo de barranco ubicado la zona cinco. Muchas banderas despedazadas permanecían en el suelo. Afuera habían quedado estacionados algunos vehículos del ministerio público y de varias funerarias.

—¿Hacia dónde me dirijo, comisario?

—Ya sabe, Enio vámonos a otro sector de la zona cinco. Creo que a todos nos caerá buen un trago en el Pulpo Zurdo. Usted no se haga, tampoco.

Las puertas maltrechas del bar se abrieron. Cuando Lola, la encargada intentó comentar lo ocurrido, Wenceslao llevó su dedo a la boca y le pidió que mejor sirviera tres octavos de Predilecto a la mesa.

Se sentaron. Fabio le preguntó al comisario si le ponía su pieza favorita en la rockola:

—¿Quiere escuchar a Lavoe, mi comisario?

—No Enio. Hoy estamos de luto. Ordene otros tres octavos y dígale a la Lola que no deje entrar a nadie más al bar. Hoy la casa, pierde.

***

Mientras descendía de la patrulla, Wenceslao sudaba a chorros y su boca trituraba maní garapiñado. Por su parte, Yuri, el cobrador y el del traje gris, como si fueran los tres monos sabios, dirigieron sus manos hacia los ojos, boca y orejas, respectivamente.

Doña Lily, la vecina, se acercó con un termo lleno de café, vasos desechables, veladoras y una silla de plástico. Se apostó frente a la casa, tras repartir el cafecito caliente, se sentó, sacó un rosario y se puso a rezar.

Una nueva tragedia estaba frente a sus narices a pesar de que apenas unos días antes, el país completo estaba de luto.

Estas son las Crónicas policiales del Comisario W.P. Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

Francisco Alejandro Méndez es Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2017

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