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Las horas más oscuras

Gabriel Arana Fuentes
07 de enero, 2018

Fragmento del libro Las horas más oscuras, cómo Churchill salvó al mundo del abismo, de Anthony McCarten (Crítica), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Votación en la Cámara

Los debates en la cámara del Parlamento británico eran un clamor de condenas e invectivas. «¡Fuera, fuera!», gritaban en las galerías más altas, donde los aristócratas y los miembros de la Cámara de los Lores intentaban asomarse estirando el cuello para ver mejor. «¡Dimite, hombre, dimite!» Los políticos britá­nicos no habían visto nunca nada parecido. Los miembros de los partidos de la oposición enrollaban sus folletos con el orden del día en forma de puñales y los lanzaban en dirección a la figura derrumbada, ya caduca y, sin que nadie lo supiera, enferma, que estaba sentada delante de la arqueta de su cargo: el conservador Neville Chamberlain, primer ministro de Gran Bretaña.

Pero por varias razones Chamberlain era reacio a retirarse y a dejar su puesto como jefe del gobierno, entre otras cosas debido a la profunda inseguridad que sentía respecto a la persona que pudiera sucederlo.

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Gran Bretaña llevaba ocho meses en guerra y las cosas estaban yéndole mal. Tanto los políticos como el público en general reclamaban no solo un líder, sino también, como exigen todos los grandes momentos, un gran líder: un líder capaz de hacer lo que solo pueden hacer los grandes líderes: pronunciar palabras que sepan conmover, incitar, convencer, galvanizar, inspirar e incluso crear en los corazones del pueblo unos niveles de sentimientos que nadie sabía que tuviera. De esas palabras saldrían acciones y, dependiendo de la sabiduría de esas acciones, de ellas saldría o bien el triunfo o bien una sangrienta derrota.

Y había en él tal vez otro elemento más sorprendente que el que cualquier país sometido a una grave crisis habría deseado encontrar en su líder: dudas. La capacidad vital de dudar de su juicio, de poseer una mente capaz de albergar dos ideas contrapuestas al mismo tiempo y de sintetizarlas solo entonces; de tener una mente no hecha de ideas preconcebidas, y por lo tanto capaz de dialogar con todas las opciones. Esa actitud contrastaba con una mentalidad llena de prejuicios que únicamente le permitían mantener un diálogo con una sola persona: él mismo. Gran Bretaña no necesitaba en aquellos momentos ningún ideólogo. Lo que le hacía falta era un pensador completo.

Como escribía Oliver Cromwell en 1650 en una carta dirigida a la Iglesia de Escocia, «os imploro, por los clavos de Cristo, pensad si no será posible que estéis equivocados». En aquellos tiempos de incertidumbre y obligada como estaba la nación británica a hacer frente a unos asuntos tan graves que su futuro dependía de los próximos pasos que diera, la gran pregunta era: ¿Dónde podría encontrarse un líder semejante?

«¡Lleva usted sentado ahí demasiado tiempo para lo poco que ha hecho! Váyase, le digo, y déjenos en paz. ¡Por Dios, váyase!»1 Leo Amery, diputado por Sparkbrook, Birmingham, volvió a ocupar su escaño en medio de sonoros aplausos en aquella. primera sesión del ya legendario debate de Noruega, el martes 7 de mayo de 1940. La Cámara llevaba casi nueve horas reunida. Era una tarde cálida de comienzos del verano y la oscuridad ya había caído. Sus palabras fueron una puñalada en el costado de Chamberlain, compañero suyo en el partido conservador.

Gran Bretaña era un país dividido y el gobierno, en vez de unirse, se hallaba desgarrado por los egos y las pequeñas diferencias que habían contribuido a los catastróficos fracasos militares en el campo de batalla y en alta mar. La perspectiva de que el fascismo triunfara y de que la democracia tocara a su fin en Europa ya no era algo inimaginable.

La semilla del famoso debate que estaba teniendo lugar en la Cámara aquella noche se había plantado cinco días antes, cuando se tuvo noticia de que Gran Bretaña estaba evacuando a sus tropas del puerto noruego de Trondheim tras sufrir por primera vez un fuerte ataque de los nazis. Leo Amery y los miembros del Comité de Vigilancia de lord Salisbury, compuesto por diputados conservadores y varios lores con el objeto de pedir cuentas al gobierno, junto con un Grupo de Acción Parlamentaria de Todos los Partidos, que tenía un objetivo similar, pero que estaba presidido por el diputado liberal Clement Davies e incluía a varios miembros del partido laborista, habían acordado forzar la celebración de un debate acerca de las meteduras de pata cometidas durante aquel primer choque con las tropas nazis y, de ese modo, intentar deshacerse de una vez del líder que, a su juicio, estaba fallándoles a ellos y al país.

Chamberlain había empezado a hablar a la Cámara acerca de la «gestión de la guerra» a las 15:48 del 7 de mayo, el primero de los dos días de debate. Sus palabras, su intento de emprender una operación de salvamento, no contribuyeron en nada a reforzar su posición ni a aliviar los temores de que Gran Bretaña fuera directamente camino del naufragio. Antes bien, confirmaron que estaba cansado y a la defensiva, que era un hombre que no haría más que acelerar la marcha del país hacia la catástrofe. Con aspecto «acongojado y encogido»,2 como diría posteriormente un comentarista, siguió adelante, mientras sus enemigos le lanzaban más frases memorables. Conocía muy bien todas esas frases, pues las había acuñado él mismo: «¡Paz para nuestros tiempos!» (la altisonante promesa que había hecho un año antes), «¡Ha perdido el autobús!» (en alusión a lo que, a su juicio, había sido la oportunidad que había perdido Hitler de no causar más estragos en Europa). Ahora explotaban ante sus pies como si fueran granadas de mano.

El escaso apoyo mudo que pudiera recibir Chamberlain durante ese discurso fue calificado de «sintético» por el laborista Arthur Greenwood, pues el estado de ánimo de la Cámara no había sido nunca más penoso: «Su corazón está desazonado. Está angustiada; más que angustiada; está llena de temor».

Cuando Chamberlain volvió a su asiento, hizo su entrada teatral en la sala un diputado conservador, el almirante sir Roger Keyes, luciendo todas sus insignias militares (algo nunca visto en la Cámara de los Comunes) y obligando a todos los presentes a guardar silencio. Crítico desde hacía tiempo con el primer ministro, Keyes denunció la «espantosa historia de ineptitud» del gobierno.4 Sabía de lo que estaba hablando: había sido testigo de primera mano de todas sus meteduras de pata.

La siguiente intervención corrió a cargo de Clement Attlee, líder de la oposición laborista. No era un hombre famoso precisamente por sus sutilezas retóricas, pero era evidente que el tema lo inspiraba, y habló de manera tajante de la «ineptitud» con la que el gobierno estaba tratando la situación:

No es solo Noruega. Noruega no es más que la culminación de muchos otros motivos de descontento. La gente dice que los principales responsables de la gestión de los asuntos son hombres que han tenido una carrera casi ininterrumpida de fracasos. Noruega viene detrás de Checoslovaquia y Polonia. En todas partes se dice lo mismo: «Demasiado tarde». El primer ministro hablaba de autobuses perdidos. ¿Y qué pasa con todos los autobuses que él y sus socios han perdido desde 1931? Todos ellos perdieron los autobuses de la paz, y tomaron el autobús de la guerra. La gente considera que esos hombres que se han equivocado constantemente en su forma de juzgar los acontecimientos, los mismos que pensaban que Hitler no atacaría Checoslovaquia, los mismos que pensaban que Hitler podría ser apaciguado, parece que no se dieron cuenta de que Hitler iba a atacar Noruega.

Poco antes de la media noche del 7 de mayo, la suerte de Chamberlain quedó echada, pero a muchos les dio la sensación de que el primer ministro no era capaz de reconocerlo. Esa ceguera no era ninguna novedad. El lunes, 6 de mayo de 1940, John «Jock» Colville, su PPS [principal private secretary, jefe de gabinete], había escrito en su diario el siguiente comentario: «El PM [primer ministro] está muy deprimido por los ataques de la prensa … Creo que adolece de una singular vanidad y exceso de autoestima nacidas en Múnich [en referencia a los sucesos de septiembre de 1938, cuando muchos consideraron que Chamberlain había accedido a todas las exigencias de Hitler, pero él había sostenido que había negociado la paz] y que luego se han agravado, a pesar de las múltiples heridas recibidas posteriormente».

Fue así como el 8 de mayo por la mañana, antes de que diera comienzo la segunda jornada de debate, y también la más decisiva, y en vista de la clara renuencia de Chamberlain a abandonar su posición de líder del país, algunos miembros del Comité de Vigilancia y del Grupo de Acción Parlamentaria de Todos los Partidos se reunieron una vez más en el Parlamento. Decidieron forzar una votación de la Cámara en la que se pidiera a los diputados que votaran lo que, según explicó el diputado laborista Herbert Morrison, «indicaría si estaban satisfechos con la gestión de los asuntos o si estaban inquietos debido a la gestión de los asuntos»: en otras palabras, propinarían a Chamberlain el golpe de gracia que lo dejara KO privándole del número de apoyos que necesitaba para seguir adelante eficazmente como máximo mandatario.

Se hizo correr la voz entre los whips* de los partidos, que empezaron frenéticamente a concluir acuerdos de apoyo entre los miembros de los distintos bloques de votantes. Colville escribió en su diario que los conservadores de mayor peso «hablaban todos de reconstruir el gobierno y de discutir seriamente planes tales como llegar a un acuerdo (que debía proponer [lord] Halifax a [Herbert] Morrison) en virtud del cual se pidiera al partido laborista en la oposición que entrara en el gobierno a cambio de quitar de en medio a los peces gordos del ejecutivo —Sam Hoare, Kingsley Wood, [sir John] Simon, etc…—, pero solo con la salvedad de que Chamberlain siguiera ostentando el puesto de primer ministro».

Las espadas estaban en alto y de hecho estaban particularmente afiladas cuando la sesión de la Cámara comenzó a las 14:45 con el fin de reanudar el debate acerca de la gestión de la guerra.

El diputado laborista Herbert Morrison hizo oídos sordos a las peticiones de que no forzara la votación de la Cámara. Los diputados laboristas ya habían tomado una decisión: no participarían en un gobierno de concentración nacional presidido por «ese hombre», Chamberlain. Morrison habló apasionadamente durante veinte minutos, instando a la Cámara a que votara en conciencia y a que pensara a fondo si Gran Bretaña podía o no seguir con un estado de cosas como el actual teniendo en cuenta la lamentable dirección de una guerra que hacía solo ocho meses que había comenzado. El mensaje era sencillo y claro: no solo debía marcharse Chamberlain, sino que con él debían irse también todos los que habían apoyado la política de apaciguamiento, la creencia errónea que había dominado la política británica respecto a Alemania durante toda la década de 1930, a saber, el convencimiento de que un dictador, si era bien alimentado, acabaría retirándose, ahíto, a su caverna. También tenían que irse sir Samuel Hoare (ministro del Aire) y sir John Simon (canciller del Exchequer).

La decisión de presentar la dimisión correspondía a Chamberlain. Parecía seguro que, debilitado por los ataques que recibía por uno y otro lado, acabaría cediendo. Pero él seguía resistiéndose, permanecía en su escaño y solo levantaba la vista ocasionalmente para mirar los crueles destellos de infamias y calumnias. Cuando finalmente se puso en pie —como señalan las memorias del diputado laborista Hugh Dalton—, lo hizo lleno de furia: «Dio un salto, mostrando los dientes como una rata acorralada, y exclamó: “Acepto el reto y pido a mis amigos —y creo que todavía tengo alguno en esta Cámara— que apoyen al gobierno esta noche en la votación”».

La incapacidad de Chamberlain, que no supo comprender la magnitud de la situación a la que se enfrentaba el país, no hizo más que agudizar la saña de sus adversarios en la Cámara, y los miembros de un bando y de otro no tardaron en ponerse a patalear, intentando llamar la atención del speaker para que les concediera el turno de palabra. Gritos de «¡Fuera!» y «¡Dimisión!» resonaron en toda la Cámara, pero Chamberlain siguió inconmovible. Evidentemente era preciso un último ataque demoledor y el hombre más adecuado para lanzarlo se puso en pie. Toda la Cámara, enronquecida ya, guardó silencio. David Lloyd George, el otrora primer ministro liberal que también había presidido un gobierno en tiempos de guerra, al principio despacio, pero luego de una forma cada vez más visceral, empezó a fustigar a Chamberlain acusándolo de exponer a Gran Bretaña a ocupar «la peor posición estratégica en la que se ha encontrado nunca este país». El punto culminante llegó cuando hizo un llamamiento directo a la conciencia de Chamberlain: «Dé un ejemplo de sacrificio, porque no hay nada que pueda contribuir a la victoria en esta guerra tanto como el hecho de que sacrifique usted los atributos de su autoridad».

Contemplando la escena desde lo alto de la galería y asintiendo con la cabeza se hallaba la esposa del orador, dame Margaret Lloyd George, que más tarde escribiría:

¡Qué contenta estoy de que mi esposo haya tenido algo que ver en echar a Chamberlain! Nunca había visto una escena semejante, la Cámara estaba decidida a quitarlo de en medio, y también a sir John Simon y a Sam Hoare … El clamor que se levantó a continuación fue terrible, así como los gritos de «¡Fuera, fuera!» Nunca he visto a un primer ministro retirarse con semejante despedida. En menuda situación nos ha puesto, y el partido tory andaba diciendo a todas horas después de lo de Múnich: «¡Nos ha salvado de la guerra!». Pobrecillos. Deberían haber tenido los ojos más abiertos.

El debate continuó hasta bien entrada la noche. Chamberlain no iba a irse tranquilamente. Faltaban pocas semanas para que reconociera por primera vez en su diario que sintió «fuertes dolores» como consecuencia del cáncer de colon que le acarrearía la muerte pocos meses después. Quizá en el fondo de su corazón supiera que aquel momento iba a ser la última oportunidad que tendría de evitar que lo culparan del hundimiento de Europa, de la democracia y del modo de vida inglés. Y quizá hubiera otra razón, más recóndita, de su renuencia a marcharse.

Unos pocos escaños más allá, también en el primer banco, estaba sentado un hombre que, en realidad, era mucho más culpable que él de la campaña de Noruega del mes anterior, que había supuesto la pérdida de 1.800 hombres, un portaaviones, dos cruceros, siete destructores y un submarino.

Como primer lord del Almirantazgo, Winston Spencer Churchill había sido el principal arquitecto de la desastrosa estrategia naval de Inglaterra. Pero como toda la atención estaba centrada en el primer ministro, y además todavía no había llegado su turno de palabra, Churchill permanecía lejos de la línea de fuego, esperando el momento propicio, sin atreverse a poner los dedos en el arma homicida.

Winston no era muy popular. De hecho, en aquellos momentos era una especie de personaje de chiste, un hombre egocéntrico, un «medio americano» que, en palabras del diputado conservador sir Henry «Chips» Channon, defendía una sola cosa: a sí mismo. Difícil de imaginar hoy día, cuando sabemos que en Gran Bretaña hay 3.000 tabernas y hoteles que llevan su nombre, así como más de 1.500 salas y establecimientos, y 25 calles, y cuando podemos ver su rostro reproducido en todo tipo de cosas, desde posavasos hasta felpudos —por no hablar del busto que de vez en cuando aparece decorando el Despacho Oval del presidente de los Estados Unidos—, pero en mayo de 1940 a ojos de la mayor parte de la gente distaba mucho de ser una persona competente.

Tildado todavía por muchos miembros de su partido de chaquetero por «cambiar de bando» —había retirado su lealtad a los conservadores para pasarse a los liberales en 1904, y de nuevo había vuelto al redil conservador en 1924—, Churchill se había mostrado a pesar de todo sorprendentemente fiel a Chamberlain. Y también se había mostrado fiel a él aquel día, cuando, en medio del discurso de Lloyd George, se había ofrecido a recibir el castigo en lugar del primer ministro: «Asumo la plena responsabilidad de todo lo que ha hecho el Almirantazgo y cargo completamente con mi parte de culpa».

Lloyd George, cuya perorata había interrumpido Churchill, respondió agudamente: «El honorable caballero no debería intentar convertirse en una especie de refugio antiaéreo para impedir que la metralla de las bombas hagan daño a sus colegas».

El mea culpa entonado por Churchill no fue más que el primer capítulo de una falsa misión de salvamento, destinada calculadamente a fracasar, pero con la que también pretendía ganarse a sus colegas mediante una conmovedora muestra de lealtad, una ocasión de oro, pues, de demostrar hasta qué punto podía tener dotes de primer ministro cuando se lo proponía, y al mismo tiempo una oportunidad excelente de sugerir de forma velada su nombre en la carrera hacia la presidencia del gobierno que estaba a punto de celebrarse.

Cuando por fin llegó su turno de palabra —y hablaría largo y tendido—, los rebeldes prestaron atentamente oídos, llenos de expectación, esperando escuchar frases inmortales de condena, pero de sus labios no salió ninguna palabra inmortal, en realidad no dijo nada que el propio Chamberlain no hubiera podido escribir sobre su lápida. Por el contrario, Churchill pronunció un encomio tan exquisitamente vago que consiguió dar al primer ministro justamente lo que pretendía: demasiado poco y demasiado tarde. La perorata salvadora que Winston habría podido soltar se reservaba a todas luces para otro día, para otro momento. Pues ya tenía discursos fermentando en la bodega, frases que iba ensayando en silencio, y que habrían resultado útiles para un propósito más espectacular en los días que estaban por venir y que no valía la pena malgastar ahora.

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Los debates en la cámara del Parlamento británico eran un clamor de condenas e invectivas. «¡Fuera, fuera!», gritaban en las galerías más altas, donde los aristócratas y los miembros de la Cámara de los Lores intentaban asomarse estirando el cuello para ver mejor. «¡Dimite, hombre, dimite!» Los políticos britá­nicos no habían visto nunca nada parecido. Los miembros de los partidos de la oposición enrollaban sus folletos con el orden del día en forma de puñales y los lanzaban en dirección a la figura derrumbada, ya caduca y, sin que nadie lo supiera, enferma, que estaba sentada delante de la arqueta de su cargo: el conservador Neville Chamberlain, primer ministro de Gran Bretaña.

Pero por varias razones Chamberlain era reacio a retirarse y a dejar su puesto como jefe del gobierno, entre otras cosas debido a la profunda inseguridad que sentía respecto a la persona que pudiera sucederlo.

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Gran Bretaña llevaba ocho meses en guerra y las cosas estaban yéndole mal. Tanto los políticos como el público en general reclamaban no solo un líder, sino también, como exigen todos los grandes momentos, un gran líder: un líder capaz de hacer lo que solo pueden hacer los grandes líderes: pronunciar palabras que sepan conmover, incitar, convencer, galvanizar, inspirar e incluso crear en los corazones del pueblo unos niveles de sentimientos que nadie sabía que tuviera. De esas palabras saldrían acciones y, dependiendo de la sabiduría de esas acciones, de ellas saldría o bien el triunfo o bien una sangrienta derrota.

Y había en él tal vez otro elemento más sorprendente que el que cualquier país sometido a una grave crisis habría deseado encontrar en su líder: dudas. La capacidad vital de dudar de su juicio, de poseer una mente capaz de albergar dos ideas contrapuestas al mismo tiempo y de sintetizarlas solo entonces; de tener una mente no hecha de ideas preconcebidas, y por lo tanto capaz de dialogar con todas las opciones. Esa actitud contrastaba con una mentalidad llena de prejuicios que únicamente le permitían mantener un diálogo con una sola persona: él mismo. Gran Bretaña no necesitaba en aquellos momentos ningún ideólogo. Lo que le hacía falta era un pensador completo.

Como escribía Oliver Cromwell en 1650 en una carta dirigida a la Iglesia de Escocia, «os imploro, por los clavos de Cristo, pensad si no será posible que estéis equivocados». En aquellos tiempos de incertidumbre y obligada como estaba la nación británica a hacer frente a unos asuntos tan graves que su futuro dependía de los próximos pasos que diera, la gran pregunta era: ¿Dónde podría encontrarse un líder semejante?

«¡Lleva usted sentado ahí demasiado tiempo para lo poco que ha hecho! Váyase, le digo, y déjenos en paz. ¡Por Dios, váyase!»1 Leo Amery, diputado por Sparkbrook, Birmingham, volvió a ocupar su escaño en medio de sonoros aplausos en aquella. primera sesión del ya legendario debate de Noruega, el martes 7 de mayo de 1940. La Cámara llevaba casi nueve horas reunida. Era una tarde cálida de comienzos del verano y la oscuridad ya había caído. Sus palabras fueron una puñalada en el costado de Chamberlain, compañero suyo en el partido conservador.

Gran Bretaña era un país dividido y el gobierno, en vez de unirse, se hallaba desgarrado por los egos y las pequeñas diferencias que habían contribuido a los catastróficos fracasos militares en el campo de batalla y en alta mar. La perspectiva de que el fascismo triunfara y de que la democracia tocara a su fin en Europa ya no era algo inimaginable.

La semilla del famoso debate que estaba teniendo lugar en la Cámara aquella noche se había plantado cinco días antes, cuando se tuvo noticia de que Gran Bretaña estaba evacuando a sus tropas del puerto noruego de Trondheim tras sufrir por primera vez un fuerte ataque de los nazis. Leo Amery y los miembros del Comité de Vigilancia de lord Salisbury, compuesto por diputados conservadores y varios lores con el objeto de pedir cuentas al gobierno, junto con un Grupo de Acción Parlamentaria de Todos los Partidos, que tenía un objetivo similar, pero que estaba presidido por el diputado liberal Clement Davies e incluía a varios miembros del partido laborista, habían acordado forzar la celebración de un debate acerca de las meteduras de pata cometidas durante aquel primer choque con las tropas nazis y, de ese modo, intentar deshacerse de una vez del líder que, a su juicio, estaba fallándoles a ellos y al país.

Chamberlain había empezado a hablar a la Cámara acerca de la «gestión de la guerra» a las 15:48 del 7 de mayo, el primero de los dos días de debate. Sus palabras, su intento de emprender una operación de salvamento, no contribuyeron en nada a reforzar su posición ni a aliviar los temores de que Gran Bretaña fuera directamente camino del naufragio. Antes bien, confirmaron que estaba cansado y a la defensiva, que era un hombre que no haría más que acelerar la marcha del país hacia la catástrofe. Con aspecto «acongojado y encogido»,2 como diría posteriormente un comentarista, siguió adelante, mientras sus enemigos le lanzaban más frases memorables. Conocía muy bien todas esas frases, pues las había acuñado él mismo: «¡Paz para nuestros tiempos!» (la altisonante promesa que había hecho un año antes), «¡Ha perdido el autobús!» (en alusión a lo que, a su juicio, había sido la oportunidad que había perdido Hitler de no causar más estragos en Europa). Ahora explotaban ante sus pies como si fueran granadas de mano.

El escaso apoyo mudo que pudiera recibir Chamberlain durante ese discurso fue calificado de «sintético» por el laborista Arthur Greenwood, pues el estado de ánimo de la Cámara no había sido nunca más penoso: «Su corazón está desazonado. Está angustiada; más que angustiada; está llena de temor».

Cuando Chamberlain volvió a su asiento, hizo su entrada teatral en la sala un diputado conservador, el almirante sir Roger Keyes, luciendo todas sus insignias militares (algo nunca visto en la Cámara de los Comunes) y obligando a todos los presentes a guardar silencio. Crítico desde hacía tiempo con el primer ministro, Keyes denunció la «espantosa historia de ineptitud» del gobierno.4 Sabía de lo que estaba hablando: había sido testigo de primera mano de todas sus meteduras de pata.

La siguiente intervención corrió a cargo de Clement Attlee, líder de la oposición laborista. No era un hombre famoso precisamente por sus sutilezas retóricas, pero era evidente que el tema lo inspiraba, y habló de manera tajante de la «ineptitud» con la que el gobierno estaba tratando la situación:

No es solo Noruega. Noruega no es más que la culminación de muchos otros motivos de descontento. La gente dice que los principales responsables de la gestión de los asuntos son hombres que han tenido una carrera casi ininterrumpida de fracasos. Noruega viene detrás de Checoslovaquia y Polonia. En todas partes se dice lo mismo: «Demasiado tarde». El primer ministro hablaba de autobuses perdidos. ¿Y qué pasa con todos los autobuses que él y sus socios han perdido desde 1931? Todos ellos perdieron los autobuses de la paz, y tomaron el autobús de la guerra. La gente considera que esos hombres que se han equivocado constantemente en su forma de juzgar los acontecimientos, los mismos que pensaban que Hitler no atacaría Checoslovaquia, los mismos que pensaban que Hitler podría ser apaciguado, parece que no se dieron cuenta de que Hitler iba a atacar Noruega.

Poco antes de la media noche del 7 de mayo, la suerte de Chamberlain quedó echada, pero a muchos les dio la sensación de que el primer ministro no era capaz de reconocerlo. Esa ceguera no era ninguna novedad. El lunes, 6 de mayo de 1940, John «Jock» Colville, su PPS [principal private secretary, jefe de gabinete], había escrito en su diario el siguiente comentario: «El PM [primer ministro] está muy deprimido por los ataques de la prensa … Creo que adolece de una singular vanidad y exceso de autoestima nacidas en Múnich [en referencia a los sucesos de septiembre de 1938, cuando muchos consideraron que Chamberlain había accedido a todas las exigencias de Hitler, pero él había sostenido que había negociado la paz] y que luego se han agravado, a pesar de las múltiples heridas recibidas posteriormente».

Fue así como el 8 de mayo por la mañana, antes de que diera comienzo la segunda jornada de debate, y también la más decisiva, y en vista de la clara renuencia de Chamberlain a abandonar su posición de líder del país, algunos miembros del Comité de Vigilancia y del Grupo de Acción Parlamentaria de Todos los Partidos se reunieron una vez más en el Parlamento. Decidieron forzar una votación de la Cámara en la que se pidiera a los diputados que votaran lo que, según explicó el diputado laborista Herbert Morrison, «indicaría si estaban satisfechos con la gestión de los asuntos o si estaban inquietos debido a la gestión de los asuntos»: en otras palabras, propinarían a Chamberlain el golpe de gracia que lo dejara KO privándole del número de apoyos que necesitaba para seguir adelante eficazmente como máximo mandatario.

Se hizo correr la voz entre los whips* de los partidos, que empezaron frenéticamente a concluir acuerdos de apoyo entre los miembros de los distintos bloques de votantes. Colville escribió en su diario que los conservadores de mayor peso «hablaban todos de reconstruir el gobierno y de discutir seriamente planes tales como llegar a un acuerdo (que debía proponer [lord] Halifax a [Herbert] Morrison) en virtud del cual se pidiera al partido laborista en la oposición que entrara en el gobierno a cambio de quitar de en medio a los peces gordos del ejecutivo —Sam Hoare, Kingsley Wood, [sir John] Simon, etc…—, pero solo con la salvedad de que Chamberlain siguiera ostentando el puesto de primer ministro».

Las espadas estaban en alto y de hecho estaban particularmente afiladas cuando la sesión de la Cámara comenzó a las 14:45 con el fin de reanudar el debate acerca de la gestión de la guerra.

El diputado laborista Herbert Morrison hizo oídos sordos a las peticiones de que no forzara la votación de la Cámara. Los diputados laboristas ya habían tomado una decisión: no participarían en un gobierno de concentración nacional presidido por «ese hombre», Chamberlain. Morrison habló apasionadamente durante veinte minutos, instando a la Cámara a que votara en conciencia y a que pensara a fondo si Gran Bretaña podía o no seguir con un estado de cosas como el actual teniendo en cuenta la lamentable dirección de una guerra que hacía solo ocho meses que había comenzado. El mensaje era sencillo y claro: no solo debía marcharse Chamberlain, sino que con él debían irse también todos los que habían apoyado la política de apaciguamiento, la creencia errónea que había dominado la política británica respecto a Alemania durante toda la década de 1930, a saber, el convencimiento de que un dictador, si era bien alimentado, acabaría retirándose, ahíto, a su caverna. También tenían que irse sir Samuel Hoare (ministro del Aire) y sir John Simon (canciller del Exchequer).

La decisión de presentar la dimisión correspondía a Chamberlain. Parecía seguro que, debilitado por los ataques que recibía por uno y otro lado, acabaría cediendo. Pero él seguía resistiéndose, permanecía en su escaño y solo levantaba la vista ocasionalmente para mirar los crueles destellos de infamias y calumnias. Cuando finalmente se puso en pie —como señalan las memorias del diputado laborista Hugh Dalton—, lo hizo lleno de furia: «Dio un salto, mostrando los dientes como una rata acorralada, y exclamó: “Acepto el reto y pido a mis amigos —y creo que todavía tengo alguno en esta Cámara— que apoyen al gobierno esta noche en la votación”».

La incapacidad de Chamberlain, que no supo comprender la magnitud de la situación a la que se enfrentaba el país, no hizo más que agudizar la saña de sus adversarios en la Cámara, y los miembros de un bando y de otro no tardaron en ponerse a patalear, intentando llamar la atención del speaker para que les concediera el turno de palabra. Gritos de «¡Fuera!» y «¡Dimisión!» resonaron en toda la Cámara, pero Chamberlain siguió inconmovible. Evidentemente era preciso un último ataque demoledor y el hombre más adecuado para lanzarlo se puso en pie. Toda la Cámara, enronquecida ya, guardó silencio. David Lloyd George, el otrora primer ministro liberal que también había presidido un gobierno en tiempos de guerra, al principio despacio, pero luego de una forma cada vez más visceral, empezó a fustigar a Chamberlain acusándolo de exponer a Gran Bretaña a ocupar «la peor posición estratégica en la que se ha encontrado nunca este país». El punto culminante llegó cuando hizo un llamamiento directo a la conciencia de Chamberlain: «Dé un ejemplo de sacrificio, porque no hay nada que pueda contribuir a la victoria en esta guerra tanto como el hecho de que sacrifique usted los atributos de su autoridad».

Contemplando la escena desde lo alto de la galería y asintiendo con la cabeza se hallaba la esposa del orador, dame Margaret Lloyd George, que más tarde escribiría:

¡Qué contenta estoy de que mi esposo haya tenido algo que ver en echar a Chamberlain! Nunca había visto una escena semejante, la Cámara estaba decidida a quitarlo de en medio, y también a sir John Simon y a Sam Hoare … El clamor que se levantó a continuación fue terrible, así como los gritos de «¡Fuera, fuera!» Nunca he visto a un primer ministro retirarse con semejante despedida. En menuda situación nos ha puesto, y el partido tory andaba diciendo a todas horas después de lo de Múnich: «¡Nos ha salvado de la guerra!». Pobrecillos. Deberían haber tenido los ojos más abiertos.

El debate continuó hasta bien entrada la noche. Chamberlain no iba a irse tranquilamente. Faltaban pocas semanas para que reconociera por primera vez en su diario que sintió «fuertes dolores» como consecuencia del cáncer de colon que le acarrearía la muerte pocos meses después. Quizá en el fondo de su corazón supiera que aquel momento iba a ser la última oportunidad que tendría de evitar que lo culparan del hundimiento de Europa, de la democracia y del modo de vida inglés. Y quizá hubiera otra razón, más recóndita, de su renuencia a marcharse.

Unos pocos escaños más allá, también en el primer banco, estaba sentado un hombre que, en realidad, era mucho más culpable que él de la campaña de Noruega del mes anterior, que había supuesto la pérdida de 1.800 hombres, un portaaviones, dos cruceros, siete destructores y un submarino.

Como primer lord del Almirantazgo, Winston Spencer Churchill había sido el principal arquitecto de la desastrosa estrategia naval de Inglaterra. Pero como toda la atención estaba centrada en el primer ministro, y además todavía no había llegado su turno de palabra, Churchill permanecía lejos de la línea de fuego, esperando el momento propicio, sin atreverse a poner los dedos en el arma homicida.

Winston no era muy popular. De hecho, en aquellos momentos era una especie de personaje de chiste, un hombre egocéntrico, un «medio americano» que, en palabras del diputado conservador sir Henry «Chips» Channon, defendía una sola cosa: a sí mismo. Difícil de imaginar hoy día, cuando sabemos que en Gran Bretaña hay 3.000 tabernas y hoteles que llevan su nombre, así como más de 1.500 salas y establecimientos, y 25 calles, y cuando podemos ver su rostro reproducido en todo tipo de cosas, desde posavasos hasta felpudos —por no hablar del busto que de vez en cuando aparece decorando el Despacho Oval del presidente de los Estados Unidos—, pero en mayo de 1940 a ojos de la mayor parte de la gente distaba mucho de ser una persona competente.

Tildado todavía por muchos miembros de su partido de chaquetero por «cambiar de bando» —había retirado su lealtad a los conservadores para pasarse a los liberales en 1904, y de nuevo había vuelto al redil conservador en 1924—, Churchill se había mostrado a pesar de todo sorprendentemente fiel a Chamberlain. Y también se había mostrado fiel a él aquel día, cuando, en medio del discurso de Lloyd George, se había ofrecido a recibir el castigo en lugar del primer ministro: «Asumo la plena responsabilidad de todo lo que ha hecho el Almirantazgo y cargo completamente con mi parte de culpa».

Lloyd George, cuya perorata había interrumpido Churchill, respondió agudamente: «El honorable caballero no debería intentar convertirse en una especie de refugio antiaéreo para impedir que la metralla de las bombas hagan daño a sus colegas».

El mea culpa entonado por Churchill no fue más que el primer capítulo de una falsa misión de salvamento, destinada calculadamente a fracasar, pero con la que también pretendía ganarse a sus colegas mediante una conmovedora muestra de lealtad, una ocasión de oro, pues, de demostrar hasta qué punto podía tener dotes de primer ministro cuando se lo proponía, y al mismo tiempo una oportunidad excelente de sugerir de forma velada su nombre en la carrera hacia la presidencia del gobierno que estaba a punto de celebrarse.

Cuando por fin llegó su turno de palabra —y hablaría largo y tendido—, los rebeldes prestaron atentamente oídos, llenos de expectación, esperando escuchar frases inmortales de condena, pero de sus labios no salió ninguna palabra inmortal, en realidad no dijo nada que el propio Chamberlain no hubiera podido escribir sobre su lápida. Por el contrario, Churchill pronunció un encomio tan exquisitamente vago que consiguió dar al primer ministro justamente lo que pretendía: demasiado poco y demasiado tarde. La perorata salvadora que Winston habría podido soltar se reservaba a todas luces para otro día, para otro momento. Pues ya tenía discursos fermentando en la bodega, frases que iba ensayando en silencio, y que habrían resultado útiles para un propósito más espectacular en los días que estaban por venir y que no valía la pena malgastar ahora.

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