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Si Dios me quita la vida (10)

Gabriel Arana Fuentes
14 de enero, 2018

Estas son las Crónicas policiales del Comisario Wenceslao Pérez Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

La Dolorosa, mucha comida y tráfico de información

Lo que el comisario Wenceslao Pérez Chanán vio en a grabación fue lo siguiente:

Destacaba una fila de entre doce y quince personas. A la mitad de la cola, el comisario reconoció a Bernardino a quien hasta ese momento solamente había visto muerto o en fotografía.

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El hombre vestía la misma ropa con la que fue encontrado en la escena del crimen. Con su brazo derecho cargaba una canasta de plástico entre la que se asfixiaban varios sixpack de cerveza. Sin lugar a dudas, Bernardino había acudido en solitario al supermercado. El hombre también arrastraba otra canastilla repleta de bolsas con frituras, nachos y bocas.

Cuando Bernardino estaba por llegar a la caja, comenzó a palpar sus ropas como buscando algo desesperadamente. En seguida sacó su teléfono celular, realizó una llamada.

Evidentemente se carcajeaba con su interlocutor. Guardó el aparato, subió las canastas al mostrador y sacó su billetera. Tras recibir todo en bolsas plásticas, lo cargó, giró sobre sus talones y caminó hasta que poco a poco se fue perdiendo del alcance de la cámara.

Tras verificar un par de minutos más, el comisario le expresó al tipo que lo ayudaba que necesitaría una copia de todo ese día y que más tarde llegaría un agente a recogerla.

El comisario se despidió del gerente y luego se dirigió a la caja, donde pagó por una bolsa de maní garapiñado y una grapette. Al salir al parqueo sintió de nuevo el golpe del calor.

Sus poros, en coro, comenzaron a lanzar sudor por todos lados. Se sentó abrió la gaseosa y dio varios sorbos. El último de ellos le llegó hasta el dedo gordo del pie, justo en donde lo esperaba ansioso el ácido úrico, ya cristalizado.

Metió el acelerador, salió del Periférico, condujo por las avenidas del centro hasta enfilar hacia el Palacio de la Policía.

Wenceslao subió sofocado los tres pisos, hasta que ingresó a su oficina. Julia, su secretaria, lo esperaba con una taza de café, la cual rechazó de inmediato el comisario. Le pidió que realizara varias llamadas y que designara a alguien para recoger la cinta en el supermercado.

Julia intentó decirle que el Ministro se encontraba muy interesado en la investigación sobre la banda que robaba camionetillas BMW y del esclarecimiento de la masacre en casa de la familia Figueroa.

Wenceslao no le prestó mucha atención. Lo que sí hizo fue encender su computadora. Julia lo volvió a interrumpir para decirle que tenía varios días sin revisar su correo electrónico.

El comisario no era muy ducho para eso. Recibía pocos mensajes de amigos policías o detectives de otros continentes. Quien más le escribía era el escritor de novelas policiales Arthur Koestler, un centroamericano nacido en Estados Unidos, que años atrás realizó un viaje por estas tierras.

Fue objeto de asalto y por eso se conoció con Wenceslao, ya que capturaron a los ladrones y recuperaron sus pertenencias. El comisario lo invitó a su casa por un par de días y luego, Koestler, prosiguió su periplo por América Central. Finalmente, en Costa Rica fue encerrado en prisión involucrado en narcotráfico.

Wenceslao creía en su inocencia y por eso continuaba su amistad con el desdichado, quien desde la cárcel de Heredia, le escribía al comisario. Algunas veces Wenceslao le contaba de sus casos, para que el escritor se inventara alguna historia policial.

El comisario confirmó que no había mensajes para él, se trabó su gorrito y salió hacia la reunión con Enio y Fabio. Esas reuniones eran muy importantes y por esa razón no las realizaban dentro de la institución.

Preferían utilizar el comedor La Dolorosa, que se ubicaba a pocos metros del Palacio de la Policía y donde los tres tenían un espacio privado para hablar. Además, la comida era una de las mejores de la zona central.

Su regordeta figura dejó atrás a Julia, a quien le avisó de la reunión y la que aprovechaba a escribir cuando su jefe no estaba; también dejó atrás la taza de café sin haber sido tocada por sus labios.

Lo que sí pasaban por entre sus labios y trituraban sus dientes eran los maní garapiñados que caían entre su boca al mismo ritmo con que Wenceslao descendía las gradas.

Salió del edificio y tras esquivar vendedores, tramitadores, lustradores y demás entró a La Dolorosa. Tras saludar a doña Carmen y preguntar por el menú, entró al reservado. Enio se levantó de inmediato y le hizo un saludo reverencial.

Sin lugar a dudas iba a ser una reunión gastronómica y de gran utilidad para la investigación.

Estas son las Crónicas policiales del Comisario W.P. Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

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Estas son las Crónicas policiales del Comisario Wenceslao Pérez Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

La Dolorosa, mucha comida y tráfico de información

Lo que el comisario Wenceslao Pérez Chanán vio en a grabación fue lo siguiente:

Destacaba una fila de entre doce y quince personas. A la mitad de la cola, el comisario reconoció a Bernardino a quien hasta ese momento solamente había visto muerto o en fotografía.

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El hombre vestía la misma ropa con la que fue encontrado en la escena del crimen. Con su brazo derecho cargaba una canasta de plástico entre la que se asfixiaban varios sixpack de cerveza. Sin lugar a dudas, Bernardino había acudido en solitario al supermercado. El hombre también arrastraba otra canastilla repleta de bolsas con frituras, nachos y bocas.

Cuando Bernardino estaba por llegar a la caja, comenzó a palpar sus ropas como buscando algo desesperadamente. En seguida sacó su teléfono celular, realizó una llamada.

Evidentemente se carcajeaba con su interlocutor. Guardó el aparato, subió las canastas al mostrador y sacó su billetera. Tras recibir todo en bolsas plásticas, lo cargó, giró sobre sus talones y caminó hasta que poco a poco se fue perdiendo del alcance de la cámara.

Tras verificar un par de minutos más, el comisario le expresó al tipo que lo ayudaba que necesitaría una copia de todo ese día y que más tarde llegaría un agente a recogerla.

El comisario se despidió del gerente y luego se dirigió a la caja, donde pagó por una bolsa de maní garapiñado y una grapette. Al salir al parqueo sintió de nuevo el golpe del calor.

Sus poros, en coro, comenzaron a lanzar sudor por todos lados. Se sentó abrió la gaseosa y dio varios sorbos. El último de ellos le llegó hasta el dedo gordo del pie, justo en donde lo esperaba ansioso el ácido úrico, ya cristalizado.

Metió el acelerador, salió del Periférico, condujo por las avenidas del centro hasta enfilar hacia el Palacio de la Policía.

Wenceslao subió sofocado los tres pisos, hasta que ingresó a su oficina. Julia, su secretaria, lo esperaba con una taza de café, la cual rechazó de inmediato el comisario. Le pidió que realizara varias llamadas y que designara a alguien para recoger la cinta en el supermercado.

Julia intentó decirle que el Ministro se encontraba muy interesado en la investigación sobre la banda que robaba camionetillas BMW y del esclarecimiento de la masacre en casa de la familia Figueroa.

Wenceslao no le prestó mucha atención. Lo que sí hizo fue encender su computadora. Julia lo volvió a interrumpir para decirle que tenía varios días sin revisar su correo electrónico.

El comisario no era muy ducho para eso. Recibía pocos mensajes de amigos policías o detectives de otros continentes. Quien más le escribía era el escritor de novelas policiales Arthur Koestler, un centroamericano nacido en Estados Unidos, que años atrás realizó un viaje por estas tierras.

Fue objeto de asalto y por eso se conoció con Wenceslao, ya que capturaron a los ladrones y recuperaron sus pertenencias. El comisario lo invitó a su casa por un par de días y luego, Koestler, prosiguió su periplo por América Central. Finalmente, en Costa Rica fue encerrado en prisión involucrado en narcotráfico.

Wenceslao creía en su inocencia y por eso continuaba su amistad con el desdichado, quien desde la cárcel de Heredia, le escribía al comisario. Algunas veces Wenceslao le contaba de sus casos, para que el escritor se inventara alguna historia policial.

El comisario confirmó que no había mensajes para él, se trabó su gorrito y salió hacia la reunión con Enio y Fabio. Esas reuniones eran muy importantes y por esa razón no las realizaban dentro de la institución.

Preferían utilizar el comedor La Dolorosa, que se ubicaba a pocos metros del Palacio de la Policía y donde los tres tenían un espacio privado para hablar. Además, la comida era una de las mejores de la zona central.

Su regordeta figura dejó atrás a Julia, a quien le avisó de la reunión y la que aprovechaba a escribir cuando su jefe no estaba; también dejó atrás la taza de café sin haber sido tocada por sus labios.

Lo que sí pasaban por entre sus labios y trituraban sus dientes eran los maní garapiñados que caían entre su boca al mismo ritmo con que Wenceslao descendía las gradas.

Salió del edificio y tras esquivar vendedores, tramitadores, lustradores y demás entró a La Dolorosa. Tras saludar a doña Carmen y preguntar por el menú, entró al reservado. Enio se levantó de inmediato y le hizo un saludo reverencial.

Sin lugar a dudas iba a ser una reunión gastronómica y de gran utilidad para la investigación.

Estas son las Crónicas policiales del Comisario W.P. Chanan. Comenzamos con Si Dios me quita la vida. El autor es Francisco Alejandro Méndez. República la publicará domingo a domingo. Para más información consultá el correo [email protected] o en Twitter: @elgranfascinado

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