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Belice es nuestro… vecino

Gabriel Arana Fuentes
11 de marzo, 2018

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar. Este ensayo sobre Belice es su aporte.

Al asegurar que “nuestros padres lucharon un día”, y nos toca seguir su ejemplo, el Tribunal Supremo Electoral promueve la consulta popular que busca la aprobación ciudadana al arbitrio de la Corte Internacional de La Haya sobre el diferendo territorial, marítimo e insular con Belice. Las urnas permanecerán abiertas desde el amanecer al atardecer del domingo 15 de abril.

Por ahí insisten en reclamar el territorio situado entre los ríos Sibún y Sarstún, cerca de 12 mil kilómetros cuadrados, al alegar que estaba fuera de los límites del enclave fundado por madereros ingleses a mediados del siglo XVII en territorio bajo nominal dominio español.

SUSCRIBITE A NUESTRO NEWSLETTER

Subrayo lo nominal: excepto el puerto de Trujillo y la bahía de Omoa, actual territorio hondureño, las costas caribeñas centroamericanas no fueron colonizadas por los españoles.

La falta de autoridad facilitó que los ingleses instalaran enclaves madereros (el brote de Belice surgió en los bosques de palo de tinte y caoba que rodeaban la desembocadura del río Wallis, o Belize), ocuparan las islas de la Bahía y crearan el reino de la Mosquitia (hoy repartido entre el departamento hondureño de Gracias a Dios y las zonas autónomas del Caribe Norte y Caribe Sur, de Nicaragua).

“La penetración no fue de golpe”, escribió el periodista Clemente Marroquín Rojas:

…fue una penetración constante, permanente, por la incapacidad de España para defenderse y defender sus posesiones americanas, sobre todo, en aquel fin de Siglo XVIII, cuando España comenzaba a agitarse por los sucesos de Francia y la necesidad de defender el territorio metropolitano de una Revolución parecida.

Nuestra desgracia administrativa ha sido siempre la de no cuidar de nuestros intereses territoriales. El Petén fue abandonado; su población disminuyó desde aquellos años y en un extenso territorio de más de cuarenta mil kilómetros cuadrados, era imposible detener, sin armas ni tropas suficientes, la constante penetración inglesa.

Si me preguntan, lo veo como un referendo para aprobar la gestión del presidente Jimmy Morales: al ser electo consideró que la pérdida de Belice es el hecho más deplorable en la historia del país y difundió un comunicado vía redes sociales donde aseguró que

“Belice es territorio guatemalteco” y todavía tenemos un diferendo territorial, sin ganas de pelear con los hermanos y vecinos, sino con el agrado y el deseo de decir, que no debemos desperdiciar ni despreciar, un centímetro de nuestra tierra, un centímetro de nuestro mar, un centímetro de aquello que nos une por herencia y por historia”. 

Pero ese deseo se olvida de una población que forjó nacionalidad propia en tres siglos de dominio inglés; no se podría asimilar en el caso de que parte del territorio cambiara de mapa. Más bien nos mira con recelo.

Tras observar las calles empolvadas, las viviendas destartaladas y la pobreza que aflige a la mayoría de habitantes de Melchor de Mencos, municipio petenero fronterizo con el pueblo beliceño de Benque Viejo del Carmen, la poeta Ana María Rodas escribe:

Pasar a Belice es entrar en otro mundo. Un mundo de verdor absoluto, con el terreno a los lados de la carretera cubierto de grama, casas bien tenidas de madera a intervalos, pequeñas poblaciones en magnífico estado y por todos lados, inmensos terrenos sembrados con frutos cítricos: naranjas, limas, pomelos, toronjas…

Las personas que pasan, o trabajan el campo, están vestidos de manera sencilla pero limpia y digna. Los lugares se notan pacíficos.

No me extraña que los beliceños no quieran nada con Guatemala

Y al advertir que no existe unidad nacional en el país, dado el rompecabezas étnico y el dominio que sectores criollos y mestizos ejercen sobre la vasta mayoría indígena, el escritor Mario Monteforte Toledo asienta:

Son diversas las manipulaciones ideológicas para infundir la creencia en la igualdad y en la comunidad de intereses entre todos los guatemaltecos: los temas de mayor incidencia son Belice, Centroamérica, “la defensa de la patria contra el comunismo” y últimamente, “el peligro mexicano”. Cada vez que los gobiernos exteriores se sentían débiles acudían a la agitación de esas banderas. Pero nunca hubo entre los beliceños simpatías hacia Guatemala, cuya situación permanente era la dictadura, la discriminación racial y la infame situación de los de abajo. Inglaterra fue el único imperio que se las ingenió para dejar entre sus súbditos cierta nostalgia por la colonia. Decididamente, creer en la libertad y sobre todo practicarla no es fácil. El hecho es que la Gran Bretaña continúa instalada en Belice económica y políticamente, y aún militarmente como guardián de su soberanía. (El cursivo es mío).

Irónico, Monteforte advierte que “así acaba el cuento de que ‘Belice es nuestro’, del que hicieron cuestión de honor algunos grupos castrenses y del que medró muchos años una burocracia diplomática ‘especializada’”.

Quizá te interese: Departamento de Toledo, año uno

Bajo ese cuento crecimos cantidad de personas.

En diccionarios geográficos de la época se alude al territorio guatemalteco de Belice, detentado ilegalmente por Inglaterra. El ingeniero Francisco Vela lo incluyó con todo detalle en el mapa en relieve que construyó cerca del Hipódromo del Norte; el terremoto de 1976 impidió que el presidente Kjell Eugenio Laugerud García ordenara invadirlo; nos salvamos de una paliza al estilo Malvinas 1982. Y los reclamos no impedían el diario contrabando de productos en la frontera, dirigido por personajes como los descritos por Virgilio Rodríguez Macal en los primeros capítulos de su novela Carazamba:

Míster Burguess, que unos decían inglés y otros suizo, era un hombre turbio y misterioso. Había llegado al país hacía cinco años y trabajaba en madera. Sus negocios prosperaban enormemente y pronto se convirtió en el magnate de la costa Atlántica (…) Contrabandeaba cuanto podía a través de la frontera beliceña: sacaba madera y chicle de Guatemala e introducía en cambio, whisky y cuanta mercadería inglesa podía. Se hablaba de grandes intereses comunes con personajes de las autoridades fronterizas de Benque Viejo y de Lívingston, a donde llegaban, en noches oscuras, sus lanchas con el contrabando beliceño.

Ubicado a treinta kilómetros vía marítima de Punta Gorda, capital del distrito beliceño de Toledo, Lívingston aporta escenarios para el tercio abridor de la primera novela escrita por Rodríguez Macal. El mestizaje entre americanos, africanos y europeos dio características propias a la zona: “Ambulaba por las calles del heterogéneo Lívingston, perdido entre la muchedumbre negra, mulata y zamba, en donde los idiomas se mezclaban y degeneraban bárbaramente en una babel de español, inglés pésimo, quecchí y caribe…”.

El narrador, dedicado al corte y la venta de maderas preciosas, pasa unos días en el pueblo donde disuelve su cuadrilla, recompensa a sus trabajadores y vende su maquinaria. En eso cae en la mira de la mujer que da su sobrenombre a la novela. Ocurre durante el paseo organizado por el jefe político del departamento de Izabal a los cayos situados cerca de la boca del Sarstún. Mientras navegan, el paisaje reluce así:

El mar rutilaba de sol y no había diferencia entre éste y el cielo inmaculado. El azul profundo del firmamento se diluía en el horizonte en un tono más pálido pero intensamente brillante y por allí también el mar cambiaba su azul por un verde esmeraldino (…). 

De vez en cuando, y como flotando en el agua, aparecían los cayos, cubiertos de cocales y palmeras… El verdor entonces parecía más intenso, como si el color tratara allí de superarse para no quedar esfuminado en el azul luminoso del Caribe.

Y la cercanía entre Petén y Belice facilitó la asimilación de palabras inglesas al español, como lo menciona el narrador mientras se abre paso entre raíces, bejucos y troncos que se pudren en el suelo: “Al cabo de un rato, llegamos a un caño de agua dormida, que iba culebreando entre la selva. Era un ‘cric’, como le dicen en El Petén a aquellas vías de agua, castellanizando el nombre inglés de ‘creek’ que le dan los beliceños”.

Ahí los tenemos cerca, sin saber mayor cosa salvo las movilizaciones de soldados cuando tropas beliceñas matan a algún campesino en la zona de adyacencia (del lado de acá), o la captura de guatemaltecos dedicados al corte ilegal de árboles en el parque nacional Chiquibul (del lado de allá).

Hacia ese límite sin definir se asoma el protagonista del cuento “Arena blanca, piedra negra”, escrito por Eduardo Halfon. Maneja un viejo Saab color zafiro prestado por un amigo para viajar hasta Belmopán, la capital beliceña, y se dice: “Viajar por tierra había sido idea mía, para conocer esa ruta, para conocer las hermosas playas de arena blanca de Belice, el idílico mar azul turquesa de Belice, una idea que ahora, tras comprobar la distancia y el estado tan paupérrimo de la carretera, empezaba a cuestionar”.

Llega a Melchor de Mencos y pasa a la oficina de migración a tramitar el pase. Lo atiende un oficial veinteañero; le pregunta por qué quiere ir a Belice. El protagonista, invitado a dar una lectura en la universidad de Belmopán (¿será un anglicismo por lecture, conferencia o discurso pronunciado ante un auditorio según define el diccionario Merriam-Webster?), le dice que va a visitar a unos amigos en Belice. Cuando le preguntan por su profesión, responde “ingeniero”. Y mientras espera el sello que le autorice la salida del país, describe:

Afuera estaba nublado y denso y el cielo parecía a punto de reventar. Tras secarme la frente con la mano, me puse a mirar un inmenso mapa de Guatemala colgado en la pared, justo detrás del oficial de migración, y recordé cuando de niño, en los años setenta, había ganado un premio en el colegio por hacer el mejor dibujo del mapa nacional.

Mi dibujo, por supuesto, aún incluía al entonces departamento de Belice, el más grande, ubicado en el extremo norte del país. No sería hasta 1981 cuando Belice lograría su independencia –y hasta 1992 cuando esta fuese reconocida oficialmente por Guatemala–, dejando así de formar la parte superior de aquel mapa que yo aprendí a dibujar de niño.

El reconocimiento de la existencia de Belice por Guatemala ocurrió en septiembre de 1991, bajo la presidencia del ingeniero Jorge Serrano Elías –huido a Panamá–, y la gestión del bachiller Álvaro Arzú Irigoyen –alcalde perpetuo de la Ciudad de Guatemala– como ministro de Relaciones Exteriores.

Hay que reconocerlo: todas esas líneas trazadas a regla y lápiz afean el mapa del país. Al incluir a Belice daba la ilusión de asomar la vista al Caribe; la línea de adyacencia se interpuso cual edificio que tapa el paisaje dominado por el volcán de Agua. Esa línea, ratificada por el tratado de límites firmado en 1859, según lo relató la investigadora mexicana María Emilia Paz Salinas, se trazó así:

Queda convenido entre la República de Guatemala y Su Majestad Británica que los límites entre la República y el Establecimiento y posesiones Británicas en la Bahía de Honduras como existían antes del 1 de enero de 1850 y en aquel día han continuado existiendo hasta el presente fueron y son las siguientes:

Comenzando en la boca del Río Sarstoon en la Bahía de Honduras y remontando la madre del Río hasta los Raudales de Gracias a Dios; volviendo después a la derecha y continuando por una línea recta tirada desde los Raudales de Gracias a Dios hasta los de Garbut en el Río Belice, y desde los Raudales de Garbut, y desde los Raudales de Garbut, Norte derecho, hasta donde toca con la frontera mexicana.

 Queda convenido y declarado entre las altas partes contratantes que todo el territorio al Norte y Este de la línea de límites arriba señalados, pertenece a Su Majestad Británica; y que todo el territorio al Sur y Oeste de la misma pertenece a la República de Guatemala.

Don Pedro de Aycinena, ministro de Relaciones Exteriores, firmó por la parte guatemalteca; sir Charles Lennox Wyke, enviado extraordinario, representó a los ingleses.

El tratado fue ratificado por el gobierno de Rafael Carrera el 1 de mayo de 1859 y por la Corona británica el 12 de junio del mismo año. El resto lo sabemos: Inglaterra no cumplió con la carretera a la costa caribeña, ofrecida como compensación por apropiarse de tierras al sur del río Sibún (de haberse construido, apunta Marroquín Rojas, “de nada nos habría servido. A los pocos años habría estado abandonada, poblada de vegetación y perdida para el comercio”), y Guatemala reactiva sus reclamos cuando el Gobierno necesita evadir al escrutinio de la opinión pública.

No se ilusione en vano: Belice no le cederá al país ni un centímetro de su suelo, ni una gota de mar y ni siquiera un pedacito de hierba. Aunque la consulta del 15 de abril tuviera una participación masiva, tocaría esperar que el gobierno beliceño convoque a sus pobladores a las urnas y el respaldo al arbitrio internacional supere el 60 por ciento de apoyo, lo que nunca se conseguirá.

La política exterior guatemalteca volverá a fracasar; el dinero destinado a la impresión de papeletas y el pago de delegados de mesa se gastó por gusto.

Y si tuvo la paciencia de seguirme hasta acá, sepa que abomino de los nacionalismos, deploro su uso para apuntalar a un gobierno débil y, anglófilo que soy, me gusta estar cerca de un país bajo la soberanía nominal de la reina Isabel II, cuya era parió la gran canción popular de habla inglesa forjada por los Beatles, secundada por los Rolling Stones, proseguida por The Who, refinada por The Kinks, coreada por los Bee Gees, relatada por Eric Burdon, vociferada por Joe Cocker, dramatizada por David Bowie, intelectualizada por Roger Waters y ramificada hasta el siglo XXI en la voz de Amy Winehouse.

Acéptelo de una vez: Belice es nuestro vecino.

No se complique la existencia: tiéndale la mano.

Por algo se empieza.

Bibliografía

  • HALFON, Eduardo, Signor Hoffman, Libros del Asteroide, Barcelona, 2015.
  • MARROQUÍN ROJAS, Clemente, México jamás ha poseído territorio propio al sur del Río Hondo, Editorial del Ejército, Guatemala, 1962.
  • MONTEFORTE TOLEDO, Mario, Palabras del retorno, Editorial Piedra Santa, Guatemala, 1992.
  • PAZ SALINAS, María Elena, Belize, el despertar de una nación, Siglo XXI Editores, México, 1979.
  • RODAS, Ana María, “Aceite de palma ¿y la salud?”, suplemento elAcordeón, elPeriódico, Guatemala, 11 de febrero de 2018.
  • RODRÍGUEZ MACAL, Virgilio, Carazamba, Editorial Piedra Santa, Guatemala, sin fecha.

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Gabriel Arana Fuentes
11 de marzo, 2018

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar. Este ensayo sobre Belice es su aporte.

Al asegurar que “nuestros padres lucharon un día”, y nos toca seguir su ejemplo, el Tribunal Supremo Electoral promueve la consulta popular que busca la aprobación ciudadana al arbitrio de la Corte Internacional de La Haya sobre el diferendo territorial, marítimo e insular con Belice. Las urnas permanecerán abiertas desde el amanecer al atardecer del domingo 15 de abril.

Por ahí insisten en reclamar el territorio situado entre los ríos Sibún y Sarstún, cerca de 12 mil kilómetros cuadrados, al alegar que estaba fuera de los límites del enclave fundado por madereros ingleses a mediados del siglo XVII en territorio bajo nominal dominio español.

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Subrayo lo nominal: excepto el puerto de Trujillo y la bahía de Omoa, actual territorio hondureño, las costas caribeñas centroamericanas no fueron colonizadas por los españoles.

La falta de autoridad facilitó que los ingleses instalaran enclaves madereros (el brote de Belice surgió en los bosques de palo de tinte y caoba que rodeaban la desembocadura del río Wallis, o Belize), ocuparan las islas de la Bahía y crearan el reino de la Mosquitia (hoy repartido entre el departamento hondureño de Gracias a Dios y las zonas autónomas del Caribe Norte y Caribe Sur, de Nicaragua).

“La penetración no fue de golpe”, escribió el periodista Clemente Marroquín Rojas:

…fue una penetración constante, permanente, por la incapacidad de España para defenderse y defender sus posesiones americanas, sobre todo, en aquel fin de Siglo XVIII, cuando España comenzaba a agitarse por los sucesos de Francia y la necesidad de defender el territorio metropolitano de una Revolución parecida.

Nuestra desgracia administrativa ha sido siempre la de no cuidar de nuestros intereses territoriales. El Petén fue abandonado; su población disminuyó desde aquellos años y en un extenso territorio de más de cuarenta mil kilómetros cuadrados, era imposible detener, sin armas ni tropas suficientes, la constante penetración inglesa.

Si me preguntan, lo veo como un referendo para aprobar la gestión del presidente Jimmy Morales: al ser electo consideró que la pérdida de Belice es el hecho más deplorable en la historia del país y difundió un comunicado vía redes sociales donde aseguró que

“Belice es territorio guatemalteco” y todavía tenemos un diferendo territorial, sin ganas de pelear con los hermanos y vecinos, sino con el agrado y el deseo de decir, que no debemos desperdiciar ni despreciar, un centímetro de nuestra tierra, un centímetro de nuestro mar, un centímetro de aquello que nos une por herencia y por historia”. 

Pero ese deseo se olvida de una población que forjó nacionalidad propia en tres siglos de dominio inglés; no se podría asimilar en el caso de que parte del territorio cambiara de mapa. Más bien nos mira con recelo.

Tras observar las calles empolvadas, las viviendas destartaladas y la pobreza que aflige a la mayoría de habitantes de Melchor de Mencos, municipio petenero fronterizo con el pueblo beliceño de Benque Viejo del Carmen, la poeta Ana María Rodas escribe:

Pasar a Belice es entrar en otro mundo. Un mundo de verdor absoluto, con el terreno a los lados de la carretera cubierto de grama, casas bien tenidas de madera a intervalos, pequeñas poblaciones en magnífico estado y por todos lados, inmensos terrenos sembrados con frutos cítricos: naranjas, limas, pomelos, toronjas…

Las personas que pasan, o trabajan el campo, están vestidos de manera sencilla pero limpia y digna. Los lugares se notan pacíficos.

No me extraña que los beliceños no quieran nada con Guatemala

Y al advertir que no existe unidad nacional en el país, dado el rompecabezas étnico y el dominio que sectores criollos y mestizos ejercen sobre la vasta mayoría indígena, el escritor Mario Monteforte Toledo asienta:

Son diversas las manipulaciones ideológicas para infundir la creencia en la igualdad y en la comunidad de intereses entre todos los guatemaltecos: los temas de mayor incidencia son Belice, Centroamérica, “la defensa de la patria contra el comunismo” y últimamente, “el peligro mexicano”. Cada vez que los gobiernos exteriores se sentían débiles acudían a la agitación de esas banderas. Pero nunca hubo entre los beliceños simpatías hacia Guatemala, cuya situación permanente era la dictadura, la discriminación racial y la infame situación de los de abajo. Inglaterra fue el único imperio que se las ingenió para dejar entre sus súbditos cierta nostalgia por la colonia. Decididamente, creer en la libertad y sobre todo practicarla no es fácil. El hecho es que la Gran Bretaña continúa instalada en Belice económica y políticamente, y aún militarmente como guardián de su soberanía. (El cursivo es mío).

Irónico, Monteforte advierte que “así acaba el cuento de que ‘Belice es nuestro’, del que hicieron cuestión de honor algunos grupos castrenses y del que medró muchos años una burocracia diplomática ‘especializada’”.

Quizá te interese: Departamento de Toledo, año uno

Bajo ese cuento crecimos cantidad de personas.

En diccionarios geográficos de la época se alude al territorio guatemalteco de Belice, detentado ilegalmente por Inglaterra. El ingeniero Francisco Vela lo incluyó con todo detalle en el mapa en relieve que construyó cerca del Hipódromo del Norte; el terremoto de 1976 impidió que el presidente Kjell Eugenio Laugerud García ordenara invadirlo; nos salvamos de una paliza al estilo Malvinas 1982. Y los reclamos no impedían el diario contrabando de productos en la frontera, dirigido por personajes como los descritos por Virgilio Rodríguez Macal en los primeros capítulos de su novela Carazamba:

Míster Burguess, que unos decían inglés y otros suizo, era un hombre turbio y misterioso. Había llegado al país hacía cinco años y trabajaba en madera. Sus negocios prosperaban enormemente y pronto se convirtió en el magnate de la costa Atlántica (…) Contrabandeaba cuanto podía a través de la frontera beliceña: sacaba madera y chicle de Guatemala e introducía en cambio, whisky y cuanta mercadería inglesa podía. Se hablaba de grandes intereses comunes con personajes de las autoridades fronterizas de Benque Viejo y de Lívingston, a donde llegaban, en noches oscuras, sus lanchas con el contrabando beliceño.

Ubicado a treinta kilómetros vía marítima de Punta Gorda, capital del distrito beliceño de Toledo, Lívingston aporta escenarios para el tercio abridor de la primera novela escrita por Rodríguez Macal. El mestizaje entre americanos, africanos y europeos dio características propias a la zona: “Ambulaba por las calles del heterogéneo Lívingston, perdido entre la muchedumbre negra, mulata y zamba, en donde los idiomas se mezclaban y degeneraban bárbaramente en una babel de español, inglés pésimo, quecchí y caribe…”.

El narrador, dedicado al corte y la venta de maderas preciosas, pasa unos días en el pueblo donde disuelve su cuadrilla, recompensa a sus trabajadores y vende su maquinaria. En eso cae en la mira de la mujer que da su sobrenombre a la novela. Ocurre durante el paseo organizado por el jefe político del departamento de Izabal a los cayos situados cerca de la boca del Sarstún. Mientras navegan, el paisaje reluce así:

El mar rutilaba de sol y no había diferencia entre éste y el cielo inmaculado. El azul profundo del firmamento se diluía en el horizonte en un tono más pálido pero intensamente brillante y por allí también el mar cambiaba su azul por un verde esmeraldino (…). 

De vez en cuando, y como flotando en el agua, aparecían los cayos, cubiertos de cocales y palmeras… El verdor entonces parecía más intenso, como si el color tratara allí de superarse para no quedar esfuminado en el azul luminoso del Caribe.

Y la cercanía entre Petén y Belice facilitó la asimilación de palabras inglesas al español, como lo menciona el narrador mientras se abre paso entre raíces, bejucos y troncos que se pudren en el suelo: “Al cabo de un rato, llegamos a un caño de agua dormida, que iba culebreando entre la selva. Era un ‘cric’, como le dicen en El Petén a aquellas vías de agua, castellanizando el nombre inglés de ‘creek’ que le dan los beliceños”.

Ahí los tenemos cerca, sin saber mayor cosa salvo las movilizaciones de soldados cuando tropas beliceñas matan a algún campesino en la zona de adyacencia (del lado de acá), o la captura de guatemaltecos dedicados al corte ilegal de árboles en el parque nacional Chiquibul (del lado de allá).

Hacia ese límite sin definir se asoma el protagonista del cuento “Arena blanca, piedra negra”, escrito por Eduardo Halfon. Maneja un viejo Saab color zafiro prestado por un amigo para viajar hasta Belmopán, la capital beliceña, y se dice: “Viajar por tierra había sido idea mía, para conocer esa ruta, para conocer las hermosas playas de arena blanca de Belice, el idílico mar azul turquesa de Belice, una idea que ahora, tras comprobar la distancia y el estado tan paupérrimo de la carretera, empezaba a cuestionar”.

Llega a Melchor de Mencos y pasa a la oficina de migración a tramitar el pase. Lo atiende un oficial veinteañero; le pregunta por qué quiere ir a Belice. El protagonista, invitado a dar una lectura en la universidad de Belmopán (¿será un anglicismo por lecture, conferencia o discurso pronunciado ante un auditorio según define el diccionario Merriam-Webster?), le dice que va a visitar a unos amigos en Belice. Cuando le preguntan por su profesión, responde “ingeniero”. Y mientras espera el sello que le autorice la salida del país, describe:

Afuera estaba nublado y denso y el cielo parecía a punto de reventar. Tras secarme la frente con la mano, me puse a mirar un inmenso mapa de Guatemala colgado en la pared, justo detrás del oficial de migración, y recordé cuando de niño, en los años setenta, había ganado un premio en el colegio por hacer el mejor dibujo del mapa nacional.

Mi dibujo, por supuesto, aún incluía al entonces departamento de Belice, el más grande, ubicado en el extremo norte del país. No sería hasta 1981 cuando Belice lograría su independencia –y hasta 1992 cuando esta fuese reconocida oficialmente por Guatemala–, dejando así de formar la parte superior de aquel mapa que yo aprendí a dibujar de niño.

El reconocimiento de la existencia de Belice por Guatemala ocurrió en septiembre de 1991, bajo la presidencia del ingeniero Jorge Serrano Elías –huido a Panamá–, y la gestión del bachiller Álvaro Arzú Irigoyen –alcalde perpetuo de la Ciudad de Guatemala– como ministro de Relaciones Exteriores.

Hay que reconocerlo: todas esas líneas trazadas a regla y lápiz afean el mapa del país. Al incluir a Belice daba la ilusión de asomar la vista al Caribe; la línea de adyacencia se interpuso cual edificio que tapa el paisaje dominado por el volcán de Agua. Esa línea, ratificada por el tratado de límites firmado en 1859, según lo relató la investigadora mexicana María Emilia Paz Salinas, se trazó así:

Queda convenido entre la República de Guatemala y Su Majestad Británica que los límites entre la República y el Establecimiento y posesiones Británicas en la Bahía de Honduras como existían antes del 1 de enero de 1850 y en aquel día han continuado existiendo hasta el presente fueron y son las siguientes:

Comenzando en la boca del Río Sarstoon en la Bahía de Honduras y remontando la madre del Río hasta los Raudales de Gracias a Dios; volviendo después a la derecha y continuando por una línea recta tirada desde los Raudales de Gracias a Dios hasta los de Garbut en el Río Belice, y desde los Raudales de Garbut, y desde los Raudales de Garbut, Norte derecho, hasta donde toca con la frontera mexicana.

 Queda convenido y declarado entre las altas partes contratantes que todo el territorio al Norte y Este de la línea de límites arriba señalados, pertenece a Su Majestad Británica; y que todo el territorio al Sur y Oeste de la misma pertenece a la República de Guatemala.

Don Pedro de Aycinena, ministro de Relaciones Exteriores, firmó por la parte guatemalteca; sir Charles Lennox Wyke, enviado extraordinario, representó a los ingleses.

El tratado fue ratificado por el gobierno de Rafael Carrera el 1 de mayo de 1859 y por la Corona británica el 12 de junio del mismo año. El resto lo sabemos: Inglaterra no cumplió con la carretera a la costa caribeña, ofrecida como compensación por apropiarse de tierras al sur del río Sibún (de haberse construido, apunta Marroquín Rojas, “de nada nos habría servido. A los pocos años habría estado abandonada, poblada de vegetación y perdida para el comercio”), y Guatemala reactiva sus reclamos cuando el Gobierno necesita evadir al escrutinio de la opinión pública.

No se ilusione en vano: Belice no le cederá al país ni un centímetro de su suelo, ni una gota de mar y ni siquiera un pedacito de hierba. Aunque la consulta del 15 de abril tuviera una participación masiva, tocaría esperar que el gobierno beliceño convoque a sus pobladores a las urnas y el respaldo al arbitrio internacional supere el 60 por ciento de apoyo, lo que nunca se conseguirá.

La política exterior guatemalteca volverá a fracasar; el dinero destinado a la impresión de papeletas y el pago de delegados de mesa se gastó por gusto.

Y si tuvo la paciencia de seguirme hasta acá, sepa que abomino de los nacionalismos, deploro su uso para apuntalar a un gobierno débil y, anglófilo que soy, me gusta estar cerca de un país bajo la soberanía nominal de la reina Isabel II, cuya era parió la gran canción popular de habla inglesa forjada por los Beatles, secundada por los Rolling Stones, proseguida por The Who, refinada por The Kinks, coreada por los Bee Gees, relatada por Eric Burdon, vociferada por Joe Cocker, dramatizada por David Bowie, intelectualizada por Roger Waters y ramificada hasta el siglo XXI en la voz de Amy Winehouse.

Acéptelo de una vez: Belice es nuestro vecino.

No se complique la existencia: tiéndale la mano.

Por algo se empieza.

Bibliografía

  • HALFON, Eduardo, Signor Hoffman, Libros del Asteroide, Barcelona, 2015.
  • MARROQUÍN ROJAS, Clemente, México jamás ha poseído territorio propio al sur del Río Hondo, Editorial del Ejército, Guatemala, 1962.
  • MONTEFORTE TOLEDO, Mario, Palabras del retorno, Editorial Piedra Santa, Guatemala, 1992.
  • PAZ SALINAS, María Elena, Belize, el despertar de una nación, Siglo XXI Editores, México, 1979.
  • RODAS, Ana María, “Aceite de palma ¿y la salud?”, suplemento elAcordeón, elPeriódico, Guatemala, 11 de febrero de 2018.
  • RODRÍGUEZ MACAL, Virgilio, Carazamba, Editorial Piedra Santa, Guatemala, sin fecha.

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