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El sector productivo y la Cicig (II)

Redacción República
21 de marzo, 2018

Una vez más, el sector productivo se ha escindido públicamente.

De una parte, la más vociferante, y desde siempre muy involucrada en la cosa pública, ha puesto de manifiesto su vehemente oposición al actual Presidente de la República, so pretexto de la lucha “contra la corrupción” en abstracto y simultáneamente se han solidarizados con las personas y actuaciones de Iván Velázquez y de Thelma Aldana.

De la otra, en la cual me incluyo, un grueso caudal de hombres y mujeres comunes y corrientes, que no estamos de acuerdo en absoluto ni con esos de adentro ni con los advenedizos que nos han llegado del extranjero.

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Y así el ruido mediático se ha vuelto ensordecedor. Nada favorable a la reflexión serena e inteligente sobre la realidad.

Por supuesto, todos tenemos derecho a exteriorizar nuestras opiniones, aunque ello en absoluto nos garantice lo moralmente correcto, o lo pragmáticamente acertado de nuestras posiciones respectivas.

Por ejemplo, entre los nada sectarios, me atrevo a contar con la figura pública de un Cesar García, expresidente en su día del CACIF. Y también, tangencialmente, con la del Nuncio papal, Nicolas Thevenin, pues ambos han aludido, cada uno a su estilo, pero con mucho tacto y discreción a la razón última de nuestro actual desasosiego colectivo: la intromisión injustificada desde el extranjero por medio de la CICIG, y muy en particular el de su actual Comisionado, el activista colombiano Iván Velázquez.

Pero ahora a este exponente del Foro de Sao Paulo y de las cínicas maquinaciones de George Soros, se suman en una forma nada discreta ni bien razonada empresarios por demás exitosos y de todos muy conocidos, y que en algún momento en el plano personal hasta llegué a tenerlos por ideológicamente afines.

Para entenderlo, quiero adentrarme en las premisas de lo más lógico y a un tiempo históricamente remoto: que la actividad empresarial ha sido, y es, la menos entendida por los demás participantes en el mercado. En otras palabras, por todos los no-comerciantes que, sin embargo, nos vemos inmersos a diario entre los ajustes deliberados de la oferta y de la demanda. Y eso desde los inicios de la civilización urbana, incluida, entre las primeras, la de la Atenas clásica, por ejemplo.

A este respecto me permito recomendar de nuevo la lectura de la obra del Premio Nobel de economía Sir John Hicks “A Theory Economics History” (Oxford University Press, 1969).

Por otra parte no es menos de todos conocido que la impartición de la justicia es la tarea más ardua y difícil que pueda emprender cualquier ser humano. Por eso, es de requerirse la máxima cautela en quienes se delega la autoridad para impartirla y de exigirles su mejor preparación profesional posible para ejercerla. Es más, esa administración de la justicia sirve como la justificación última para la existencia del mismísimo Estado.

Todas las demás funciones que solemos encomendar a ese monopolio legal del uso de la fuerza que llamamos Estado son de secundaria importancia comparadas con esa obligación suprema de impartir justicia igual para todos y pronta.

La CICIG para nada ha llenado esa función última y suprema.

Y así, tomar a la ligera, es decir, como si se tratara de otra mera alternativa política el tema de la justicia, se ha evidenciado como la más garrafal y la más destructiva de las equivocaciones ciudadanas.
Esa relativa despreocupación por parte de algunos empresarios en torno a este nervio ético de toda sociedad organizada la tengo por la omisión menos justificable de todas. Ello lo atribuyo a un analfabetismo axiológico que nos condena a todos, principalmente a los empresarios, en mayor o menor grado.

A esta monstruosidad en adultos habría que añadir esa otra experiencia no menos universal: las tensiones que inevitablemente surgen entre gobernantes y gobernados o, lo que es lo mismo, entre reguladores y regulados. Y así se explican, por ejemplo, tantos reiterados y recíprocos cobros rencorosos de facturas por saldar entre funcionarios públicos y contribuyentes al fisco o, peor aún, por añadidura entre los poderes extranjeros y las autoridades nacionales.

Y así, se entiende mejor por qué el sector productivo se halle en conflicto quasi permanente con las autoridades estatales del momento, cuanto más si se trata de una autoridad que les resulta del todo ajena.

Es evidente no menos a la inversa los enojos ocasionales por parte de buenos funcionarios y servidores del Estado frente a los abusos y astutas tropelías de los más osados entre los empresarios. Por ejemplo, aún recuerdo aquella cólera apenas reprimida de algunos ejecutivos criollos por lo acaecido en aquel “jueves negro” de infausta memoria bajo el gobierno de Alfonso Portillo… como tampoco el rasgamiento de vestiduras por algunos encargados del orden público ante las argucias de contrabandistas, de otros evasores de impuestos o de publicistas embusteros.
​Al fin y al cabo, nuestra perpetua condición humana, Marx o no Marx incluido.
Pues, repito: ¿quién no ha sido víctima alguna vez, particularmente en este mundo del subdesarrollo, de los caprichos obtusos, de las decisiones improvisadas por parte de poderosos, o hasta de extorsiones dinerarias por los mismos Jefes de Estado o de corporaciones exitosas, o de lo que resulta más abominable, por parte de magistrados y jueces?…

Y en el caso guatemalteco, todo tras ese parapeto absurdo del artículo 439 del Código Penal que equipara en abstracto al cohecho activo con el pasivo, lo que asegura que ninguna víctima de extorsión por cualquier funcionario, incluso por parte de los mismísimos fiscales del Ministerio Público o de ese extorsionista modélico de la CICIG, Iván, se atreva a denunciarlos…
(Continuará)

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

El sector productivo y la Cicig (II)

Redacción República
21 de marzo, 2018

Una vez más, el sector productivo se ha escindido públicamente.

De una parte, la más vociferante, y desde siempre muy involucrada en la cosa pública, ha puesto de manifiesto su vehemente oposición al actual Presidente de la República, so pretexto de la lucha “contra la corrupción” en abstracto y simultáneamente se han solidarizados con las personas y actuaciones de Iván Velázquez y de Thelma Aldana.

De la otra, en la cual me incluyo, un grueso caudal de hombres y mujeres comunes y corrientes, que no estamos de acuerdo en absoluto ni con esos de adentro ni con los advenedizos que nos han llegado del extranjero.

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Y así el ruido mediático se ha vuelto ensordecedor. Nada favorable a la reflexión serena e inteligente sobre la realidad.

Por supuesto, todos tenemos derecho a exteriorizar nuestras opiniones, aunque ello en absoluto nos garantice lo moralmente correcto, o lo pragmáticamente acertado de nuestras posiciones respectivas.

Por ejemplo, entre los nada sectarios, me atrevo a contar con la figura pública de un Cesar García, expresidente en su día del CACIF. Y también, tangencialmente, con la del Nuncio papal, Nicolas Thevenin, pues ambos han aludido, cada uno a su estilo, pero con mucho tacto y discreción a la razón última de nuestro actual desasosiego colectivo: la intromisión injustificada desde el extranjero por medio de la CICIG, y muy en particular el de su actual Comisionado, el activista colombiano Iván Velázquez.

Pero ahora a este exponente del Foro de Sao Paulo y de las cínicas maquinaciones de George Soros, se suman en una forma nada discreta ni bien razonada empresarios por demás exitosos y de todos muy conocidos, y que en algún momento en el plano personal hasta llegué a tenerlos por ideológicamente afines.

Para entenderlo, quiero adentrarme en las premisas de lo más lógico y a un tiempo históricamente remoto: que la actividad empresarial ha sido, y es, la menos entendida por los demás participantes en el mercado. En otras palabras, por todos los no-comerciantes que, sin embargo, nos vemos inmersos a diario entre los ajustes deliberados de la oferta y de la demanda. Y eso desde los inicios de la civilización urbana, incluida, entre las primeras, la de la Atenas clásica, por ejemplo.

A este respecto me permito recomendar de nuevo la lectura de la obra del Premio Nobel de economía Sir John Hicks “A Theory Economics History” (Oxford University Press, 1969).

Por otra parte no es menos de todos conocido que la impartición de la justicia es la tarea más ardua y difícil que pueda emprender cualquier ser humano. Por eso, es de requerirse la máxima cautela en quienes se delega la autoridad para impartirla y de exigirles su mejor preparación profesional posible para ejercerla. Es más, esa administración de la justicia sirve como la justificación última para la existencia del mismísimo Estado.

Todas las demás funciones que solemos encomendar a ese monopolio legal del uso de la fuerza que llamamos Estado son de secundaria importancia comparadas con esa obligación suprema de impartir justicia igual para todos y pronta.

La CICIG para nada ha llenado esa función última y suprema.

Y así, tomar a la ligera, es decir, como si se tratara de otra mera alternativa política el tema de la justicia, se ha evidenciado como la más garrafal y la más destructiva de las equivocaciones ciudadanas.
Esa relativa despreocupación por parte de algunos empresarios en torno a este nervio ético de toda sociedad organizada la tengo por la omisión menos justificable de todas. Ello lo atribuyo a un analfabetismo axiológico que nos condena a todos, principalmente a los empresarios, en mayor o menor grado.

A esta monstruosidad en adultos habría que añadir esa otra experiencia no menos universal: las tensiones que inevitablemente surgen entre gobernantes y gobernados o, lo que es lo mismo, entre reguladores y regulados. Y así se explican, por ejemplo, tantos reiterados y recíprocos cobros rencorosos de facturas por saldar entre funcionarios públicos y contribuyentes al fisco o, peor aún, por añadidura entre los poderes extranjeros y las autoridades nacionales.

Y así, se entiende mejor por qué el sector productivo se halle en conflicto quasi permanente con las autoridades estatales del momento, cuanto más si se trata de una autoridad que les resulta del todo ajena.

Es evidente no menos a la inversa los enojos ocasionales por parte de buenos funcionarios y servidores del Estado frente a los abusos y astutas tropelías de los más osados entre los empresarios. Por ejemplo, aún recuerdo aquella cólera apenas reprimida de algunos ejecutivos criollos por lo acaecido en aquel “jueves negro” de infausta memoria bajo el gobierno de Alfonso Portillo… como tampoco el rasgamiento de vestiduras por algunos encargados del orden público ante las argucias de contrabandistas, de otros evasores de impuestos o de publicistas embusteros.
​Al fin y al cabo, nuestra perpetua condición humana, Marx o no Marx incluido.
Pues, repito: ¿quién no ha sido víctima alguna vez, particularmente en este mundo del subdesarrollo, de los caprichos obtusos, de las decisiones improvisadas por parte de poderosos, o hasta de extorsiones dinerarias por los mismos Jefes de Estado o de corporaciones exitosas, o de lo que resulta más abominable, por parte de magistrados y jueces?…

Y en el caso guatemalteco, todo tras ese parapeto absurdo del artículo 439 del Código Penal que equipara en abstracto al cohecho activo con el pasivo, lo que asegura que ninguna víctima de extorsión por cualquier funcionario, incluso por parte de los mismísimos fiscales del Ministerio Público o de ese extorsionista modélico de la CICIG, Iván, se atreva a denunciarlos…
(Continuará)

República es ajena a la opinión expresada en este artículo