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El hombre feliz no tenía internet

Redacción
03 de abril, 2018

Estoy consciente del riesgo al utilizar un título así para esta columna.  Por un lado es pretender tomar prestado y en cierta forma alterar para propósitos meramente personales, la línea final de uno de los cuentos más conocidos e impactantes que leí de Tolstoi en mi infancia (El hombre feliz no tenia camisa). Por el otro, puedo dar la impresión de predicar una especie de apología de la vida ermitaña, como aquellos que piensan que retirarse al bosque en medio de la nada y lejos de todos puede asegurar la felicidad suprema.

Ni lo uno ni lo otro.  Me quiero referir, ahora que todos tuvimos  un espacio de descanso y de recogimiento durante el periodo de la semana santa, a esos mágicos momentos -quizá muy pocos por cierto- en que por azares del destino perdimos acceso a las redes y la conexión a internet. Así como ocurría hace treinta años cuando los apagones de luz nos obligaban a hacer una pausa frente al televisor y en medio de la oscuridad retomábamos el perdido arte de la conversación en familia, igual acá esa breve perdida de conexión con el mundo exterior permitió que por momentos se hiciera a un lado esa mascota imperdible del dispositivo celular, que como una especie de instrumento orwelliano -omnipresente y abarcador- proporciona noticias, entretenimiento y chisme a costa de la atención y conversación en familia. Al tener que prescindir de él, por fuerza mayor, el valor de compartir, el de conocerse mejor, el de concentrarse en las dinámicas de familia sin tener que competir con la adictiva atención al tuit de turno, vuelve a cobrar importancia.

No cabe duda que la tecnología ha cambiado las vidas y ciertamente para bien. En lo social por ejemplo, ha permitido compartir más y mejor, tener una comprensión más cabal del mundo que nos rodea y darnos una herramienta de expresión de la que antes no se disponía. Pero como genio que se libera de la botella, los riesgos vienen aparejados. Democratizar la vulgaridad, dar una plataforma planetaria a los odios y prejuicios y crear la perfecta “catapulta digital” que dispara y golpea a distancia sin que sea posible determinar quien la acciona, son defectos de fábrica de esta nueva tecnología de los que ya hemos hablado anteriormente.  

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Tengo un buen amigo y maestro de la publicidad que insiste que con tantos distractores modernos, hoy el recurso más escaso es la atención de las personas. De allí que para el marketing moderno el reto más grande sea el cómo hacer que el consumidor repare por unos cuantos segundos en el producto que se le ofrece. Igual funciona para las conversaciones y la vida social. Cómo asegurar la atención para las cosas importantes de la vida compitiendo con tantos distractores que están al alcance de los dedos es un desafío de la mayor relevancia. Allí está la sabiduría de “dar el apagón” cuando toque. Eso hoy no lo proporciona la compañía que ofrece el servicio de red; nos toca a nosotros, en nuestro fuero interno, hacerlo.

 Alejarse de la tecnología es un despropósito, cuando no una enorme insensatez. Yo mismo no podría hacer llegar este mensaje si no fuera por el magnífico recurso que brinda la tecnología en red. Pero aprender a tomar distancia de la inmersión total en las redes para enfocar nuestra atención en las cosas importantes de la vida cuando toca y debe, es de sabios. 

Puede que el hombre feliz si tenga internet pero su felicidad seguramente radica en otra cosa

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

El hombre feliz no tenía internet

Redacción
03 de abril, 2018

Estoy consciente del riesgo al utilizar un título así para esta columna.  Por un lado es pretender tomar prestado y en cierta forma alterar para propósitos meramente personales, la línea final de uno de los cuentos más conocidos e impactantes que leí de Tolstoi en mi infancia (El hombre feliz no tenia camisa). Por el otro, puedo dar la impresión de predicar una especie de apología de la vida ermitaña, como aquellos que piensan que retirarse al bosque en medio de la nada y lejos de todos puede asegurar la felicidad suprema.

Ni lo uno ni lo otro.  Me quiero referir, ahora que todos tuvimos  un espacio de descanso y de recogimiento durante el periodo de la semana santa, a esos mágicos momentos -quizá muy pocos por cierto- en que por azares del destino perdimos acceso a las redes y la conexión a internet. Así como ocurría hace treinta años cuando los apagones de luz nos obligaban a hacer una pausa frente al televisor y en medio de la oscuridad retomábamos el perdido arte de la conversación en familia, igual acá esa breve perdida de conexión con el mundo exterior permitió que por momentos se hiciera a un lado esa mascota imperdible del dispositivo celular, que como una especie de instrumento orwelliano -omnipresente y abarcador- proporciona noticias, entretenimiento y chisme a costa de la atención y conversación en familia. Al tener que prescindir de él, por fuerza mayor, el valor de compartir, el de conocerse mejor, el de concentrarse en las dinámicas de familia sin tener que competir con la adictiva atención al tuit de turno, vuelve a cobrar importancia.

No cabe duda que la tecnología ha cambiado las vidas y ciertamente para bien. En lo social por ejemplo, ha permitido compartir más y mejor, tener una comprensión más cabal del mundo que nos rodea y darnos una herramienta de expresión de la que antes no se disponía. Pero como genio que se libera de la botella, los riesgos vienen aparejados. Democratizar la vulgaridad, dar una plataforma planetaria a los odios y prejuicios y crear la perfecta “catapulta digital” que dispara y golpea a distancia sin que sea posible determinar quien la acciona, son defectos de fábrica de esta nueva tecnología de los que ya hemos hablado anteriormente.  

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Tengo un buen amigo y maestro de la publicidad que insiste que con tantos distractores modernos, hoy el recurso más escaso es la atención de las personas. De allí que para el marketing moderno el reto más grande sea el cómo hacer que el consumidor repare por unos cuantos segundos en el producto que se le ofrece. Igual funciona para las conversaciones y la vida social. Cómo asegurar la atención para las cosas importantes de la vida compitiendo con tantos distractores que están al alcance de los dedos es un desafío de la mayor relevancia. Allí está la sabiduría de “dar el apagón” cuando toque. Eso hoy no lo proporciona la compañía que ofrece el servicio de red; nos toca a nosotros, en nuestro fuero interno, hacerlo.

 Alejarse de la tecnología es un despropósito, cuando no una enorme insensatez. Yo mismo no podría hacer llegar este mensaje si no fuera por el magnífico recurso que brinda la tecnología en red. Pero aprender a tomar distancia de la inmersión total en las redes para enfocar nuestra atención en las cosas importantes de la vida cuando toca y debe, es de sabios. 

Puede que el hombre feliz si tenga internet pero su felicidad seguramente radica en otra cosa

República es ajena a la opinión expresada en este artículo