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Efraín Ríos Montt

Redacción República
17 de abril, 2018

Mi contemporáneo, al igual que Fidel Castro.

Como lo afirmó muy bien Alfred Kaltschmidt, “se fue libre”, pero enormemente lacerado, añadiría yo. Aunque para este momento ya Dios le habrá suturado esas heridas para siempre.

Y en esta ocasión, confieso que me ha intrigado que todos aquellos que escriben artículos de opinión para la prensa diaria y formados previamente en una academia militar, suelen mostrar un respeto muy laudable hacia sus enemigos caídos.

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Pero que, en cambio, la izquierda casi siempre vociferante, con muy aisladas excepciones, atropella y mancilla la memoria de cualquier militar que se hubiese destacado en combatirlos. Tal es este caso, uno más, del General Efraín Ríos Montt. El hombre más controvertido de la historia reciente en Guatemala. Un mérito adicional, paradójicamente, porque significa que hizo de veras una diferencia más para mejor que para peor en las vidas de los guatemaltecos.

Pues como todo ser humano, su trayectoria personal arrojó luces y sombras, victorias y derrotas, aciertos y fracasos, pero con una característica constante muy excepcional en la vida pública de los notables: la sinceridad. Eso es lo que siempre más admiré en él, sobre todo porque se movió en el más embustero de los mundos, el de la política.

Por eso, reitero, que los vituperios enderezados a su persona ya después de muerto, tanto en la prensa escrita como más groseramente en las redes sociales, me resulta muy repugnante. Se han dado algunas honrosas excepciones, la más notable, para mí, la del talentoso Raúl de la Horra, intelectual de la línea de izquierda.

Este agudo, y a ratos muy sarcástico pensador, formado en la Alemania Oriental de la posguerra, y a quien admiro por sus ingeniosas críticas a lo Bertold Brecht de la sociedad de su entorno personal, publicó un artículo en este mismo diario que considero respetuoso hacia la persona de Ríos Montt aun cuando lo reitera “genocida”. Su tono es sereno y en alguna forma considerado hacia los familiares sobrevivientes al General a pesar precisamente del profundo abismo que en vida de ambos los separó ideológicamente.

Quizá todo ello, una expresión adicional de la calidad humana de esos enfrentados entre sí: unos, más respetuoso del adversario caído, otros, por el contrario, despectivos.

El General nunca fue enteramente de mi simpatía. Su abnegada esposa, y su muy brillante hija, sí del todo.

De él supe más de oídas que por contacto personal. Aunque yo ponderaba mucho en su favor el hecho de que los jóvenes idealistas del ejército que tanto habían arriesgado  al protagonizar el golpe de Estado del 23 de marzo de 1982, por iniciativa propia, una vez logrado su cometido, espontáneamente indagaran por él y una vez hallado le encomendaran la conducción de la República, junto al también General Horacio Maldonado Shaad y al coronel Francisco Luis Gordillo, este último más tarde de mi conoscencia y aprecio personal por su limpia hoja de servicio a la patria.

Todo fue en aquel entonces para mí sorpresa total. Y también me contagió la sensación de alivio generalizado entre toda la población guatemalteca.

Meses más tarde, algo me empezaron a irritar sus prédicas dominicales (“Usted, papá… Usted, mamá”), pero esa era una superficial. La calma y sentido de seguridad personal subsiguientes me parecieron dones del cielo.

A ello se sumaron mi reconocimiento por algunas de sus iniciativas más importante: la derogación de la Constitución de 1965 producto de otro golpe de Estado y de su sustitución por un Estatuto Fundamental de Gobierno. Además por decretar una amnistía general, y de perseverar en la lucha contra la subversión violenta por parte de quienes no quisieran acogerse a ella (como lo hiciera inteligentemente, entre otros pocos, Mario Solórzano). De implementar adicionalmente un programa contrainsurgente “Frijoles y fusiles”, y de crear un Consejo de Estado que lo asesorara. Sobre todo me satisfizo la creación de patrullas de autodefensa civil que les permitiera a los sufridos campesinos, como a las diferentes etnias, defenderse de los desmanes de aquellos señoritos universitarios que se arrogaban imperialmente el monopolio a ser sus portavoces. Además de instalar un Tribunal Supremo Electoral, prenuncio de un regreso a la paz democrática, y todo bajo el lema de intensión universalizadora: “No robo, no miento, no abuso”.

También alimentó mi esperanza por una Guatemala mejor el hecho de que a su gobierno se sumaran personalidades distinguidas que yo tenía en muy alto aprecio por su honradez acrisolada y su idealismo cívico tales como Harris Whitbeck, Francisco Bianchi, Renán Quiñones, Fernando Leal, Álvaro Contreras, Guillermo Méndez y muchos otros en su mayoría evangélicos, fenómeno hasta entonces completamente inédito, que merecían y merecen mi total respeto de católico, apostólico y romano.

De aquel entonces también recuerdo un proyecto magnífico de Ley del Servicio Civil redactado por Harris y que el gobierno siguiente se negó a implementar.

Con el paso del tiempo me enteré de pasos y de crisis personales del General que me lo retrataron como profundamente humano y por tanto falible.

Por ejemplo, a raíz de haber sido democráticamente electo por una abrumadora mayoría Presidente de la República en las elecciones de 1974 como candidato del partido Demócrata Cristiano y de haber sido despojado humillantemente de esa su legítima presea por otros colegas militares, entró en una depresión psíquica que lo empujó momentáneamente hacia el alcoholismo, y del cual salió durante su posterior exilio en Madrid, España, gracias a la ayuda de un pastor evangélico, lo que lo llevó a dejar su natal Iglesia católica (en la cual tiene un hermano Obispo) y abrazar el culto relativamente novedoso de la Iglesia Verbo, a la que se dedicó a servir con el mismo espíritu de entrega con el que había servido cuando años antes había sido Director de la Escuela Politécnica.

Todo un hombre, por tanto, humanamente exitoso según las normas y expectativas del juego político y, sin embargo, después cruelmente agredido en su integridad personal por una juez muy sectaria y con el apoyo de una despreciable cuña que la amparaba desde el extranjero y que conocemos como CICIG.

Después de su regreso a Guatemala tuve el honor de conocerlo personalmente gracias a su corajuda hija Zury, alumna mía por unos años en la Universidad Francisco Marroquín.

Un día se presentó inesperadamente en mi casa y me espetó crudamente, a su estilo militar, una pregunta: ¿Qué aconsejaría usted a un Presidente de la República para que la Universidad de San Carlos supere su profunda crisis moral y filosófica en la que creo que se encuentra? Me hizo reflexionar por unos minutos, y al cabo le respondí: colocarla en el mismo plano legal que las demás Universidades que aquí llamamos “privadas”. ¿Y qué entiende usted por eso? Me preguntó en su forma habitual tajante y franca. “Suprimir” –le respondí– “todos los privilegios que les son tradicionales desde cuando era la única”.

“Por ejemplo, a no involucrarla en la elección para altos cargos públicos. También el ser financiada ella por un monto fijo del presupuesto nacional, rinda o no rinda.

Creo que en lugar de todo eso, el Consejo Superior Universitario debería convocar cada año a exámenes de admisión para todos aquellos que aspiren a accesar a tal nivel académico superior y, dependiente de los resultados de tales pruebas, reservar los fondos de los contribuyentes en un porcentaje determinado para ayudar a aquellos que, previamente superados tales exámenes, se haya comprobado su insuficiencia de recursos económicos para tal fin. A ellos en lo individual, por lo tanto, y no a la Universidad corporativamente, se debería enderezar con exclusivamente los fondos de los contribuyentes, y así reconocer a todos el derecho igual a escoger la Universidad de su preferencia”.

Por supuesto, nunca resultó así, pero me impresionó tal amplitud de miras del General.

Su mayor desacierto en cuanto político lo creo el haber descartado de un día para otro la posible candidatura a la presidencia de la República de Francisco Bianchi para apoyar en su lugar la de Alfonso Portillo.

Así he visto sus luces y sus sombras. Ya el Dios que todo lo sabe le ha hecho justicia eterna.

Que descanse en paz.   

Efraín Ríos Montt

Redacción República
17 de abril, 2018

Mi contemporáneo, al igual que Fidel Castro.

Como lo afirmó muy bien Alfred Kaltschmidt, “se fue libre”, pero enormemente lacerado, añadiría yo. Aunque para este momento ya Dios le habrá suturado esas heridas para siempre.

Y en esta ocasión, confieso que me ha intrigado que todos aquellos que escriben artículos de opinión para la prensa diaria y formados previamente en una academia militar, suelen mostrar un respeto muy laudable hacia sus enemigos caídos.

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Pero que, en cambio, la izquierda casi siempre vociferante, con muy aisladas excepciones, atropella y mancilla la memoria de cualquier militar que se hubiese destacado en combatirlos. Tal es este caso, uno más, del General Efraín Ríos Montt. El hombre más controvertido de la historia reciente en Guatemala. Un mérito adicional, paradójicamente, porque significa que hizo de veras una diferencia más para mejor que para peor en las vidas de los guatemaltecos.

Pues como todo ser humano, su trayectoria personal arrojó luces y sombras, victorias y derrotas, aciertos y fracasos, pero con una característica constante muy excepcional en la vida pública de los notables: la sinceridad. Eso es lo que siempre más admiré en él, sobre todo porque se movió en el más embustero de los mundos, el de la política.

Por eso, reitero, que los vituperios enderezados a su persona ya después de muerto, tanto en la prensa escrita como más groseramente en las redes sociales, me resulta muy repugnante. Se han dado algunas honrosas excepciones, la más notable, para mí, la del talentoso Raúl de la Horra, intelectual de la línea de izquierda.

Este agudo, y a ratos muy sarcástico pensador, formado en la Alemania Oriental de la posguerra, y a quien admiro por sus ingeniosas críticas a lo Bertold Brecht de la sociedad de su entorno personal, publicó un artículo en este mismo diario que considero respetuoso hacia la persona de Ríos Montt aun cuando lo reitera “genocida”. Su tono es sereno y en alguna forma considerado hacia los familiares sobrevivientes al General a pesar precisamente del profundo abismo que en vida de ambos los separó ideológicamente.

Quizá todo ello, una expresión adicional de la calidad humana de esos enfrentados entre sí: unos, más respetuoso del adversario caído, otros, por el contrario, despectivos.

El General nunca fue enteramente de mi simpatía. Su abnegada esposa, y su muy brillante hija, sí del todo.

De él supe más de oídas que por contacto personal. Aunque yo ponderaba mucho en su favor el hecho de que los jóvenes idealistas del ejército que tanto habían arriesgado  al protagonizar el golpe de Estado del 23 de marzo de 1982, por iniciativa propia, una vez logrado su cometido, espontáneamente indagaran por él y una vez hallado le encomendaran la conducción de la República, junto al también General Horacio Maldonado Shaad y al coronel Francisco Luis Gordillo, este último más tarde de mi conoscencia y aprecio personal por su limpia hoja de servicio a la patria.

Todo fue en aquel entonces para mí sorpresa total. Y también me contagió la sensación de alivio generalizado entre toda la población guatemalteca.

Meses más tarde, algo me empezaron a irritar sus prédicas dominicales (“Usted, papá… Usted, mamá”), pero esa era una superficial. La calma y sentido de seguridad personal subsiguientes me parecieron dones del cielo.

A ello se sumaron mi reconocimiento por algunas de sus iniciativas más importante: la derogación de la Constitución de 1965 producto de otro golpe de Estado y de su sustitución por un Estatuto Fundamental de Gobierno. Además por decretar una amnistía general, y de perseverar en la lucha contra la subversión violenta por parte de quienes no quisieran acogerse a ella (como lo hiciera inteligentemente, entre otros pocos, Mario Solórzano). De implementar adicionalmente un programa contrainsurgente “Frijoles y fusiles”, y de crear un Consejo de Estado que lo asesorara. Sobre todo me satisfizo la creación de patrullas de autodefensa civil que les permitiera a los sufridos campesinos, como a las diferentes etnias, defenderse de los desmanes de aquellos señoritos universitarios que se arrogaban imperialmente el monopolio a ser sus portavoces. Además de instalar un Tribunal Supremo Electoral, prenuncio de un regreso a la paz democrática, y todo bajo el lema de intensión universalizadora: “No robo, no miento, no abuso”.

También alimentó mi esperanza por una Guatemala mejor el hecho de que a su gobierno se sumaran personalidades distinguidas que yo tenía en muy alto aprecio por su honradez acrisolada y su idealismo cívico tales como Harris Whitbeck, Francisco Bianchi, Renán Quiñones, Fernando Leal, Álvaro Contreras, Guillermo Méndez y muchos otros en su mayoría evangélicos, fenómeno hasta entonces completamente inédito, que merecían y merecen mi total respeto de católico, apostólico y romano.

De aquel entonces también recuerdo un proyecto magnífico de Ley del Servicio Civil redactado por Harris y que el gobierno siguiente se negó a implementar.

Con el paso del tiempo me enteré de pasos y de crisis personales del General que me lo retrataron como profundamente humano y por tanto falible.

Por ejemplo, a raíz de haber sido democráticamente electo por una abrumadora mayoría Presidente de la República en las elecciones de 1974 como candidato del partido Demócrata Cristiano y de haber sido despojado humillantemente de esa su legítima presea por otros colegas militares, entró en una depresión psíquica que lo empujó momentáneamente hacia el alcoholismo, y del cual salió durante su posterior exilio en Madrid, España, gracias a la ayuda de un pastor evangélico, lo que lo llevó a dejar su natal Iglesia católica (en la cual tiene un hermano Obispo) y abrazar el culto relativamente novedoso de la Iglesia Verbo, a la que se dedicó a servir con el mismo espíritu de entrega con el que había servido cuando años antes había sido Director de la Escuela Politécnica.

Todo un hombre, por tanto, humanamente exitoso según las normas y expectativas del juego político y, sin embargo, después cruelmente agredido en su integridad personal por una juez muy sectaria y con el apoyo de una despreciable cuña que la amparaba desde el extranjero y que conocemos como CICIG.

Después de su regreso a Guatemala tuve el honor de conocerlo personalmente gracias a su corajuda hija Zury, alumna mía por unos años en la Universidad Francisco Marroquín.

Un día se presentó inesperadamente en mi casa y me espetó crudamente, a su estilo militar, una pregunta: ¿Qué aconsejaría usted a un Presidente de la República para que la Universidad de San Carlos supere su profunda crisis moral y filosófica en la que creo que se encuentra? Me hizo reflexionar por unos minutos, y al cabo le respondí: colocarla en el mismo plano legal que las demás Universidades que aquí llamamos “privadas”. ¿Y qué entiende usted por eso? Me preguntó en su forma habitual tajante y franca. “Suprimir” –le respondí– “todos los privilegios que les son tradicionales desde cuando era la única”.

“Por ejemplo, a no involucrarla en la elección para altos cargos públicos. También el ser financiada ella por un monto fijo del presupuesto nacional, rinda o no rinda.

Creo que en lugar de todo eso, el Consejo Superior Universitario debería convocar cada año a exámenes de admisión para todos aquellos que aspiren a accesar a tal nivel académico superior y, dependiente de los resultados de tales pruebas, reservar los fondos de los contribuyentes en un porcentaje determinado para ayudar a aquellos que, previamente superados tales exámenes, se haya comprobado su insuficiencia de recursos económicos para tal fin. A ellos en lo individual, por lo tanto, y no a la Universidad corporativamente, se debería enderezar con exclusivamente los fondos de los contribuyentes, y así reconocer a todos el derecho igual a escoger la Universidad de su preferencia”.

Por supuesto, nunca resultó así, pero me impresionó tal amplitud de miras del General.

Su mayor desacierto en cuanto político lo creo el haber descartado de un día para otro la posible candidatura a la presidencia de la República de Francisco Bianchi para apoyar en su lugar la de Alfonso Portillo.

Así he visto sus luces y sus sombras. Ya el Dios que todo lo sabe le ha hecho justicia eterna.

Que descanse en paz.